A mi madre y a todas las madres
Soy una mujer, y me doy a luz, escribe contundente la poeta estadounidense Adrienne Rich. Y en el corazón de la frase respira el paroxismo de la maternidad: darse vida a una misma como el gesto gestante más alto. De ahí en más, revisar herencias y devenires para corroborar, finalmente, que existe una circularidad abierta en toda mujer: “Por el Monte de las Ánimas, va/ una madre con sus hijas, llevando/ las cenizas de su madre. La que ha muerto/ amaba las cascadas, las flores amarillas,/ las retamas. Hacia allá la llevan/ las tres, hacia el nacimiento/ del agua, la esparcen/ para que fluya.”
Este poema, que podría concebirse como una foto preciosa tarareando la escena de la continuidad en la despedida, pertenece a la escritora cordobesa María Teresa Andruetto (Arroyo Cabral, 1954), quien no ha podido desprenderse –incluso más allá de su voluntad– del entramado complejo de las maternidades. Tanto en su obra narrativa como poética, esas mujeres hijas, madres, abuelas circulan como personajes decisivos marcando el ritmo de la existencia en el lenguaje.
Son varios sus títulos, aunque hay dos, específicamente, que abordan el tema de una manera compacta e ineludible: la novela Lengua madre y el poemario Cleofé, incluido en Poesía reunida (Ediciones en Danza, 2019). En ambos trabajos, madres, hijas y abuelas confirman la vitalidad y la esencia de esta circularidad abierta de las maternidades plagadas de luces y de sombras, de ahogo y respiración.
–En “Mujer colgada al cuello”, la primera parte de Cleofé, hay un poema que hace referencia a ese coro de mujeres que, de alguna manera, formaron parte de la crianza de una hija. “Aprendí mucho de ellas, dice mi hija/ por teléfono y comienza a nombrar a abuelas, madres, tías (…) brotan sus nombres en el teléfono,/ mientras la niña tapa con balbuceos/ su voz de madre. Y entonces ya no escucho/ sino a esa niña que habla con la fuerza/ de lo que nace, como debe ser.”
–Seguramente en la creación de ese poema confluyen varias historias que han atravesado mi vida. La abuela paterna de mis hijas dio a luz al padre de mis hijas, siendo ella muy jovencita. Por lo tanto, sus hermanas, que eran más grandes, y su madre, es decir tías y abuela, se ocuparon en gran medida de la crianza de ese niño. Esas mismas tías fueron muy cercanas a mis hijas cuando ellas eran pequeñas. Y en ese poema recreo un diálogo real que mantuve con una de mis hijas que es madre. También yo he sido muy cercana a las hijas de mi hermana, que murió muy joven. De ellas se hizo cargo su abuela paterna porque el padre no podía ocuparse. Y yo hice alianza con ella para estar cerca de mis sobrinas. Hace poco, hablaba con una madre joven que me dijo algo que me hizo pensar en estas mujeres. Me dijo: “Yo crio a mis hijas con una maternidad coral, mis amigas, mi hermana, mi madre, yo…”. Esa idea de la maternidad coral de la que en esos tiempos no se hablaba, aunque existiera, forma parte de cómo se entienden hoy las maternidades.
–Escritura y maternidad parecerían andar muy juntas en tu vida: coinciden, se ensamblan, se nutren mutuamente.
–Es cierto. Una no es consciente de ese imaginario en el momento de creación, y lo puede ver después. Mientras mi mamá se iba hundiendo en la demencia y yo trabajaba en Cleofé –su nombre real–, fui abuela por primera vez: mi hija Josefina dio a luz a su primera hija, en la misma edad en la que yo fui madre de ella. Por otro lado, empecé a escribir deseando un lector, por decirlo de alguna manera, junto con el ser madre, cuando nació Juana, mi primera hija. Cuatro meses después de parir, me diagnosticaron un cáncer de cuello de útero. Tenía 28 años. Y apareció el miedo a morir. Me operaron y muy lentamente fui recuperándome. Durante ese período en el que requerí ayuda y cuidados, estuvimos primero en casa de mis padres y luego con las tías del padre de mis hijas –esas tías de las que hablé antes. Y ahí empecé a escribir mi primera novela, Tama, que se publicó recién en el 93.
–Y casi 25 años más tarde te embarcaste en Cleofé, que dividiste en dos partes. Diría que la segunda, “Conversaciones con mi madre”, arriesga una propuesta singular. Son poemas que se construyen a dos voces: la de una madre que va perdiendo el hilo del sentido y, sin embargo, lo que dice deja entrever una sabiduría dislocada en honor a la poesía, y la voz de una hija que intenta asir ese discurso y le ofrece red, sostén, hasta que deja que el lenguaje se desprenda y se esfume, amorosamente.
