“Es dulce, canta bien. Pero se nota que no es del palo”, prologa el personaje de Roly Serrano, encarnando al capo de la bailanta que puede abrir o cerrar puertas al artista en ciernes, para después preguntarle de manera directa a la principal interesada en dónde vive. La respuesta lacónica y casi culposa (“Devoto”, su barrio) remite simbólicamente a un universo de clase media, estereotipado pero vigente al fin. En Villa Devoto, puede presumirse, no se escucha ni se baila cumbia, y menos que menos se forjan sus músicos e intérpretes.
La primera escena clave de “la película de Gilda” infunde a la par de su intención rupturista un irónico giro de clase al modelo aspiracional. Esta vez, no se trata de la chica (o el chico) que quiere subir en la escala cultural, social y económica, a lo Palito Ortega, sino de la no tan chica (y encima maestra jardinera) que busca su destino en lo popular, lo suburbano, lo plebeyo.
Gilda. No me arrepiento de este amor, dirigida por Lorena Muñoz y protagonizada por Natalia Oreiro, estrenada hace ya cinco años con notorio éxito de público y digno paso por festivales internacionales, se inscribe sólo aparentemente en la tradición de las musicales, inaugurada en el cine argentino allá lejos y hace tiempo por Carlos Gardel, y con largo y dispar recorrido de géneros, calidades y resultados (ninguno más bizarro que El extraño del pelo largo, con un juvenil Litto Nebbia en el rol estelar).
El film pretende contar una historia de vida, más que basada, inspirada en hechos reales, donde las canciones funcionan como separadores o clips, marca registrada de la artista biografiada. En definitiva, no hay Gilda sin música: su legado tangible es un puñado de canciones de esas que sabemos todos. En la interpretación del personaje, luce la ajustada composición de Oreiro, que crece en simultáneo con la Gilda de ficción, sustentada por un trabajo de investigación propio de una directora con raíces en el documental.
“Me comencé a interesar en Gilda cuando escuché ‘No me arrepiento de este amor’, que incluso podría ser un tango. Tiene letra y música de ella, lo que no era nada común para ese género y en esa época. Después, investigué y me encontré con una historia muy interesante, una película posible, y pensé que era raro que no hubiera ninguna y… resultó que no la había”, prologa Muñoz.
El primer paso fue conseguir los derechos de uso del nombre y de su repertorio, que estaban en poder de su hijo, Fabrizio, sobreviviente del terrible accidente que le costó la vida a la artista en septiembre de 1996 (donde además murieron su hija mayor, su madre, tres músicos y el chofer del ómnibus que los trasladaba desde un show en Entre Ríos). El segundo, convocar a Natalia Oreiro, con quien mantenía la idea de coincidir en un proyecto propio y conjugaba las cualidades de actriz y cantante para ponerse en la piel y la figura (y afinar la voz) del personaje.
UNA MUJER LIBRE
La trama sentimental vincula a Gilda con su productor musical, Toti Giménez, mientras la desvincula en paralelo de su marido y padre de sus hijos, crítico con el estilo de vida de su esposa, que primero opta por espiarla disimulado entre un público más pendiente de contoneos que de melodías, y después por la confrontación directa y el reclamo conyugal.
“Hay que entenderlo al ex marido. Él se casó con una maestra jardinera, y la elección de Gilda de volcarse a la cumbia, además del desgaste de los años que habían estado juntos como pareja, termina rompiendo la relación”.
A pesar del exhaustivo proceso de investigación, que casi deriva en un documental paralelo a la ficción cinematográfica, el guion se tomó todas las licencias pertinentes a la hora de potenciar la historia.
“Entrevisté a muchas personas que la conocieron, pero hubo tres amigas de distintas etapas de su vida que me fueron contando cada una su parte. Además de los fans, antiguos y nuevos, que acompañaron la filmación, aunque lo que se cuenta en definitiva es una ficción y la mayoría de los personajes son imaginarios, para apuntalar un relato cinematográfico.”
Filmar el accidente mortal estuvo siempre fuera de las intenciones de la realizadora, por motivos de responsabilidad y respeto hacia los sobrevivientes: su propio hijo, pero también los músicos originales de su banda, que aparecen interpretándose a sí mismos en la película. “Las escenas en el micro que los trasladaba fueron especialmente difíciles para ellos”, recuerda.
En cambio, “fuimos a filmar escenas a muchos boliches donde ella actuó y que conservan esa estética de los años 90”, acota.
El crecimiento musical y coreográfico de la propia Gilda, desde sus inseguros comienzos hasta el dominio pleno de público y escena que la consagraron, planteaba un desafío extra al orden caprichoso de filmación de cualquier película.
“Una filmación es como un mazo de cartas sin orden –grafica–. Y en este caso, había que mostrar una evolución, la transformación de la propia Gilda, cantando mejor, bailando mejor, a medida que crece como artista en todas esas líneas.”
Podría decirse que la historia comienza por el final, cuando el ataúd con los restos mortales de Gilda recibe el último adiós de sus seguidores, estableciendo el nacimiento del mito que la sobrevive hasta el presente.
Sin embargo, hay otro momento determinante y de simbólico alumbramiento. En una postrera escena, el personaje se lava la cara contra el espejo y entonces sucede: se desprende del anillo de casamiento, que queda en la jabonera del lavatorio, y no parece ser un detalle menor.
“La muerte la encontró libre –sintetiza Muñoz–. Se había divorciado del marido y estaba llevando la vida que quería, la vida que había elegido. Creo que eso es lo que transmite en definitiva la historia de Gilda, por eso es tan fuerte. Una historia de superación personal.”