Federico Fellini dijo en algún momento que todo arte es autobiográfico y puede que haya algo de cierto en lo que respecta al cine, más si uno es capaz de rastrear las vidas que corren y transitan en medio de las filmaciones. Graciela Borges es una de las actrices más prolíficas del país, posiblemente la más reconocida en ese aspecto, y ha llevado a cabo una trayectoria que recorrió a muchos de los directores más influyentes de la cinematografía en la Argentina. De Fernando Ayala a Pablo Trapero, pasando por Torre Nilsson y Lucrecia Martel. Su vida entre los sets de filmación hizo que la cadena británica Film&Arts haya puesto su mirada en esas memorias vivas, que la actriz despliega en cuarenta podcast que recorren buena parte de los films que la transformaron en un símbolo del cine nacional.
Resplandeciente en sus papeles pero reservada en su intimidad, Borges no sólo ha mostrado su eclecticismo a lo largo de las décadas sino que ha sabido mimetizarse con las nuevas voces, a las que respeta y también apuesta, pero sin perder ese recuerdo latente de las experiencias que la fueron moldeando. En un contexto de complicaciones para el mundo audiovisual, con producciones reducidas, Graciela elige repensar su presente y tomarse un respiro del cine para explorar otras facetas, que igualmente implican un tratamiento de sus dotes artísticos, a través del reportaje y el testimonio que realiza en su programa de Radio Nacional, donde construye climas introspectivos con distintas personalidades del mundo artístico y cultural que van más allá del análisis estético y apelan al poder de la conversación.

–¿Dónde creció y cuáles son los primeros recuerdos que tiene de su infancia?
–En Buenos Aires, en Capital. La mayor parte de la infancia en una casa francesa muy linda que está al lado del Cine Gaumont, frente a la Plaza del Congreso. El recuerdo que dice mi madre que tiene –ella se separó de mi padre cuando yo tenía un año– es que la primera palabra que dije fue “luz”. Es curioso, porque es una palabra que amo, y es porque vi en ese momento las astas de la Confitería del Molino, que tenía muchos colores, un colorado precioso. Mi padre era un aviador, muy amado por sus alumnos cuando era instructor de aviación. Era un hombre espléndido, buen mozo. Muy especial, escuchaba mucha música y vivió durante años en Dolores. Mis hermanos nacieron allí. Uno de ellos murió hace poco, siendo muy joven. Después estuvo en Azul, yo lo iba a visitar a veces. Dolores es una ciudad que recuerdo con mucho cariño, también Azul, de cuando era realmente muy chica, tenía apenas nueve años.
–¿Y qué la llevó a ser actriz de tan joven?
–No me llevó nada. No pensaba que iba a ser actriz, empecé a estudiar declamación porque cuando iba al colegio Santa Unión de los Sagrados Corazones las monjas le decían a mi madre que yo era muy tímida y que no hablaba. Tenía un color de voz muy oscuro, casi como el de ahora. Y las chicas se reían mucho, porque era muy pálida y muy flaquita, entonces nos mandaron a declamación y me gustó. Después nos mandaron al teatro infantil Labardén. Mi compañera era Marilina Ross. Recuerdo que al Labardén lo dirigía el hijo de Alfonsina Storni, Alejandro, que era una persona maravillosa. Y allí seguí estudiando.
–¿Cómo fue su debut con Hugo del Carril?
–Todo lo que pasó con Hugo del Carril fue maravilloso. Fue a mi fiesta de quince años con su madre y su hermana. Era una persona que toda la familia amó mucho.
–¿Tuvo alguna participación en el escenario político?
–Nunca tuve ninguna participación en un escenario político, a pesar de que la política está impresa en nuestra vida: en la ropa, en lo que comemos, en lo que pensamos sobre los demás y sobre uno, en el colegio al que mandamos a nuestros hijos, en la forma en que pensamos cómo debemos vivir; todo eso es política. Pienso que me hubiera gustado estudiar ciencias políticas. Pero no estudié, por eso escucho, miro. Sigo mi camino paso a paso como cualquier día de la vida. Y por suerte sin esperar un resultado, que hasta ahora fue muy bueno en mí. Nunca tuve confrontaciones. Si bien no soy un ángel, tengo como cualquier persona mis “zonas miserables”, como dicea Norma Leandro, pero cada día intento ser mejor. No me conmueve nada, adoro mucho a mis compañeras. Me gustan mucho los actores argentinos, me parecen formidables. Cuando estaba trabajando en España, Victoria Abril muy graciosamente decía: “Borges, vosotros sois fenomenales, sois tan naturalistas como los ingleses y los americanos”. Y la verdad es que estoy muy orgullosa de lo que veo. A veces veo televisión y hay actores tan gloriosos que defienden un texto indefendible, un texto malísimo, y lo transforman. Se lo decía el otro día a Rita Cortese, que cuando ella aparece uno se olvida de qué pasa, uno sabe qué le pasa a ese personaje, qué siente, aunque las palabras no sean las que uno hubiera puesto en esa escena.
