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Caras y Caretas

           

“ÉRAMOS LABURANTES DE LA MÚSICA Y NOS CONVERTIMOS EN UNA FAMILIA”

Marcelo Inamorato fue el bajista de la banda de Gilda. Por la pérdida de sus documentos, no viajó en aquella jornada trágica en Entre Ríos.

Eran pasadas las diez de la noche cuando Marcelo Inamorato fue interrumpido por su padre, mientras tocaba el bajo. “Hay un hombre afuera con lentes oscuros y campera de cuero que pregunta por vos”, le dijo con una nota de temor en la voz. Vivían en Monte Chingolo, Lanús, barrio en el que a esa hora podían circular personajes peligrosos. Al salir, Marcelo reconoció al percusionista Gino Asmat Galindo, acompañado por una mujer. Le traían una propuesta: “Queríamos saber si te interesa ser parte de mi proyecto”, dijo ella, y le entregó un casete con temas que tenían grabados. Lo esperaban al otro día a las dos de la tarde para el primer ensayo. Marcelo nunca había escuchado hablar de Gilda, la conoció ese día en persona. “Nos juntamos a ensayar y desde ese viernes no paramos”, cuenta Inamorato a Caras y Caretas. “Éramos músicos callejeros, pero tan profesionales que con un ensayo nos bastó y salimos a tocar”, agrega. La clave, para él, fue su humildad. “Éramos laburantes de la música y nos convertimos en una familia.”

–¿Cómo fue el comienzo, ella al frente del escenario con poca experiencia?

–Gilda tocaba en Crema Americana, tenía experiencia en escenarios, pero en lugares cerrados, frente a no más de 200 personas. Cuando le hicieron la oferta de tocar en boliches grandes renegó un poco, creía que no estaba preparada. Además tenía su trabajo como maestra jardinera y a su familia. Dijo que no quería ser la cara del grupo. Entonces salimos como banda, como la banda Gilda. Yo siempre tocaba al lado de Toti, el tecladista. Ella nos miraba y en sus ojos se notaba que nos decía: “Chicos, es difícil estar acá adelante”. Nosotros le decíamos que le diera para adelante. La primera vez que tocamos fue en El Volcán, de San Francisco Solano, y la gente respondió. Cuando terminamos, Gilda nos dijo: “Chicos, esto se viene pum para arriba”.

–¿El ambiente tropical era difícil para una mujer en esa época?

–En ese momento cantaban mujeres como Lía Crucet o la Bomba Tucumana, que tenían físicos terribles. Cuando empezábamos, nos sentamos a charlar y dijimos: “Nosotros somos una banda, acá no hay una competencia de modelos”. Hay grupos que han vendido por eso, por la pinta del cantante. Había que saltar esa pared. La banda no tenía esos prejuicios, nosotros vendíamos música. Y lo de Gilda era música, era la voz de ella y sus letras. En ningún momento pensó en ir a un gimnasio o querer inflarse nada. Ella siempre fue así, como mujer y como artista. La ropa se la compraba ella, se la hacía ella. Nunca quiso que le hicieran el vestuario.

–¿Cómo trabajaba para escribir las canciones? ¿Les consultaba a ustedes?

–Las canciones las componía con un pianito que tenía la mitad de las teclas, todo roto pero afinadito. Una vez, antes de tocar en Mundo Bailable, un boliche frente a Puente de la Noria, estábamos con Edwin Manrique –bongocero de la banda–, y Gilda se nos acercó para decirnos que tenía un tema nuevo. Primero balbuceó y después cantó clarito: “Fuiste, pero perdiste”, y nos dijo que quería agregar esa parte a la letra, pero dudaba si quedaba bien. Nosotros le dijimos que la frase tenía mucho enganche y era el estilo que veníamos haciendo.

–Tenía mucha noción para componer.

–Trabajé con cantidad de intérpretes, pero lo que encontré en ella era que escribía canciones de amor de manera muy sencilla, sin ser explícita. Con dos palabras simplificaba todo lo que le podía pasar en una pareja. Las letras de ella no pasaban el minuto, el resto era todo música. Eran cortitas y con pocas frases te decía todo, era muy directa, sin vueltas. En eso era como el Indio Solari, usaba palabras que movían a la gente.

