Hace 120 años, bajo la conjunción de los planetas Saturno y Mercurio, nacía Roberto Arlt. Fue el 26 de abril de 1900, en La Piedad 677, hoy llamada Bartolomé Mitre, a las once de la noche, y no el 7 de abril, como afirmó en una autobiografía publicada en 1929. Su nombre, según consta en la partida de nacimiento, fue Roberto Arlt, aunque firmó sus primeros textos y autobiografías como Roberto Godofredo Christophersen Arlt. Su nombre fue Roberto Arlt, aunque hoy sabemos, gracias al hallazgo de Roberto Colimodio Galloso, que su nombre de pila, el que figura en la partida de bautismo, fue Roberto Emilio Gofredo. El Godofredo, con errata en la partida, fue elegido por su madre “por leer La Jerusalén libertada de Torcuato Tasso”; del Emilio no teníamos ni noticias; el Christophersen, pura invención.
Esta inestabilidad del nombre propio, que la errata no hace sino subrayar, da cuenta de la inestabilidad de un punto de partida desde el cual el escritor, periodista, dramaturgo, cronista e inventor Roberto Arlt pudo, y supo, construir una imagen pública, una trayectoria y una identidad. En los comienzos de esa construcción pública está, precisamente, el juego, el señalamiento, la puesta en cuestión del nombre propio. En marzo de 1929, cuando todavía era un joven periodista de origen inmigratorio, sin más antecedentes literarios que una primera novela publicada, Arlt reflexiona sobre las dificultades de acceso al mundo de la literatura de quienes, como él, no tenían como credenciales de ingreso ni un pasado nacional ni una tradición familiar. Y lo hace a través del cuestionamiento de su apellido: en la aguafuerte porteña “Yo no tengo la culpa”, Arlt lo describe como esas “inexpresivas cuatro letras”, esa “vocal y tres consonantes”, “eso” difícil de pronunciar y vaciado de toda legitimación social, que señala, y subraya, la inestabilidad del nombre propio: “Los líos que suscitaba mi apellido, cuando yo era un párvulo angelical, se producen ahora que tengo barbas y ‘veintiocho septiembres’, como dice la que sabe quién soy yo ‘a través de su Arlt’. Y a mí, me revienta esto. Me revienta porque tengo el mal gusto de estar encantadísimo con ser Roberto Arlt. Cierto es que preferiría llamarme Pierpont Morgan o Henry Ford o Edison o cualquier otro ‘eso’, de esos; pero en la material imposibilidad de transformarme a mi gusto, opto por acostumbrarme a mi apellido (…) En cuanto a llamarme así, insisto: yo no tengo la culpa”.
DE PROFESIÓN ESCRITOR
Con el desparpajo irreverente de los jóvenes que no tienen nada que perder, Arlt supo construir muy tempranamente una imagen pública de escritor disruptivo y periodista discordante para consolidar su lugar en la literatura argentina. Porque ser escritor y hacer de la escritura una profesión no fueron tareas fáciles. Hijo de padres inmigrantes en una casa de barrio donde no se hablaba castellano, Arlt vivió en Flores, donde cursó sus estudios primarios y dio sus primeros pasos literarios: a los ocho años, le vendió su primer cuento a un “distinguido vecino de Flores”, por cinco pesos, y a los dieciocho publicó, gracias a otro vecino de Flores, el escritor y periodista Juan José de Soiza Reilly, su primer relato, “Jehová”, en la Revista Popular. En esas mismas calles se sitúa la acción de su primera novela, El juguete rabioso, de 1926, donde un joven Silvio Astier lee folletines y sueña con ser “un bandido de alta escuela”, un inventor como Edison o un escritor como Baudelaire; la primera gran novela con la que Arlt inaugura la narrativa urbana moderna en la Argentina.
Después de un breve paso como cronista policial del diario Crítica, en mayo de 1928 Arlt ingresa en El Mundo, el matutino para el que escribió sus célebres Aguafuertes porteñas, sus relatos de viaje, críticas de cine y teatro, crónicas periodísticas, hasta su muerte, en julio de 1942. Lejos de la fugacidad en las que fueron pensadas, en esas crónicas que Arlt escribió en la redacción del diario, en la mesa de un bar, a bordo de un barco o al ritmo del traqueteo de un tren, leemos, todavía hoy, una reflexión particularmente aguda sobre las luces y sombras de los procesos de modernización acelerada, sobre los efectos urbanos y culturales de esa modernización, sobre los usos y costumbres de una sociedad en la que inmigrantes y criollos disputan el contorno de una nueva identidad nacional. Por eso, esas crónicas pueden ser leídas, también, como el espacio en el que Arlt ensayó diversas modalidades de escribir el idioma de los argentinos y los tonos de la oralidad porteña, en una mezcla única de citas literarias, voces de la calle, referencias científicas y frases hechas. Lo novedoso de esas notas periodísticas –como también de sus novelas y sus obras teatrales– reside en ese cruce irreverente de lo popular urbano y la literatura, del imaginario aprendido en los manuales de física y los relatos esotéricos, de la sintaxis periodística y la desprolijidad plebeya.