–¿El trabajo con Lucrecia Martel marcó un antes y un después en su carrera?
–El trabajo con Lucrecia Martel fue deslumbrante, no sé si marcó un antes y un después. No tengo idea de eso. Ella crea climas que no crea nadie. Creo que ha sido una maestría cada una de las películas que hice. Por ejemplo, Pobre mariposa, o alguna de las otras películas de Raúl (de la Torre), pero sobre todo esa, o Funes o El infierno tan temido, resultaron una época de actuación para mí que fue extraordinaria. Y con Lucrecia y el personaje de La ciénaga ensayamos intensamente. Los climas de la película los daba ella, porque una película es la cabeza del director. Fue maravilloso ver cómo brillaba, dentro de lo opaco del clima, el trabajo de Mercedes (Morán), de todos los actores. Una película muy intensa. Ensayamos mucho tiempo, no era fácil. Yo estaba desacostumbrada desde Heroína a ensayar los films. Y eso me parecía muy rico, porque si no, no se podía hacer. Uno tiene que ensayar, comprender el personaje, pensar cómo camina, cómo mira, cómo siente. Y un día uno se convierte en ese personaje. Lo que no me gusta es actuar de actuar, tengo la necesidad de sentir todo verdaderamente, con la intensidad que merece o la alegría que merece cada personaje. Cuando soy yo el personaje, el director puede agregar las escenas que quiera, que yo sé cómo mirará la mujer. Eso me pasó con la película de Trapero, que era un personaje siniestro, terrible, pero yo sabía cómo tenía que ser. Sabía que tenía que aceptarla porque si no la aceptaba, si de algún modo extraño en el fondo del alma la justificaba, iba a salir mal. Y me convertí en esa mujer. Lo mismo pasó con la película de Campanella, que fue un personaje muy tierno. Con La ciénaga vinieron del Corriere della Sera para verme un día, y me conmovió. Mandaron a un fotógrafo y un periodista, que me habló mucho de la película, más de la película él a mí que yo a él. Después lo leí, contaba que habían estado en la Argentina con Graciela Borges y no recuerdo si con Mercedes, y el título decía “La ciénaga, una película para la eternidad, casi tan difícil de ver como de hacer”. Me pareció perfecto.
–Fue dirigida por una generación de directores célebres, como Fernando Ayala, Leonardo Favio, Torre Nilsson, Raúl de la Torre, y en estos últimos años también trabajó con una nueva generación, como Martel, Pablo Trapero, Daniel Burman, Luis Ortega. ¿Hay algún punto de conexión entre estos diferentes momentos históricos del cine argentino?
–Como muy bien dicen, la conexión entre Ayala, el gran Favio, el gran Nilsson, el maravilloso Rául de la Torre hasta la maravillosa Lucrecia, Pablo Trapero, Burman y Ortega, que no puede ser más talentoso, es que más allá de que los tiempos cambien, lo que brilla y queda siempre es el talento. Hay muchos jóvenes directores. Y nadie quiere hacer una mala película. Esto es bueno explicarlo, porque cuando hay quejas y dicen “uy, no me gustó esto”, hay también un esnobismo torpe, que es el mismo que dice “no me gusta el cine argentino”. Y en el mundo nos consideran una de las cuatro o cinco mejores cinematografías. Es impresionante, lo he vivido en cada festival, cuando he sido presidenta de jurados, cuando he estado en cada parte. Y la verdad es que es un gran cine el argentino. Hay chicos jóvenes que no saben lo que quieren y la erran, y hay otros que son brillantes. Hay señores grandes que hacen cine y no me gustan, siento que están perimidos. Pero hay personajes de una edad sin límite, grandes y geniales directores, como era Demare, o Nilsson, que se colocó en el mejor momento de la nouvelle vague francesa. La conexión es el talento y nada va a mover eso.
–En teatro incursionó poco, ¿por qué?