–Fue un trabajo muy hondo para mí. Mi madre tenía una vinculación muy fuerte con la lengua, una cosa de mucho disfrute. Y algo de eso permanecía durante ese proceso de senilidad que duró cinco años. Nosotras hemos tenido una relación de mucha palabra e intensidad. Quien ha vivido cerca de personas que están así sabe que en medio del palabrerío y del barullo aparecen cosas que son de una sabiduría honda, y afloran así. Ahora bien, yo he hecho una edición de la palabra de mi madre. Tomando esos relámpagos, moviéndolos de lugar, acomodándolos, puliéndolos. Y sí inventé, recreé la palabra de la hija que sostiene. Yo lo siento como un trabajo de edición de la palabra loca de mi mamá. Antes de eso, ella había sido rebelde, peleadora, irreverente, le encantaba decir cosas que incomodaran a los otros. Incluso era crítica con su propia madre; en una época en la que una hija no se permitía decir nada malo sobre su madre, mi mamá lo hacía con desparpajo. Pero cuando empezó con el Alzheimer se dulcificó. En nuestra relación, en medio de la tristeza que me causaba verla deteriorarse, se produjo una corriente amorosa que fue muy compensatoria.
–Transpira tu escritura una cierta nostalgia que, entiendo, proviene de la infancia, el momento de la absorción y la fragilidad, el momento en el que lo que inocula en uno hace su trabajo fino y deja secuelas imperceptibles, pero que saldrán a la luz, de un modo u otro, en la vida adulta.
–Aunque la mía fue una infancia cubierta, porque si bien éramos una familia con recursos apretados, nunca faltó lo esencial, sí diría que hay una nostalgia heredada. Un poco por mi sensibilidad y otro por el contexto del que venía: mi papá, piamontés, partisano, había atravesado la guerra y había llegado exiliado a la Argentina y sí, había una nostalgia… Pero pienso que mi mamá, que arrastraba también una vida difícil, compensaba con su vitalidad la tristeza de mi papá. Y se ve que yo fui sensible a eso y a una temprana percepción de la muerte que me marcó. Y había como un tedio, en esa vida de pueblo, también, una pátina de tristeza que la lectura y los libros compensaron.
–En Lengua madre (Mondadori, 2010) esa sensación de nostalgia es flagrante. En la medida que avanza, la novela va alumbrando la recomposición de un vínculo entre madre e hija que, al comienzo, parecería algo perdido y, en algún lugar, lo es. Sin embargo, la hija, criada por sus abuelos porque había nacido en cautiverio durante la dictadura, recién a sus 30 años lee por primera vez las cartas que le dejó su madre que, aunque sobrevivió a la represión, acaba de morir de un cáncer. Esa hija, entonces, empieza a comprender, a despejar las emociones turbias que todavía la acompañan, a desandar la soledad y a unir las piezas sueltas de esas vidas rotas que la han conformado. Ya no hay a quién culpar. ¿Esa desarticulación de lo maniqueo y la instalación de lo ambiguo como propuesta narrativa es un gesto deliberado?
–Hay cosas que se escapan a uno mientras escribe. Pero esto sí te diría que está en el proyecto de escritura, y no sólo en este asunto. Esas zonas más ambiguas son las que me interesa trabajar; ese algo que no es decididamente de una forma o de otra. Quiénes son los responsables de lo que le tocó en suerte a esa hija… Diría que un poco esa vida, un poco los abuelos con esa apropiación afectiva, un poco las condiciones del país, un poco la niña misma que no quiere irse con su madre una vez que sale de la clandestinidad, porque fue criada hasta los siete años por esos abuelos. Esa complejidad de lo humano, digamos.
–¿Y esa abuela, la autora de la mayoría de las cartas que van revelando los hechos, está inspirada en algún rasgo de tu madre?
–En las cartas que mi madre me enviaba, cuando yo vivía en Trelew, durante la época de la dictadura. Me había recibido en la carrera de Letras antes del golpe y como había tenido una militancia universitaria, me fui al sur, para protegerme. Mi madre me mandaba cartas a través de un camión que transportaba ataúdes desde nuestro pueblo, donde está todavía la fábrica, y los repartía por el país. Cuando me mudé a la casa en la que vivo ahora, mientras desarmaba cajas y acomodaba la biblioteca, encontré dentro de un libro dos cartas de mi mamá de aquella época. Y sí, marcaron el estilo de las cartas de esa abuela. Y entonces apareció el recuerdo. Y me vi a mí misma: una mujer joven leyendo las cartas de su madre.