LA CONSAGRACIÓN
Si con las peripecias de Silvio Astier en El juguete rabioso nace la novela moderna en la Argentina, con la publicación de Los siete locos, en 1929 –novela que obtiene el tercer premio en el Concurso Municipal de Literatura–, y su continuación, Los lanzallamas, en 1931, Arlt se convierte, decididamente, en uno de los clásicos de la literatura argentina. Las “Palabras de autor” que anteceden las páginas de Los lanzallamas exhiben su programa literario y proponen una literatura violenta, concebida en la confrontación: “El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un ‘cross’ a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y ‘que los eunucos bufen’. El porvenir es triunfalmente nuestro. Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la ‘Underwood’, que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora”.
Con la publicación de El amor brujo, en 1932, Arlt cierra su ciclo novelístico. Si algo caracteriza a sus cuatro novelas es la incorporación desmesurada de circunstancias históricas, políticas, sociales y culturales, que dan cuenta de la sociedad inestable y en crisis de finales de los años 20 y comienzos de los 30. Las novelas de Arlt introducen la discusión sobre diferentes modelos del orden social –como el fascismo o el comunismo–, sobre los modos de alterar las relaciones entre el poder y el saber, sobre los cambios violentos que producen la modernización y sus efectos sobre la subjetividad del hombre moderno; y lo hacen desde las perspectivas distorsionadas de un loco, de un delirante, de un visionario; esto es: subjetividades fracturadas. Con estas perspectivas, las novelas de Arlt ponen en cuestión la imagen del período consolidada por interpretaciones historiográficas y críticas donde predominan los fenómenos de integración social, la modernización material y la constitución de una “nueva modernidad”, al presentar representaciones de distintas formas de la violencia política y subjetividades fracturadas por el aislamiento, el anonimato y la masificación producidos por esa misma modernización.
EL TEATRO Y LA POLÍTICA
Cerrado el ciclo novelístico, sus intereses literarios cambian: si bien continuó escribiendo cuentos, que se publicaron en Mundo Argentino y El Hogar (algunos de los cuales fueron recopilados en El jorobadito, en 1933, y El criador de gorilas, en 1941), a mediados de 1931 descubre el teatro de la mano de Leónidas Barletta, quien lo convoca a participar de su recientemente fundado Teatro del Pueblo, primera experiencia exitosa de teatro independiente en la Argentina. En este marco, Arlt escribe un conjunto de piezas dramáticas que se inició en 1932 con 300 millones, basada, como él mismo explica en el prólogo de su edición, en un suceso real –el suicidio de una joven sirvienta española– que presenció una mañana de septiembre de 1927 cuando era cronista policial del diario Crítica. A esta obra le siguieron Saverio, el cruel (1936), El fabricante de fantasmas (1936), La isla desierta (1937), África (1938), La fiesta del hierro (1940) y El desierto entra a la ciudad (1942); todas ellas –salvo El fabricante de fantasmas– fueron estrenadas en el Teatro del Pueblo.
