“Es sólo una cuestión de 45.000 kilómetros, 75 días y 4 horas hasta que esté de regreso”, se dijo mentalmente para darse ánimo al abordar el barco que partía del puerto de Hoboken (Nueva York) rumbo a Southampton (Inglaterra). Era el 14 de noviembre de 1889 y Nellie Bly se disponía a batir la marca de Phileas Fogg, el héroe de ficción de Julio Verne en su famosa novela La vuelta al mundo en 80 días. La ambiciosa idea que había nacido en una madrugada insomne, un año atrás, como una propuesta para el editor del New York World, periódico para el que trabajaba, comenzaba a correr contra el reloj. La incógnita era si lograría marcar el récord. “¡Sólo lleva un vestido!”, enunciaba el escueto despacho de su partida.
Mujer, sola, joven y periodista no eran condiciones fáciles de conjugar para un reto semejante, pero Nellie estaba convencida de algo: “Siempre encontraría hombres dispuestos a protegerme, ya sea estadounidenses, ingleses, franceses, alemanes o de cualquier otra nacionalidad”. Por eso, había desechado la compañía de una pistola para su pasaporte especial que llevaba la firma del secretario de Estado, James G. Blaine. En cambio, en su único equipaje de mano, además de varios conjuntos de ropa interior, una chaqueta liviana, dos gorros de viaje, varios velos, un número generoso de pañuelos, alfileres, agujas e hilos, tintero y papel para escribir, no faltaba un pote de crema hidratante, para que no le agrietara la piel de la cara en los climas tan variados que cruzaría.
Durante el bautismo marítimo en el “Augusta Victoria”, Nellie debió librar una primera prueba contra los mareos hasta estabilizar su estómago en alta mar y poder disfrutar de las delicias de la cocina como invitada en la mesa del capitán de abordo.

DESAFIANDO A JULIO VERNE
Tras un fugaz paso por Londres, cuyas prolijas arterias elude comparar con “las espantosas calles de Nueva York, aunque no estaba dispuesta a admitirlo”, Bly desvía parcialmente su férreo itinerario y resigna un par de noches de sueño (algo que le cuesta mucho, porque le gusta dormir hasta tarde) para conocer a Julio Verne, inspirador de la aventura y hombre célebre de su tiempo.
El escritor residía entonces en Amiens (120 kilómetros al norte de París) en compañía de su mujer y un gato de angora. La conversación tamizada por los oficios de un traductor (el corresponsal londinense del World) aborda naturalmente el tema del viaje de ficción, que surgió de la lectura de una noticia en un diario, y su correlato en la realidad geográfica de la época.
“El itinerario es ir de Nueva York a Londres, de ahí a Calais, Brindisi, Port Said, Ismailía, Suez, Adén, Colombo, Penang, Singapur, Hong Kong, Yokohama, San Francisco y nuevamente Nueva York”, ilustra Bly.
–¿Porque no va a Bombay, como lo hizo mi héroe Phileas Fogg? –se interesa Verne por ese cambio de escala.
–Porque estoy más ansiosa de ahorrar tiempo que de salvar a una viuda joven –responde, en alusión a un episodio de la novela.
–Tal vez salve a un viudo joven antes de su regreso –replica, condescendiente, y copa de vino mediante, promete aplaudirla con ambas manos si logra completar el viaje un día menos que los ochenta que le llevó a su personaje, porque dudaba de que pudiese cumplir el plazo previsto de 75 jornadas.
Nellie pasó como una exhalación casi sin ver una Italia extrañamente invadida por la niebla, pero aun así estuvo a punto de perder el barco que la trasladaría a Port Said (y hacer caer todas las combinaciones siguientes). Más adelante, se admiró de la belleza negra de las mujeres de Adén y se asombró de los prodigiosos buceadores de Ismailía. Demoró cinco largos días en Colombo, donde se hizo fanática del curry, el popular plato indio. Compró un mono en Singapur y pasó la Navidad en Cantón. Imbuida de orgullo patriótico de un país todavía poco conocido en el concierto internacional, no dejó de reconocer la devoción de los súbditos británicos por la institución monárquica y de envidiar su poderío y astucia para apropiarse de los mejores puertos del mundo. Comparó despreciativamente a los chinos con los japoneses, y valoró su espíritu progresista y abierto a las innovaciones positivas.
A la altura de Hong Kong, se enteró de que le había surgido una competidora. Avisado del anticipo de su partida, el editor del ascendente mensuario Cosmopolitan había seleccionado a una periodista de su staff, Elizabeth Bisland, para realizar el periplo, partiendo el mismo día, pero en sentido contrario, hacia el oeste.