–No hice poco teatro. Para la primera cosa que hice, cuando estaba terminando Una cita con la vida, me llamó Marcelo Lavalle, porque me conocía de muy chiquita, familiarmente. Me pidió que suplantara en el Teatro Candilejas a María Vaner haciendo El bosque petrificado, de Sherwood. Fue una cosa extraordinaria para mí. Lo hice y me fue muy bien. Después hice El don Juan, también una obra con Marzio que se llama Mi adorado embustero, que es de una película hecha por Dorothy Revier en el cine, un teatro más ligero. E hice un éxito muy grande en un verano en Mar del Plata, con Camero y una actriz divina, que he querido mucho, Rosa Rosen. Además, durante muchos años hice Cartas de amor, que es el personaje más maravilloso que tuve. Son cartas leídas por dos personas, desde la niñez, los cuatro o cinco años, hasta la muerte de uno de los personajes. Algo fantástico. Lo hice con Bebán, después con Luppi y luego con Alberto de Mendoza, durante tres años. Hablo de lo bueno, porque también hay muchas cosas que no me han gustado. Y está el espectáculo que hago de poesía y canciones, que hice durante cuatro años seguidos, con Adriana Barcia y un tiempo con Rita Cortese. Lo llevé por todo el país, fue muy importante para mí. Es lo único que volvería a hacer. No sé si tengo muchas ganas de hacer cine. Recibí libros nuevos. Ya se hizo una película a la que le dije que no, que no voy a nombrar porque no estaría bien. Es muy difícil volver a hacer cine, más con todos los personajes que hice, que han sido muy ricos. Pero ese espectáculo sí me gustaría volver a hacerlo, me encanta esa idea.
–¿Cómo surge este proyecto de podcast producido por Film&Arts? ¿Cómo la interpela repasar los años de su trayectoria y los cambios que fue viviendo en lo personal?
–Tengo un amigo que vive en Londres, un productor muy interesante que maneja el festival de cine de Shakespeare, que se llama Patricio Orozco. Él sabía que me gustaba mucho Film&Arts, es un canal que me encanta. Un día durante la pandemia me llamó y me dijo que los ingleses querían hacer una revisión de mi cine, que les parecía muy interesante hacer un especial de una hora y media. “Qué bueno”, le digo, porque adoro ese canal, tiene muy buenos reportajes. Algunos con actores deslumbrantes, que lo hacen muy bien, como el de Actor Studio. Les dije que lo hagan y me dijeron que para cada película me iban a mandar –ya que no nos podemos mover de nuestras casas– a alguien que me grabe para que hable de mis experiencias y recuerdos de cada una. “Uy, tantas”, dije yo. Entonces me dijeron que iban a poner la mayoría. Pero las películas no son sólo las películas, es la vida en las películas. Y no es sólo “nos fuimos a filmar con Favio a tal lado, él puso la cámara de tal forma, la primera noche fue tal escena”; es el clima, el timing, la alegría de la filmación, las frustraciones, lo que salió bien y salió mal. No sólo de esta película, de la vida. Tuve muchas enfermedades durante muchas películas. Cuando hice Zafra con Alfredo Alcón, que ha sido un compañero maravilloso, y con Atahualpa Yupanqui tuve tuberculosis. Era muy difícil filmar. Después estuve con bronquitis muy grave. Arriesgué mucho haciendo escenas que no debí haber hecho, pero que ahora me dan ternura y alegría. Porque fue mi vida, y es bueno haberlo hecho.
–¿Qué faceta suya descubrió en la radio?
–La radio es lo que más me gusta hacer. Me trae una suerte de libertad, de magia, de encantamiento. Tiene que ver con la soledad, aunque esté con otras personas uno sabe que está en ese espacio. Uno sabe que lo están escuchando mientras la gente hace cosas. Uno es libre. Nunca trabajé en una radio donde me prohibieran decir nada. Tengo mi programa en Radio Nacional los martes y miércoles de 11 a 12 de la noche. Y entrevistar gente es una maestría. Es tan interesante, tan profundo, tan lindo. Algunos programas salen mejor, otros no tanto, pero una sale siempre renacida, con una alegría tan grande. Por ahí no es alegría sino un gozo personal. Es difícil que vaya a un programa de televisión y esté cómoda, pero no es por los otros, es por mí. Soy muy tímida. Siempre me parece que no contesté lo que debía o lo que los otros esperaban. La radio no, la radio tiene que ver con la libertad; uno se siente tan bien saliendo en un programa de radio. Es como una recompensa. La radio no da dinero pero da algo tan genial, de creación, de libertad, de amor.