A su vez, los años 30 constituyen un viraje en la trayectoria literaria y política de Arlt. En 1932, integra el staff de redacción de dos publicaciones vinculadas con el Partido Comunista Argentino, Bandera Roja y Actualidad. En Actualidad, la revista dirigida en su primera etapa por el escritor Elías Castelnuovo, Arlt encuentra un espacio de militancia y participa en la formación de la Unión de Escritores Proletarios, cuyos objetivos principales eran la defensa de la Unión Soviética y la lucha contra la guerra imperialista, el fascismo y el socialfascismo. “Cuando organizamos la Unión de Escritores Proletarios –recuerda Castelnuovo en sus Memorias–, firmamos juntos los términos de la convocatoria que se dio a publicidad. Entonces, estuvo a punto de ingresar al Partido Comunista. Pese a su radicalismo ideológico, su ideología, no obstante, era bastante confusa. Pero como había sufrido los sinsabores de la pobreza y del trabajo manual, su sentido de clase no participaba de la confusión de sus ideas. Era claro e irreversible. Más que aguardar, soñaba con la hora de los pueblos”. En Actualidad, Arlt escribe, por primera vez, notas vinculadas con el mundo obrero, en las que describe la huelga en los frigoríficos de Avellaneda, las viviendas de los desocupados en Puerto Nuevo, las condiciones de explotación de hombres y mujeres pobres y empobrecidos. En Bandera Roja, en cambio, interviene en una álgida discusión ideológica sobre el marxismo y los sectores populares con Rodolfo Ghioldi, director del periódico, y pronto abandona (o es invitado a abandonar) sus páginas. Aun así, publicará algunos artículos en revistas de izquierda, como Argentina Libre.
CRONISTA TROTAMUNDOS
Es también en los años 30 cuando Arlt se convierte en cronista viajero. Su primer viaje fuera del país lo lleva a Uruguay y a Brasil, en una gira que contemplaba inicialmente un recorrido que incluía Colombia, las Guayanas, tal vez Ecuador, pero que fue suspendida cuando Arlt tuvo que volver a la Argentina para recibir el tercer premio del Concurso Municipal de Literatura, en mayo de 1930, por su novela Los siete locos. En agosto de 1933, recorre el litoral argentino en un barco de carga. Con su máquina de escribir portátil y una maleta liviana, Arlt navega por el río Paraná y recorre, a pie o en micro, las ciudades en las cuales el barco detiene su marcha: Rosario, entrevista en una rápida caminata por las zonas aledañas al puerto; Paraná, una “ciudad de porcelana” en la que permanece cuatro días; Santa Fe, de la que no escribe ni una línea; Hernandarias; La Paz; Reconquista; Barranqueras, la que tiene “cafés con luces encendidas y una sola calle asfaltada”; Resistencia, la “ciudad de cine” que lo deslumbra; Corrientes, ese “desierto de cemento y ladrillo” que agobia, y, como final de viaje, Bella Vista, en Chaco. El relato del viaje se diversifica, entonces, en varias líneas narrativas: a veces, Arlt se entretiene en contar cómo funciona el trabajo de la tripulación del buque y los incidentes de la navegación; en otros momentos describe la costa y los diferentes escenarios fluviales que observa a lo largo del recorrido; en las detenciones del barco, se mezcla con la gente, escucha historias ajenas e intenta captar, en períodos muy cortos los rasgos más característicos de cada lugar. Al año siguiente, con una máquina de fotos Kodak, un saco de cuero y una pistola automática, realiza una gira periodística por las provincias de Río Negro y Neuquén; las notas se publican entre el 11 de enero y el 19 de febrero de 1934 bajo el título “Aguafuertes patagónicas”.
Pero su gran viaje es otro y dura más de un año: en febrero de 1935 parte hacia Europa, donde recorre toda España y algunas ciudades del norte de África, asistiendo a la intensidad y a la violencia de un país al borde del estallido de la guerra civil y de un norte africano saturado de espías y agentes internacionales. Las doscientas veinte aguafuertes españolas y africanas que se publican en El Mundo, entre el 25 de febrero de 1935 y el 22 de julio de 1936, se encuentran entre lo mejor que Arlt escribe en los años 30. En Andalucía, Marruecos, Galicia, Asturias, el País Vasco o Madrid, Arlt se entremezcla con hombres y mujeres para compartir con ellos sus fiestas populares y sus actividades; escucha sus anécdotas en bares, calles y cafés; reconstruye el panorama de lo que está sucediendo en un país conmovido por la intensidad del conflicto político e ideológico que estallaría dos meses después del regreso de Arlt a la Argentina. Arlt se maravilla por la calidez del pueblo español, pero se asombra ante la miseria de los barrios pobres y la cantidad de desocupados que pueblan las calles; arma el cuadro económico de la península e intenta comprender una situación política que se presenta turbulenta y próxima a estallar. Las fiestas religiosas, el panorama cultural, los movimientos nacionalistas e independentistas, el problema agrario, junto con la descripción de monumentos, iglesias y ciudades: todos los tópicos de una España atravesada por una fuerte crisis política y social son los universos por los cuales Arlt transita intentando encontrar respuestas y previendo la catástrofe.