–Fueron canciones que lograron una trascendencia increíble

–Los temas de Gilda los bailaron dos presidentes de distintos colores: Cristina Fernández de Kirchner y Mauricio Macri. Algo tienen las canciones que hicimos. Hace un tiempo me mandaron unos videos de Rusia en los que bailaban Gilda. También canciones de nuestra banda cantadas en japonés. La última estadística que me pasaron mostraba que nuestra música se escuchaba en 36 países. Es algo que nosotros nunca imaginamos.

–¿En algún momento notaron que se estaban volviendo muy populares?

–Una vez fuimos a tocar a Ingeniero Budge para los carnavales. Ese día tocaban Comanche y otras bandas que venían promovidas por canales de televisión. Había como once mil personas en el campo. Ellos tocaron, hicieron su baile, la mímica. Nosotros esperábamos atrás del escenario. Cuando salimos, explotó todo. Fue un golpe para despertarnos. En ese recital, Gilda se puso a llorar en el escenario. No pudimos arrancar, no creíamos que era para nosotros el aliento. Pero aun así nunca dejamos de ser lo que éramos, no abandonamos la humildad. Nunca nos creímos los dueños de la movida.

–¿Recordás el momento en que empezó el mito de “santa Gilda”?

–Han pasado cosas que no sé con qué relacionarlas, si fue ella o fue la música. Uno de los casos fue el de Laureano, un nene de nueve años que tenía un cáncer terminal y pidió escuchar a Gilda. Tenía su walkman y escuchaba nuestra música. Gilda fue a visitarlo y el chico salió de estar en coma. Tuvieron que ver las medicinas, el trabajo de los médicos, pero quieras o no comenzó a sanar cuando empezó a escuchar la música, y los mismos médicos le habían dado dos meses de vida. De ahí salió todo. Después, en un boliche cerca de Escobar, una nena en silla de ruedas pidió hablar con Gilda. Ella se acercó y le dio un beso. Al año apareció una mujer llorando en un show. Era la madre. Nunca me voy a olvidar de cómo lloraba. Ahí la empezó a nombrar como santa Gilda, porque la nena había sanado. A partir de entonces hacían cola en los recitales para que Gilda les tocara la cabeza. Ella no lo podía creer. Decía: “Yo no soy curandera, soy una simple mamá y me gusta la música”.

–¿Cómo era la relación entre ustedes, entre toda la banda?

–Éramos una familia. Yo fui el primero en casarme y los invité a todos: a los músicos, a los sonidistas, a los plomos. Vinieron con el colectivo, con el sonido y todo, porque me casé un miércoles, el jueves hicimos la fiesta y el viernes a la madrugada nos íbamos a Bolivia. Gilda me ofreció tocar en la fiesta, pero yo me di el lujo de decir que no, porque veníamos tocando todos los días. Estábamos muy cansados. Fuimos la única banda en meter 25 shows en un fin de semana, todavía tenemos el récord. Pero esa noche descansamos. Siempre digo que Gilda era como la mamá pata con sus patitos. Antes de salir al escenario nos contaba. Si no estábamos todos, no subía. Era un orgullo saber hasta dónde habíamos llegado juntos.

–Vos no estuviste en el accidente por una casualidad.

–Estábamos por viajar a Chajarí, Entre Ríos, y un viernes me asaltaron y me robaron la campera con el documento. En ese momento el trámite del documento tardaba. Como no podía viajar, lo único que se me ocurrió fue buscar a otro bajista. Contactamos a Gustavo Babini, que había tocado con Gilda en Crema Americana y tenía el mismo sistema callejero que yo, podíamos copiar 20 temas en dos fechas. Me quedé tocando en la banda de él, y él me cubrió. Después cada uno volvía a su grupo. En ese tiempo fue el accidente y Gustavo falleció. Cuando a ellos los velaron me sentí tan mal que no fui a ninguno de los velatorios. Hubo muchos, en distintos puntos del país, y yo me sentía mal espiritualmente, sentía que si iba a ver a uno y a otro no, se iban a enojar. Preferí recordarlos en vida.

Escrito por
Juan Funes
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