La imagen cinematográfica y televisiva más perdurable del personaje gay es la de la marica o la loca. Desde “Pocholo” –Hómero Cárpena en la película Los tres berretines (Susini, 1933)– pasando por las comedias populares protagonizadas por Luis Sandrini, Los Cinco Grandes del Buen Humor y Niní Marshall, hasta las películas y programas de TV del dúo Porcel-Olmedo y de Guillermo Francella, entre otros. La marica tiene siempre los mismos atributos: es afeminada, no se explicitan pero se deducen sus gustos sexuales y es tolerada siempre que adopte roles subalternos o socialmente asignados a la mujer (mayordomos, coristas, vendedores de lencería, etcétera).
Militantes e intelectuales tuvieron largas discusiones sobre si era mejor la invisibilidad o aquella visibilidad a costa del estereotipo burlón. Sin embargo, aunque muchas veces creadas por mentes homofóbicas, las maricas de la ficción frecuentemente resultaron entrañables. De entre ellas, “Huguito Araña”, del ciclo humorístico Matrimonios y algo más, fue uno de los íconos más populares. Algo de subversivo habría en sus gestos provocadores, ya que a pesar de estar interpretado por el heterosexual Hugo Arana, en
1982 la producción del programa recibió un tirón de orejas de las autoridades militares y obligaron a “Huguito” a casarse con una mujer.
Por su parte, la representación fílmica de lesbianas nace en el subgénero policial del cine de cárcel de mujeres, en Mujeres en sombra (Catrani, 1951) y Deshonra (Tinayre, 1952). Como señala Fernando Martín Peña, parece haber en ellas una pedagogía moralizante: si la mujer es lesbiana merece estar tras las rejas. Estas ficciones fundantes serían orientadoras y tendrán larga vida en Las procesadas (Carreras, 1975), Atrapadas (Di Salvo, 1984) y Correccional de mujeres (Vieyra, 1986).
Lejos de constituirse en identidades, las y los travestis fueron invisibilizados. Sirvieron como objetos para hacer reír en el cuerpo de hombres que se travisten ocasional y contingentemente (Olmedo y Porcel, por ejemplo). Pero cuando las mujeres se travestían de varón –con excepciones, como la conservadora Mi novia el… (Salaberry, 1975)– constituyeron formidables transgresiones de género. Ejemplo de esto son La Raulito (Murúa, 1975) o Vidalita (Saslavsky, 1949), donde el personaje interpretado por Mirtha Legrand es una mujer que, travestida de gaucho, logra enamorar al capitán del fortín, y este está dispuesto a casarse sin saber si “ella” es varón o mujer. No se volvió a hacer algo tan subversivo en multiplicidad de géneros al menos hasta la serie televisiva Lalola (2007), donde merced a un maleficio, un hombre machista se metamorfosea en una mujer hermosa y se ve obligado a menstruar, usar tacos y hasta a copular con Luciano Castro.
DEUDAS PENDIENTES
Salvo estas metáforas alusivas, las identidades cuyo género autopercibido no coincide con el biológico recién se abordarán de manera explícita en la novela Cien días para enamorarse, donde una adolescente nacida mujer se autopercibe varón. Una deuda pendiente es la representación de identidades intersex, demasiado anclada en lo biológico en películas pioneras como XXY (Puenzo, 2007) y que mejora la puntería en El último verano de la boyita (Solomonoff, 2009).
De lo que no estuvieron a salvo las representaciones masivas de gays, lesbianas y travestis es de circunscribirse a espacios sórdidos ligados con la criminalidad, en películas tales como Extraña ternura (Tinayre, 1964) e incluso Plata quemada (Piñeyro, 2001). En estas como en prematuras obras de teatro, como Los invertidos (1914), de José González Castillo, el destino ejemplar para los amantes del mismo sexo era la tragedia, la muerte temprana, el asesinato, la enfermedad mortal (el sida en la telenovela Celeste siempre Celeste) o el suicidio. El imaginario social parecía no admitir la dicha para los del mismo sexo aun en series como Verdad/consecuencia (1998), donde los amantes varones, si bien personajes positivos, terminan separados por la muerte. Hubo que esperar tiempos más felices para los gays, lesbianas y travestis de la mano de cineastas como Marco Berger, dramaturgos como José María Muscari (Shangay, 2004) y Darío Cortés (Desmesura, 2011), las mujeres enamoradas de las películas Leonera (2008) y La quietud (2018), de Pablo Trapero, y los romances televisivos de Ricky y Tadeo en Verano del 98, de Junior y Blas en Simona y de la travesti Laisa (interpretada por Florencia de la V) en Los Roldán.
BESOS PROHIBIDOS
“La gente puede tolerar a dos homosexuales a los que ve irse juntos a la cama, pero si al día siguiente están sonrientes, cogidos de la mano y abrazados, entonces no tienen perdón”. Quizá estas palabras de Michel Foucault resulten iluminadoras respecto de la reticencia a mostrar imágenes que revelen dulzura entre dos hombres, dos mujeres, travestis o intersexuales. Para el caso de las sexualidades diversas, un beso puede resultar más subversivo que el acto sexual. Sólo basta recordar la ausencia de mimos en Adiós, Roberto (la primera película centrada en una historia de amor gay); las repercusiones mediáticas del tímido “pico” de Gerardo Romano y Rodolfo Ranni en Zona de riesgo (1992); las “escandalosas” imágenes de la portada del disco Mujer contra mujer, de Celeste Carballo y Sandra Mihanovich (1990) y el miedo de Susana Giménez de que se partieran la boca cuando fueron a su programa, o la pudorosa copa de vino que se interpone en la cámara para no mostrar el beso entre los amantes varones en Otra historia de amor (Ortiz de Zárate, 1986).
Las repercusiones continuaron en pleno siglo XXI, cuando Nicolás Repetto se besó levemente con Julio Chávez en Farsantes (2013). Parecería que un beso entre varones socava los valores asociados a la masculinidad y la base de la dominación patriarcal. Por eso esperamos el momento en que el estanciero (Juan Minujín) se besara y hasta se casara con el petisero en el capítulo final de Viudas e hijos del rock and roll (2014).
En esta lucha contra las sociedades patriarcales, uno de los grandes temas y debates ausentes en la ficción es, sin duda, el del aborto. Salvo escasas representaciones, como la denuncia a las humillaciones y los riesgos del aborto clandestino en una escena de Los traidores (Gleyzer, 1973), no surge un personaje positivo que se plantee la posibilidad de abortar. Ni siquiera el personaje de Luisa Kuliok en la telenovela Venganza de mujer (1986) tras haber sido abusada por cuatro hombres. El hito conservador se lo lleva Alberto Migré, quien en la segunda temporada de uno de los mayores éxitos televisivos argentinos, Rolando Rivas, taxista (1973), con la intención de manchar ominosamente la salida de su protagonista femenina y de que los televidentes la olviden odiosamente, le hace cometer el pecado más imperdonable: abortar el futuro hijo del hombre que ama.