Desde cada ciudad, desde cada pueblito en los que se detiene el tren a lo largo de sus recorridos, Arlt escribe y saca fotos. En tanto periodista moderno, viaja para escribir mientras viaja; sus crónicas son el resultado de una nueva mirada: la del globetrotter, como lo define El Mundo, que, con una Kodak y una máquina de escribir, propone la narración de un viaje diferente: “Veré con mis ojos. Meteré la nariz y la cabeza y los pies y las manos y todo el cuerpo dentro de aquello”, dice antes de partir. “Voy a España para convivir con el pueblo y las masas de sus ciudadanos. Recorreré aldeas y villorrios, a pie, en mulo o en camionetas”, promete en su nota de despedida de Buenos Aires. Ver, tocar y oler; sumergirse entre la gente; caminar. Por eso, y para enfatizar el pacto de lectura que propone a sus lectores porteños, en Cádiz, y recién llegado a España, cuando un parroquiano con quien comparte la mesa de un café le pregunta: “¿Ha visto usted la Plaza de Topete y de las Flores? ¿La Puerta de Tierra y la magnífica vista que desde allá se contempla? ¿La calle de San Rafael? ¿La Alameda? ¡Vamos! ¡Cádiz es la bendición de Dios! Para ciudad bonita, esta”, Arlt le responde: “Mi estimado amigo: todo lo que usted me dice se encuentra en el tomo diez, página 320 de la Enciclopedia Espasa. Mis lectores, en la Argentina, esperan otra cosa. Están hartos de tarjetas postales bonitamente iluminadas. Hábleme usted de lo que hay de humano en este lugar, de lo triste y de lo alegre; del sufrir de las gentes. Allá en la Argentina, que es un pedazo de España, quieren saber de estas cosas”. Por eso, y para vivir “entre el pueblo y con el pueblo”, Arlt se aloja, a lo largo de todo su recorrido, en pensiones, en hoteles baratos, en casas de familia, evitando así los hoteles de primera clase a los que considera –muchos años antes de la tesis de Marc Augé sobre los no lugares–, “escenarios cosmopolitas de las grandes ciudades, ajenos a sus habitantes por su artificiosidad y lejanía”.
LA PASIÓN DE LA LITERATURA
Cuando regresa de España, Arlt es otro: “Ahora –escribe Mirta Arlt en un prólogo a las Aguafuertes españolas– tomaba chocolate a la española, espeso; por las tardes escribía, estudiaba, escuchaba música oriental y española. La voz de Concepción Badía llenaba los cuartos. La ‘Nana’ de Falla lo enternecía hasta el arrobamiento evocativo. Debussy, Ravel, y otra vez ‘Noches en los jardines de España’. A veces nos relataba anécdotas que a él mismo le volvían a parecer asombrosas. Las huelgas, las manifestaciones, los levantamientos previos a la guerra civil”. Así como en 1932 había cerrado el ciclo novelístico, en 1936 abandona sus ya tradicionales Aguafuertes porteñas para dedicarse a un periodismo más reflexivo y crítico de la situación política, social y cultural, ya no de la Argentina, sino de todo Occidente. A partir de marzo de 1937, inaugura, también en El Mundo, una nueva columna: Al margen del cable (que alterna su título, a veces, con Tiempos presentes), que se diferencia notablemente de sus pasadas notas porque tienen como punto de partida las noticias internacionales que llegan a la redacción. En la mezcla caótica y desordenada de los cables de noticias, donde conviven pacíficamente las informaciones de los grandes sucesos junto a las trivialidades cotidianas, Arlt encuentra otros temas sobre los que escribir. Grandes problemas, como el avance del nazismo y la masacre de poblaciones enteras, junto a olvidables anécdotas, como el horóscopo de Hitler o la trayectoria de Al Capone, compusieron este nuevo escenario, ya no urbano, sino internacional, del Arlt de finales de los años 30 y comienzos de los 40.
Roberto Arlt murió en la madrugada de un frío 26 de julio de 1942. Al día siguiente, sus compañeros de El Mundo escribieron: “Es algo nuestro lo que perdemos con él. Pero este duelo pertenece también, de alguna manera, a la calle. Durante mucho tiempo la calle esperó, día tras día, los artículos de Arlt (…) Sólo los muy auténticos han sido capaces de vivir como él la pasión de la literatura, conservando el ardiente optimismo de los primeros años y la gran condición de maravillarse que sólo sobrevive en los artistas verdaderos”. Y ese mismo día, el diario publicó su última nota periodística, increíblemente titulada “El paisaje de las nubes”.