El año sabático que determinó la posterior separación de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota ya cumplió dos décadas. Todo comenzó como una salida elegante y sin tantas aclaraciones, una fuga hacia adelante para abonar el misterio que siempre rodeó a la banda más popular del rock argentino. Puertas adentro, en secreto, las serias diferencias internas entre los socios fundadores abrieron heridas que siguen hasta hoy y, en cierto modo, provocaron el efecto diáspora de Los Redondos. Allí compiten las carreras solistas de Skay Beilinson e Indio Solari, el fuego cruzado entre los líderes por el manejo del patrimonio artístico del grupo y la prédica incesante de miles y miles de fanáticos que no pierden la esperanza de un regreso subidos a un ruego coral que repite siempre la misma frase: “sólo pide que se vuelven a juntar”.
Mientras Skay tardó casi nada en inaugurar una carrera solista que ya tiene siete obras que lo devolvieron a los viejos tiempos de Patricio Rey tocando en estadios de dimensiones humanas. Carlos Solari, en cambio, eligió tomarse el tiempo necesario, una siesta personal que lo acompaña desde los días de los Redondos: debutó en un escenario cuando pisaba los treinta, antes tocaba la guitarra en fogones lisérgicos de la bohemia platense o jugaba a ser artista plástico y escritor beatnik. La paternidad también lo alcanzó después de hora –ya había cruzado los cincuenta cuando llegó Bruno– e hizo lo propio para el debut solista, casi cuatro años de silenció en los medios e intenso trabajo de laboratorio, otro gesto de control y gambeta ante la ansiedad del planeta ricotero.
El tesoro de los inocentes (Bingo fuel) significó una verdadera bomba de tiempo al corazón de las ausencias del rock argentino. Carlos Solari retornó como Perón en el 73, cadena nacional con la prensa rockera y de la otra rendida a sus pies. Recuerden las entrevistas en donde se repite una puesta en escena, las puertas de un enigma con sede en Parque Leloir se abrieron para mostrar –hasta ahí– el mundo privado de Solari. En cada nota se acentuaba la necesidad del líder carismático preocupado por la recepción y muy atento a dejar en claro las diferencias con su pasado ricotero. Trabajado como una superproducción, desde el nuevo formato de booklet y la firma propia en cada ilustración que marca la estética oscura del disco, El tesoro de los inocentes es una pieza única un tanto incomprendida en su momento, que mejora con el paso del tiempo. El Indio inicia una nueva etapa en el estudio del estado de las cosas, revela gustos propios que van del trip-hop (“Amnesia”) a la música disco (“El Charro Chino”). Quizás las paredes de guitarras a veces saturan y su voz merecía un mejor tratamiento ante tanto detalle electrónico y violas desatadas en ese banco de prueba que implicó dar a conocer al mejor rankeado en la línea sucesoria del mito ricotero. El resultado se impone por prepotencia artística y el Indio se consolida como comandante de Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado, tripulación de notables en donde sobresalen las guitarras orquestales de Baltazar Comotto y el pulso implacable de Marcelo Torres. El debut oficial de Solari todavía espera por una reparación histórica más allá de la histeria que provocó el álbum entre propios y ajenos, ahí están “Nike es la cultura”, “La piba de Blockbuster” y “Ciudad Baigón” como buenos ejemplos de reinvención y urgencia contra los que sólo veían en él a un cantante y poeta desprovisto de un aliado musical.
“Nadando en ese minestrón va Porco Rex a porno rock”, dice la letra de “Alien Duce”, tema incluido en el anteúltimo disco de Los Redondos, el cyber-anarco Ultimo bondi a Finisterre. Casi diez años después aquel personaje enigmático finalmente escribió su evangelio que vuelve con nombre propio para convertirse en el título profético del segundo disco solista del Indio Solari. Más eléctrico y opresivo que su antecesor, ahora las guitarras mandan y esa voz suena tan áspera como en los tiempos bravos de su ex banda. Un kashmir permanente domina la marcha lenta de los primeros temas, casi un mantra nervioso en donde traición, amor y soledad parecen buenos motivos para desnudar sentimientos en primera persona, nunca antes se había escuchado a un Solari tan confesional: “Y mientras tanto el sol se muere” es una declaración de amor a Virginia, su compañera eterna. No hay sentimentalismo ni golpes bajos en la canción, sólo un refugio en medio de un disco dark con riffs para no olvidar y futuros himnos a estadios repletos como la cadencia de “Flight 956”. Detrás se escucha una banda armada para el lucimiento del cantante, a veces demasiada virtuosa pero que no pierde peso cuando hay que orquestar el rock clásico de Porco Rex (2007) en donde crece el doble comando de guitarras con la incorporación de Gaspar Benegas. Solari suele estirar el tiempo para sentirse un poco inmortal, tal vez por eso tardó tres años en la producción de un nuevo repertorio, descartó de plano el regreso de Los Redondos y prolongó el calendario sabático como la mejor excusa para reafirmar su camino solista.
