La escena muestra a una criatura grotesca e imponente, de cráneo alto y aplanado, el rostro surcado por costuras y tornillos que le atraviesan el cuello. Lleva un traje oscuro, demasiado estrecho para su tamaño. Camina lenta y aparatosamente, arrastrando los pasos y emitiendo gruñidos. El monstruo llega a la casa de un ermitaño perdida en el bosque, donde oye un violín que interpreta el “Ave María” de Schubert. El ermitaño, un marginado pobre y ciego, como no puede verlo, es la primera persona que se muestra amable con el monstruo. Lo invita a su casa y una vez adentro de la humilde posada le ofrece pan y vino mientras le propone: “Seremos amigos”.
Década de 1930, General Villegas. En el cine del teatro español pasan La novia de Frankenstein, de James Whale. Como le asustaba la oscuridad de la sala, Baldomero Puig llevó directamente a su hijo de cuatro años a la cabina de proyección. Desde allí, el pequeño Juan Manuel “Coco” Puig vio su primera película. Luego de esa experiencia iniciática, el niño comenzó a frecuentar el cine casi a diario, para mirar películas con su madre, María Elena “Male” Delledonne. Es la historia o el mito a partir del cual se construye la educación sentimental e intelectual del creador literario. Esta narración permite afirmar que, a la luz difusa de las pantallas, nace Manuel Puig, el primer novelista argentino cuya obra proviene del cine y está dedicada al cine.
Con metáfora cinematográfica, ya adulto, Puig no se cansó de afirmar: “Mi infancia transcurrió en la Pampa, en un pueblo que era para mí un western clase B, es decir, una especie de pesadilla” y que el séptimo arte había rescatado su niñez del infierno grande de la vida pueblerina. Desde su primera novela, La traición de Rita Hayworth (1968), hasta sus relatos póstumos recopilados en Los ojos de Greta Garbo (1999), Puig no dejó de rendir tributo al séptimo arte. Sin embargo, en ninguna de sus ficciones literarias regresó a esa película fundante que parece ser el origen de todo: La novia de Frankenstein. Pero lo reprimido insistió en su retorno.
En La traición de Rita Hayworth, Toto, el personaje principal, es un niño solitario en un pueblo perdido de las Pampas que se refugia en las ficciones cinematográficas para escapar de la realidad hostil. Su vida parece comenzar cuando las luces de la sala se apagan y los nombres de las estrellas aparecen en la pantalla. Con obvios componentes autobiográficos, Toto relata varias de las películas que Coco vio en General Villegas degradado militarmente a Coronel Vallejos en la novela–, junto a su madre, a la vez que homenajea a sus divas amadas: Esther Williams y sus acrobacias acuáticas en Escuela de sirenas; Gingers Rogers bailando con el fantasma transparente de su amado muerto en La historia de Irene Castle; la bella y malvada Sol (Rita Hayworth) enloqueciendo de pasión a Juan Gallardo. En Boquitas pintadas, los personajes femeninos sueñan con que Robert Taylor –o, en su defecto, Tyrone Power– les haga el amor. A su vez, The Buenos Aires Affair abre cada capítulo con el epígrafe de una escena de melodrama clásico: Las damas de las camelias, El suplicio de una madre, Gilda…
RELATOS DE LIBERTAD
En El beso de la mujer araña, para pasar el tiempo en la cárcel, el marica Molina le relata una decena de películas al guerrillero Arregui, que van desde La marca de la pantera (la primera opción había sido el Drácula con Bela Lugosi) hasta Destino. En definitiva, mucho Vivien Leigh, Marlene Dietrich, Greta Garbo, Joan Crawford, Norma Shearer y poco Elsa Lanchester y Boris Karloff.
Es indudable que James Whale, en su calidad de director gay, debió de deleitarse con la doble lectura que habilitaba la escena entre el ermitaño y el monstruo: dos seres marginados vivían unos instantes de armonía conyugal. En el momento cúspide de la amistad, una lágrima de emoción corría por la cicatriz de la mejilla izquierda de la criatura, pero llegaban los cazadores y los separaban. A pesar de la bondad del ermitaño, la sociedad no permitía que el monstruo fuera feliz (como espejo de una experiencia que a Whale, que vivió su homosexualidad en los años treinta, no debió de resultarle ajena).
El hecho de que Puig no haya apelado a esta escena tan afín a sus preferencias eróticas guarda coherencia con una obra literaria que escasamente se refirió a la homosexualidad. Frecuentemente, sus deseos sensuales fueron sublimados en relaciones heterosexuales. Así, Toto desvía sus deseos homoeróticos identificándose con los sentimientos de los personajes femeninos de las divas de las películas. De manera análoga a Coco, que confesaría años después: “Creo que recuerdo mi primera masturbación mecánica… Era un dulce restregarme sobre la sábana mientras reconstruía y mejoraba escenas de Sangre y arena. Pensando en Rita Hayworth pulsando su guitarra y cantando ‘Verde luna’, en su residencia andaluza; pensando también en Linda Darnell, que imploraba de rodillas que el toro no hiriera a Tyrone Power en la corrida del domingo. La recuerdo muy bien, conservo la sensación estimulante de su cuerpo maravilloso; Rita, la suprema hechicera, la diosa del amor. Pero debo confesar, para no ser injusto, que junto a lo mucho que la he admirado, más me estimulaba Tyrone Power”.
A su vez, en Boquitas pintadas, la concupiscencia se concentra en los suspiros que genera entre las mujeres el bello y promiscuo Juan Carlos Etchepare.
Lejos de la dulce camaradería de los referidos personajes de La novia de Frankenstein, la primera vez que describió una escena homosexual, Puig apeló a la violencia: la violación del príapo Leo a una marica en un baldío en The Buenos Aires Affair. El hecho –con evocaciones de un intento de abuso en el colegio sufrido por el autor– le produce a Leo un placer sádico tan intenso que lo lleva a matar.
Finalmente, Puig reservó la ternura gay a la obra que lo hizo célebre: el beso entre Arregui y Molina. La cópula entre la marica y el guerrillero tiene reminiscencias del encuentro entre el ermitaño y el monstruo. Como la criatura en la película de Whale, la loca Molina es considerada un monstruo para la sociedad y besada en la oscuridad. Y aunque proclive a redimirse por un gesto de amor, es también sacrificada.
LA ESTÉTICA DE LA EXISTENCIA
Al mismo tiempo que el cine influía en su literatura, Puig construyó una estética de la existencia, es decir, escribió el relato de su vida como si fuera una película. Si eso queda en evidencia en sus primeras novelas situadas en Coronel Vallejos, en las que elevó el chisme a obra de arte –emulando a maestros como Henry James o Proust–, no lo es menos en El beso de la mujer araña, donde la discusión entre los sueños de Hollywood y los de la revolución no fue ajena a su estadía europea, donde se debatió entre su devoción al cine clásico y el neorrealismo italiano.
La estética de la existencia lo trascendió. Probablemente se hubiera fascinado con las divagaciones alrededor de la causa de su muerte prematura: que si fue esa enfermedad típica del amor por los muchachos o una fatalidad melodramática digna de alguna película de Margaret Sullavan. Quizá su última visión fue el rostro de Greta Garbo. Su madre, Male, pasó sus últimos años prácticamente recluida en un oscuro comedor donde brillaba un retrato de un joven Puig, espléndido como un actor de cine, junto a la urna que guardaba sus cenizas, y solía instar a los invitados ocasionales: “Decile a Coco que lo encontrás más lindo que nunca”. Otra escena que Whale no hubiera desdeñado.