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Caras y Caretas

           

Redes de odio

La democratización de la palabra que suponen las redes sociales encuentra límites muy cercanos al advertir que nos movemos en guetos o islas virtuales de grupos afines y que los intercambios con otros se generan desde la violencia y el odio.

Por Antonio Colicigno y Mauro Brissio   

Las redes llegaron supuestamente para cambiar el proceso de comunicación, para que dejemos de ser simples receptores de los mensajes de los grandes medios de difusión y erigirnos en emisores, con formas particulares de ver y representar el mundo, cambiando de forma sustancial la relación que durante siglos existió con aquellos que eran los dueños de la palabra.   

Los grandes medios de masas del siglo XX, que podían contarse con los dedos de las manos, fueron reemplazados por las voces de millones de usuarios que conectados a las redes intensificaron los procesos de individuación, difuminando el sentido colectivo, con la clásica estandarización y homogeneización de la industria cultural para sentar las bases de las sociedades hiperfragmentadas que hoy caracterizan la época de la personalización.   

LA CIUDAD DE LOS GUETOS  

Sin embargo, en este proceso aparecen islas virtuales fragmentadas –como señala Eli Pariser–, con incapacidad de conexión, engendrando estancamiento e intolerancia, concibiendo grandes ciudades de guetos que están condenadas a no evolucionar ya que la comunicación entre ellas no existe.   

Lo único que circula y se desplaza entre estos guetos es el odio visceral que vemos a diario cuando ingresamos a las redes sociales, devenido el combustible que retroalimenta la representación del mundo de los usuarios que habitan en esos espacios. Frente a este fenómeno, el sociólogo español Manuel Castells sostiene que “aunque los medios de comunicación están interconectados a escala global, los programas y mensajes circulan en la red global, no estamos viviendo en una aldea global sino en chalecitos individuales, producidos a escala global y distribuidos localmente”.   

Si bien las personas se sienten a gusto y cognitivamente cómodas en los guetos, porque son los lugares donde la misma ideología es compartida por todos sus habitantes, esta personalización es la responsable de confinarnos en nichos informativos que impiden que podamos circular en la bastedad que nos ofrece el universo de la web y conocer gente extraña que no coincida con nuestra manera de pensar. 

En contraste, lo único que escuchamos –y vemos– entre un gueto y otro es violencia discursiva y simbólica, odio que crece y se expande. Esto se debe a que el algoritmo que habita en cada red social construyó una lógica que se retroalimenta endogámicamente, creando climas de opinión que polarizan fuertemente a la sociedad a partir de guerras dicotómicas, incentivando malestares sociales, frustraciones e incertidumbres responsables de boicotear los proyectos colectivos.    

LO COMUNITARIO COMO RESPUESTA 

Así como el algoritmo cada vez nos encierra más en mundos ajustados a nuestros gustos para que no salgamos de él y lo consumamos de forma ardua, sus habitantes tienen que ser capaces de entender que es necesario cambiar sus conductas y hábitos para evitar las consecuencias negativas vinculadas con la destrucción del tejido social de nuestra comunidad de valores.   

El individuo cada vez se encuentra con menor posibilidad de comunicación y más cercano a las distopías a las que tanto temían Aldous Huxley, Ray Bradbury y George Orwell. Por ello, necesitamos ciudadanos críticos de este sistema cibernético en el que vivimos. La ciudadanía responsable sin duda estará íntimamente relacionada con la construcción de sujetos que puedan reconstruir sentido a partir de entender los funcionamientos del propio sistema. La libertad pasará por esa construcción crítica; si no, corremos el riesgo de convertirnos en objetos pasivos, confundidos periódicamente por campañas manejadas por esos algoritmos, aunque gritemos libertad y nos quejemos cada vez que una norma sancionada no nos gusta, como si de golpe pretendiéramos convertirnos en soberanos individuales, una posición casi anarquista, deformada por un contenido ideológico bien distinto.    

En este sentido, romper con la lógica de la irracionalidad, la violencia discursiva y el odio es también retomar los cauces de los consensos, fortaleciendo el diálogo, las discusiones y los debates. Recomponer esos lazos implica poner foco en lo social, en los proyectos colectivos necesarios para vivir en los términos democráticos de una comunidad organizada.   

Sólo así se podrá volver a revalorizar la comunicación interpersonal, la popular, la local, la territorial que se genera en nuestras comunidades, la responsable de esos significados, símbolos y demás mensajes que circulan por fuera de esos climas de opinión pero que es, en definitiva, la agenda de lo local, eso que pasa pero que se desconoce porque quedó condenado al ostracismo del espacio virtual.     

Allí la comunicación existe y es una realidad. De hecho, ella tiene un rol fundamental en la educación, en la información, en la lucha por los derechos humanos y en la recomposición de esos lazos de solidaridad que el odio se ha encargado de destruir. Todo esto puede seguir siendo posible porque se ha generado una verdadera red social que permite ser alternativamente emisores y receptores.    

Posiblemente, lo comunitario sea la respuesta; no lo sabemos. De lo que sí estamos seguros es que después de haber experimentado la transición de una comunicación de masas del siglo XX –cuando existían millones de receptores y pocos emisores que monopolizaban la palabra– a otra en que gracias a las redes sociales infinitos usuarios pueden expresar su visión del mundo, pero confinados en islas virtuales fragmentadas en las que la comunicación es reemplazada por los insultos de aquellos que piensan distinto, sostenemos que la comunicación sigue siendo una deuda pendiente.

Quizá sea hora, entonces, de pensar en un esquema comunitario como el que se viene gestando casi en la clandestinidad desde hace décadas pero que aún continúa relegado de la agenda de la gestión estatal. Tal vez sea tiempo de pensar en una comunicación popular, incentivada por el Estado, fomentando espacios y voces diversas; tal vez sea tiempo de construir cotidianamente las alternativas; tal vez sea tiempo de apoyar concretamente este tipo de comunicación dejando, al menos en parte, el que aparece como único camino: seguir financiando a los que apuestan a la dicotomía, al odio, a un país empobrecido con sujetos pasivos y útiles a los poderes concentrados. 

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