El perfume de la tempestad
Bajo el alias de Caballo Loco –nuevo álter ego de Solari, antes conocido como Artista Invitado– proclama subirse a los botes en el arranque de El perfume de la tempestad (2010). El estilo maquinal que eligió David Bowie desde Outside (95) a Reality (03) parece el modelo elegido para afirmar un sonido clásico sin olvidar la escenografía tecnológica y la épica en el modo de elaborar himnos para estadios. “Ceremonia durante la tormenta” trabaja colores de identificación a través de un catálogo de personajes marcados por el hiperrealismo del relato. “Cuando le di bola a las letras de Dylan…, me di cuenta de que hablaban de una cosa futura que viene para la mierda. Y esto también funcionaba en esa dirección: era como una anunciación, pero más bien negra”, dice Solari en su libro de memorias Recuerdos que mienten un poco y expone por donde navega El perfume de la tempestad con “Vino Mariani” como canción perfecta para abordar el clima de época subido a un relato cinematográfico.
“Un día vi gorriones por la ventana. Lejos de la cosa bucólica, ingenua que solemos atribuirle a los pájaros y por extensión a la naturaleza, estos se estaban matando a picotazos”, dice Solari en su libro de memorias en donde observa cómo esas aves pequeñas se disputan las miguitas que el músico les acaba de tirar. “En vez de espantarme, me sentí menos solo en la coraza orgánica. Vi que había una economía, en este experimento solar, de la que se desprende una cosa inevitablemente trágica”. Sobre la idea de la inocencia perdida transcurre Pajaritos, bravos muchachitos. Por momentos asfixiante en las programaciones y las murallas guitarreras, el cuarto disco solista repite algunas fórmulas conocidas y también parece amigarse con el pasado ricotero a partir de la cita explícita al puticlub permanente en “La pajarita pechiblanca (scherzo)”, en donde el Indio se abraza a Walter Sidotti, Sergio Dawi y Semilla Bucciarelli. En la misma línea de esplendor brilla “A la luz de la luna”, la mejor recreación de “Dancing in the Street” pero con un sabor conurbano y vibra cervezal.
La última escala del viaje en solitario de Protoplasman –el nuevo alias de El Indio– alcanza su máxima expresión con los 15 tracks de El ruiseñor, el amor y la muerte. Las balas pican cerca y Solari lo sabe, por eso la muerte aparece como algo más que una sombra inevitable y es la melancolía del amor la droga que empareja los tantos. Sensación que también se traslada a Los Fundamentalistas, más plantados en una zona de equilibrio que de arrebatos virtuosos. El arranque es maquinal, intenso y preciso. “Pintura de guerra” funciona como una declaración de combate: “Todo esos jodidos que retienen la vida un poquito nada más, siempre tienen a mano las más tontas razones para mentir a gusto, siempre a gusto del poder”. El disco crece en “La oscuridad”, una preciosa balada mid-tempo que tiene ecos a La mosca y la sopa pero con el oficio de actualizar la producción en manos de Martín Carrizo. En “El callejón de los milagros” se escucha el coro narco-pontificio. Cuando surge el tema que le da título al disco aparece la primera novedad: un lento de perfume soft que mejora en la letra con frases melancólicas: “El dolor más puro es el de haber sido tan feliz”, canta El Indio. La saga continúa con “Strangerdanger”, un tema que creció con su versión en vivo. Lo mejor del disco sigue con “El tío Alberto en el día de la bicicleta”, un homenaje a Albert Hoffman, el padre del LSD: entre “Gualicho” (Redondos) y “Vuelta por el Universo” (Cerati-Melero), los extremos pueden convivir.
La segunda mitad del disco no baja la intensidad: “La pequeña Mamba” es pura perfección pop, y en “La moda no es vanguardia”, Solari esquiva la referencia literal y habla del odio como estilo de vida. Hay momentos ricoteros con “A bailar que no hay infierno” y “Panasonic y el mundo a sus pies”. Pero el mejor cierre de un plan de evolución aparece en “El que calla la seca la llena”, una bomba disco-funk de colores clásicos y lírica dionisíaca, otra canción para no extrañar a Los Redondos y reconocer de una buena vez que la carrera en solitario del hombre llamado Indio es un poderoso menjunje de ensoñaciones, melodías inolvidables y letras para no perder de vista la vida secreta de nuestra realidad.