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Caras y Caretas

           

LA SOBREVIVIENTE

Tuvo una vida feliz hasta que la dictadura se ensañó con su familia, y esa tragedia marcó el resto de sus días. La compañera de Oesterheld perdió a su esposo, a sus cuatro hijas y a dos de sus yernos. Desde Abuelas de Plaza de Mayo buscó sin éxito a dos nietos que podrían haber nacido en cautiverio.

“Mi nombre es Elsa Sánchez de Oesterheld y soy la mujer de Héctor Germán Oesterheld, conocido por todos sus trabajos de ciencia ficción”, dice la mujer mirando a cámara, cuando da testimonio para el Archivo Oral de Memoria Abierta. “Tuve cuatro hijas y llegué a tener dos nietos de las dos chicas mayores. En la época trágica de nuestro país eliminaron a mis cuatro hijas, a mi marido, a mis dos yernos y a dos nietitos que quedaron, porque dos de las chicas estaban embarazadas, de las cuales lamentablemente no pude saber nada”, añade. “Son nueve personas desaparecidas de mi familia. Me quedé sola con dos nietitos.”

Ni en su peor pesadilla, Elsa pensó que la tragedia iba a ceñirse así sobre su familia. Ni cuando murió su hermana Estela, de 16 años, por hepatitis. En su casa, todo se tiñó de tristeza. Y ella, que era alegre y extrovertida, empezó a asumir el carácter más sosegado de su hermana mayor. A los 17 años, por recomendación de amigos de la familia, la inscribieron en el Club de Arquitectura de Núñez. Allí conoció a un muchacho al que llamaban “Sócrates” por todo lo que sabía y estudiaba. A él le gustaba mucho el tenis. Ella prefería el aire libre.

Elsa y Héctor se enamoraron. Él, para entonces, ya escribía literatura infantil. Se casaron en 1947 en una iglesia del barrio de Belgrano, a unas pocas cuadras del Hospital Militar. La fiesta fue en la confitería Ritz. La primera hija, Estelita, llegó cinco años después. Al año siguiente nació Diana. Cuando cursaba el segundo embarazo, se mudaron a la casa de Beccar, donde Oesterheld escribió El Eternauta. Beatriz nació en 1955, el año en que fue derrocado Juan Domingo Perón, líder del movimiento al que ellos miraban con desconfianza. Dos años después llegó Marina.

CLANDESTINIDAD Y MUERTE

El corazón de Elsa se detuvo durante horas el 20 de junio de 1973, el día del regreso de Perón y de la masacre de Ezeiza. Las chicas y Héctor tardaron en volver. Discutieron fuerte. Esas diferencias se iban a profundizar con el correr de los meses. Con Héctor se vio por última vez a solas en una confitería del centro en diciembre de 1975. Él le dijo que no iba a volver a la casa. Eran tiempos de clandestinidad y huidas. No compartía la militancia de su familia –ella que tanto se había emocionado con la Cuba revolucionaria–. Sentía que su único deber era mantenerlos con vida. Después del golpe, le dijo a una de las chicas que estaban intentando frenar un tren que venía a toda velocidad con las manos. “Para mal de mi vida, la razón la tuve yo. Y para mal de todos.”

A Beatriz, la tercera de sus hijas, la vio el sábado 19 de junio de 1976 en la confitería del Jockey Club, frente a la estación de Martínez. Charlaron animadamente durante más de dos horas. La muchacha le dijo que tenía intención de desengancharse de la militancia y de estudiar Medicina. No quería una chapa fuera de la casa ni trabajar en un sanatorio. Quería irse a misionar. Pero, por alguna razón, a Elsa le dio una paz que se mantuvo durante todo ese fin de semana.

El lunes, cuando tomó el tren, un muchacho rubio se acercó. Le dijo que tenía que hablarle, que Beatriz no había regresado el sábado. Ese día arrancó su vía crucis. Recorrió comisarías, como otras madres. Apeló a amigos y a familiares. Su cuñado la llevó casi de noche a Campo de Mayo. Volvió cargando el terror en sus huesos. El 7 de julio recibió un llamado de la comisaría de Virreyes. El cuerpo de Beatriz estaba allí.

Al mes cayó Diana, su segunda hija. Vivía en Tucumán con su marido y su hijito de un año, y estaba embarazada de seis meses. Los consuegros de Elsa se ocuparon de recuperar al nene y sólo le contaron lo sucedido cuando lograron arrancarlo de la Casa Cuna de Tucumán y llevarlo a vivir con ellos. Pensaban que esa mujer ya no iba a resistir tanta tragedia.

Fue Marina, la más chica, quien la llamó para decirle: “A papá lo mataron”. Elsa se desesperó, le pidió que no dijera eso, que podía estar detenido. Supo después que había sido secuestrado en La Plata en abril de 1977. Marina también la llamó para decirle que se había puesto en pareja con un compañero. No le dijo que estuviera embarazada. Mary, la mujer que había trabajado siempre en la casa de los Oesterheld, la vio con su panza caminando por puente Saavedra y fue ella quien le dio la noticia a la madre.

El 14 de diciembre de ese año, todos los fantasmas de Elsa se materializaron. Entró a la casa de sus padres, adonde se había mudado después de un violento operativo en la casa de Beccar. La esperaba un militar. Le traía a Martín –o Miguelito, como lo llamaban entonces–. El chico, de tres años y medio, había estado con su abuelo en el centro clandestino El Vesubio, y Oesterheld les había dado la dirección para que lo devolvieran a la única sobreviviente de la familia. Era el hijo de Estelita, la mayor. Ella aún no había caído, pero sí había caído la casa en la que vivía. Un par de horas antes, Estelita le había dejado una carta en la que le contaba que Marina estaba desaparecida y le pedía que fuera fuerte.

Se juró conservar todo lo que tenía: su nieto y su trabajo. Se acercó a Abuelas tras el fin de la dictadura. En sus horas libres, iba a trabajar con las fichas de información. En su casa escondió todas las fotos. No quería que Martín le preguntara por los ausentes. Con los años, el chico le preguntó: “¿Nosotros tenemos desaparecidos en la familia?”.

La muerte la encontró a los 90 años, en 2015. Sintió muchas veces que la ficción que había habitado su hogar, que tan felices los había hecho, mutó en una ciencia ficción de la muerte y del desgarro. Pero también supo que no pudo con ella.

Escrito por
Luciana Bertoia
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