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Caras y Caretas

           

EL LEGADO MARADONIANO

Diego fue mucho más que un gran jugador de fútbol. Aun en las mieles del éxito, representó los valores de los naides. Por eso su historia no termina con su muerte.

El inventario de la vida de Diego Maradona terminará de escribirse en cien años. Su muerte aún tiene la energía, poco habitual, de aquellas que actúan como miles de cajas que se abren y se abren y de cada una de ellas salen momentos increíbles. Una muerte convocante, podría decirse. De uno de los pocos seres que unificó al país tanto en momentos de una gigantesca felicidad como en instantes de gigantesca tristeza. Sus años, vividos intensamente desde la adolescencia, reflejaron más luces que sombras envueltas en una característica imborrable: cada día de Maradona parecía siempre distinto al anterior.

Simbolizado muy temprano en un número (desde pequeño firmaba con un autógrafo que llevaba un 10), en su espalda cargaba con la nota de la perfección que debía alcanzar las veinticuatro horas, estuviese donde estuviese. Con semejante exigencia, ¿qué valores tomaremos de quien cruzó este mundo como un idealista del fútbol y de la vida?

La huella maradoniana, expresada en la última página de su biografía Yo soy el Diego, fue clara: “Conté cosas, seguramente me olvidé de muchas otras, pero el mensaje es uno solo: voy a seguir diciendo la verdad hasta los últimos días. No voy a transar porque no me gusta la injusticia”.

Con el Che tatuado en su brazo derecho a los cuarenta años, algo de su reflexión puede atarse a una frase de Guevara en su despedida: “Sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo”. Diego pretendía eso, y quiso ser un poco así. Un Quijote.

EL MÁS HUMANOS DE LOS DIOSES

Lejos de ser un personaje simple, lejos de ser un ejemplo, el mundo lo respetó no tan sólo por su magia en una cancha sino por ser uno de los pocos deportistas megaestrellas que se rebeló ante el dedo injusto del poder. La FIFA, la AFA, Havelange, los Estados Unidos, Grondona, Macri, los neoliberales, la prensa careta, la Iglesia millonaria, el papa Juan Pablo II, los oligarcas, la oposición a los gobiernos populares latinoamericanos supieron de las agitadoras frases cuestionadoras de Diego.

Elevado a una categoría irreal (un sector del periodismo y de los hinchas no dejó de llamarlo “Dios”), pese a ello es difícil contradecir la explicación de Eduardo Galeano que calificaba a Maradona como el más humano de los dioses.

Pero lo cierto es que no lo fue. Así digan que el cerebro humano tiende a creer en divinidades, Diego no se la creía y mucho menos tenía preferencias morales de aquellas que condicionan nuestras vidas.

Hizo todo tipo de esfuerzos para autocriticarse y pedir perdón. He ahí otra virtud que no abunda en el mundo de los ídolos deportivos y de los otros. Nuestras complejas sociedades, siempre dispuestas a evaluar los comportamientos de los demás bajo la arbitrariedad de normas mayormente religiosas, nunca escuchan las transparentes palabras de quien pide disculpas. Maradona afrontó varias veces ese reto: con la droga, con su familia, con la dosificada violencia que ejerció. Murió atormentado por las reincidencias, el gran drama de los arrepentidos.

Su apabullante lucidez dentro de la cancha podría engrosar la lista de sus virtudes, pero a esta altura es preferible rememorar el espíritu solidario de quien jugó para que otros disfruten y también para que otros jueguen. Ese Maradona de espíritu colectivo, capaz de convertir en goleadores a futbolistas del montón, fue señalado por amigos y enemigos como jugador de equipo. El croata Davor Suker recordaba a cada instante que Diego le decía: “Simplemente corrés hacia el arco y yo te llevo la pelota exactamente donde la necesites”.

¿Será de aquella solidaridad futbolera que se infiere su solidaridad social? Por donde Diego pasó privilegió la mano tendida, a veces en forma material y otras de gestos únicos y silenciosos que los suyos y los extraños recibían. Cuando se proponía ser invisible, lo conseguía. Como su inhallable fotografía de la tarde lluviosa del jueves 21 de julio de 1994, cuando el más famoso jugador de fútbol del mundo se tapó bajo un paraguas negro para marchar junto a la multitud que repudió la voladura de la AMIA. Uno de los secretos más grandes del escaso anonimato que gozó, disfrutó y se guardó.

Fue un ser verdaderamente libre, aunque su imagen más vista sea la de un hombre atado por la fama y el acoso universal. Emocionalmente, no pudo resistir a estas dos últimas (como ningún ser humano podría), y aún pese a ello logró que sus proclamas y sus acciones no fueran gobernadas sino por el pensamiento del mismísimo Maradona. En las buenas y en las malas. Esos que dicen ahora “a Diego nadie le decía ‘no hagas eso’” poco saben de aquello que Maradona repetía cada vez que podía: “A mí me sacaron de Fiorito y me revolearon de una patada en el culo a la torre Eiffel. Me pidieron, me exigieron”. En ese entorno, jamás olvidó el origen proletario de sus padres, la realidad de clase social de sus hermanas y cuñados, y la opción por el pueblo más humilde. Así fue como el summum de las virtudes que los más pobres le adjudican va envuelto en una mezcla de bandera y sonrisas. Para ellas, para ellos, Diego defendió la celeste y blanca entero o roto y permitió que en cada casa marginada ingresara la misma alegría que sentían los habitantes de las mansiones oligarcas. Era sentir la igualdad en un breve instante inimaginable. Con una diferencia: Diego era de los suyos.

Vale la pena el seguimiento de estos días, y de los que vendrán, de las infinitas horas de un Maradona que aparece honesto, villano, culpable, inocente, legal, ilegal, imitable, falible.

Sí, es cierto, otro Maradona era posible. ¿Pero ya no les parece demasiado pedir?

Escrito por
Pablo Llonto
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