“Sólo corro contra el tiempo”, se plantó la orgullosa Nellie, cuando tenía la presunción de que iba en desventaja.
Aunque finalmente no sólo cruzó la meta primero, sino que lo hizo tres días antes de lo previsto. Su arribo a Nueva York en tren fue apoteótico, saludada por una salva de cañonazos y la locura de una multitud que había ido a aclamarla como una auténtica heroína de la vida real, igual que venía sucediendo en cada estación desde que volvió a pisar suelo estadounidense en San Francisco.
Pero los honores no se vieron recompensados monetariamente. A pesar del aumento en la circulación y la increíble popularidad de un juego con los lectores para acertar la fecha y hora exacta de su llegada, a la dirección del periódico (que pertenecía a la cadena Pulitzer) no se le ocurrió ofrecerle ninguna bonificación extra.
Ofuscada por lo que consideró un destrato, Nellie Bly pegó un portazo. No era la primera vez que lo hacía.
QUIÉN FUE ESA CHICA
Previo a su desembarco en Nueva York, se había fogueado un par de años en un periódico de Pittsburgh (Pensilvania). Cuando el Pittsburgh Dispatch publicó un panfleto machista titulado “Para qué sirven las chicas”, recomendándoles mantenerse fieles a las labores domésticas y no aspirar a responsabilidades fuera del hogar, replicó con una carta de lectores firmada “La pequeña niña huérfana”, que atrajo la atención del editor de turno para convocarla a la redacción.
A fines del siglo XIX, se podía ser mujer y periodista. A condición que se ciñese a los tópicos considerados “femeninos”: moda, jardinería, sociedad. Pero Nellie, que en realidad se llamaba Elizabeth Cochran, y ayudaba a su madre separada de su segundo marido en el hospedaje familiar, se dedicó a denunciar las condiciones de trabajo de las proletarias en las fábricas de la ciudad, ganándose la simpatía del público y el enojo de los avisadores, que amenazaron con retirar la publicidad. Conclusión: desde la dirección del periódico le solicitaron… una reseña de jardinería, que ella entregó junto con su renuncia.
Sin embargo, siguió en contacto informal con el Dispatch. Puso proa a México y comenzó a enviar una serie de crónicas de viaje, que se fueron politizando en contra del régimen de Porfirio Díaz. Cuando el dictador mexicano se enteró de la existencia de esa quinta columna periodística, la vida de Nellie entró en zona de riesgo y debió pegar la vuelta. Sus relatos se compilaron posteriormente en el volumen Seis meses en México.

Ya en Nueva York, consiguió su primera asignatura en el World, infiltrándose en un asilo y escribiendo en primera persona las penurias de las internas. Sus artículos conmocionaron a la sociedad neoyorquina y obligaron a las autoridades a tomar cartas en el asunto, incrementando el presupuesto para la salud mental y mejorando las condiciones de internación.
Después de darse por despedida, Bly se dedicó a dar conferencias por todo el país contando su experiencia viajera y promocionando su libro La vuelta al mundo en 72 días (su competidora hizo lo propio, publicando En siete etapas. Un viaje volando alrededor del mundo). Las diferencias con la historia de Verne son obvias. En la ficción, la apuesta obra como un disparador para hilvanar una serie de episodios novelescos. El viaje de la cronista es un travelling de paisajes y personajes apenas esbozados, con un solo objetivo: llegar en tiempo y forma. Tampoco rescató a ningún viudo en apuros, aunque candidatos no le faltaron, alguno tan bizarro como para temer ser arrastrada de cubierta al fondo del mar…
Estaba trabajando otra vez en el diario cuando, en 1895, sorprendió con su casamiento con un conocido industrial de la época, Robert Seaman, dueño de una metalúrgica que fabricaba envases para leche, barriles y otros productos del rubro. Retirada del periodismo, Nellie tampoco fue la típica ama de casa. Se involucró en el negocio, patentando un envase de diseño propio. A la muerte de Seaman, tomó las riendas de la compañía y se convirtió en la mujer empresaria más importante del mundo, hasta que la metalúrgica se fue a pique como consecuencia de fraude interno y mala administración.
En la segunda década del siglo XX, de visita en Austria, asistió al estallido de la Primera Guerra Mundial y retomó su viejo oficio, convirtiéndose en la primera mujer estadounidense corresponsal desde el frente de batalla, escribiendo para el New York Evening Journal.
Concluido el conflicto, siguió entregando regularmente una columna firmada con su seudónimo marca registrada (inspirado en una popular canción de la época), hasta el día antes de su fallecimiento, por neumonía, el 27 de enero de 1922. Fue sepultada en un cementerio del Bronx, el mismo donde cinco años después llegó a reposar su antigua rival.