Es indudable que las cosas no comienzan; o no comienzan cuando se las inventa, escribió Macedonio Fernández, el escritor que transformó en un problema metafísico las figuras del autor y del lector confundidos con la misma escritura (como si todos fueran personajes habilitados para hacer y deshacer a su antojo). Tan oportuna y bella reflexión desarma (desalienta) cierta expectativa (cierta sombra) de rigor enciclopedista que exige, no sin razón, un relato cronológico de la historia de la lectura en la Argentina, y que apenas alcanza a vislumbrarse sólo en relación con otras disciplinas o “en conjunción con otros entornos”, según expresa Alejandro Parada, doctor en Bibliotecología y profesor de Historia del Libro y de las Bibliotecas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. “La historia de la lectura está subsumida en la nueva historia cultural; en consecuencia, su vocación trasciende en relación con la alteridad del conjunto de las Humanidades y las Ciencias Sociales”, apunta en Lectura y contralectura en la historia de la lectura. “Su destino es morar, en un ámbito de intercambios complejos, con la antropología, la sociología, la historia del arte, las ciencias políticas, la crítica literaria, la filosofía, la bibliografía material, etc”. Por lo tanto, la historia se constituye a partir de numerosas vertientes. Hay una primera etapa en la investigación que surge de estudios cuantitativos: cuánto se lee, qué libros dejan las personas al morir, qué libros se editan en un país, cuántas bibliotecas, cuántas editoriales, etcétera. Pero los inventarios no alcanzan. No permiten saber cómo se lee y con qué práctica. “Entonces –alerta Parada– es fundamental apelar a los aspectos interpretativos durante la investigación. Hay que buscar los testimonios que dejan los lectores. Buscar susurros y murmuraciones”. Esto significa asomarse a la intimidad de las lecturas que quedan registradas en los subrayados, en los comentarios al margen y marcas, en los diarios íntimos. “Entonces podemos hablar de que el libro ha sido leído”.
POLÍTICA PARA UN LECTORADO
La primera biblioteca pública (que hoy es la Biblioteca Nacional) se creó en el seno de la Revolución de Mayo, en 1810. “Y no es ocioso, había intencionalidad política y cultural. Pensar que la historia de la lectura está fuera de la historia política e ideológica es un grave error –enfatiza Parada–. Si vos tomás los manuales de enseñanza de la época primaria desde que surgieron a fines del XIX hasta ahora, notarás claramente las tendencias que gobernaban el país. No son los mismos manuales los de la época de Perón que los de la dictadura del 76. No sólo se quiere enseñar a leer y a escribir. La historia de la lectura es también la historia política. Tomo al azar algunos ejemplos: cómo influyó Thoreau en el pensamiento de Luther King y de Mahatma Gandhi. Cómo influyó la lectura de Marx en Mao. Los integrantes de la Junta de Mayo estaban influenciados por la Ilustración francesa. Para la formación del Estado moderno argentino en el último tercio del siglo XIX, los autores franceses fueron capitales”.
En 1866, bajo la iniciativa de Sarmiento, nació la primera Biblioteca Nacional Popular (Franklin), en la provincia de San Juan. Cuatro años después, la ley 419 impulsó la creación de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, que empezaron a multiplicarse con el objetivo de alentar la circulación de libros y fomentar la lectura.
El último tercio del XIX será una danza imparable de movimientos en paralelo con cruces y ensambles. Años de feroces sacudidas culturales que apuntan a una modernización sin medias tintas. En 1884, durante el gobierno de Roca, se sanciona la ley 1.420 de educación común, gratuita, obligatoria y laica, que venía impulsada por Sarmiento (los aportes del autor de Facundo son definitivos e implacables para la historia educativa y el despliegue del lectorado), y comienzan fuertes campañas de alfabetización. Para lo cual, consideraba Sarmiento, era necesario producir libros y escritos impresos en lengua castellana. Había que ayudar a los editores libreros a costear las ediciones. Y además empezar a traducir al castellano la literatura de la época que llegaba desde Europa y que hasta el momento sólo quedaba en manos de las elites.
En Buenos Aires, la primera imprenta se instaló en 1780 de la mano del entonces virrey del Río de la Plata, Juan José de Vértiz. Abandonada en Córdoba, había pertenecido a los jesuitas, expulsados en 1767. Vértiz la compró y la revivió. Desde 1810 en adelante, Buenos Aires multiplicó sus imprentas, expandiéndose más aún cuando Sarmiento –no fueron pases de magia sino políticas de Estado muy potentes– impulsó la profesionalización de la actividad impresora. Y en 1879, en el Colegio Pío IX de Artes y Oficios, se abrió un taller formativo. A partir de entonces, la figura del impresor se fue complejizando hasta constituir la figura del editor: además de las cuestiones técnicas mecánicas, se incorporaron saberes relacionados con el lenguaje, estrategias de venta y difusión, todo en una misma figura. En 1882, cuarenta imprentas agilizaban las ediciones de libros, periódicos (circulaban más de doscientos en ese entonces), revistas y folletines no sin ansias de que lo popular y lo culto jugaran en la misma cancha formando un rico engranaje cultural. “La prensa escrita durante el XIX y casi todo el siglo XX es crucial –enfatiza Parada–, porque una vez alfabetizados amplios sectores sociales y migrantes y una vez finalizada la escuela, se accedía a otros circuitos que incluían la lectura de periódicos. He ahí su importancia”.
Entre 1880 y 1925, hay registro de una colección titulada “Biblioteca criolla”, conformada por impresos de pequeño formato, por lo general adaptaciones y reescrituras en forma de folletín de títulos como el Martín Fierro, de José Hernández, reescrito en prosa, y el Juan Moreira, de Ricardo Gutiérrez, por nombrar dos casos. En El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna, Adolfo Prieto destaca la importancia de esta literatura para la conformación de un auspicioso lectorado: “Todo proyecto de levantar un mapa de lectura de la Argentina entre 1880 y 1910 supone necesariamente la incorporación y el reconocimiento de un nuevo lector surgido de las campañas de alfabetización con que el poder político buscó asegurar su estrategia de modernización. Este nuevo lector tendió a delimitar un espacio de cultura específica en el que el modelo tradicional de la cultura letrada continuó jugando un papel preponderante, aunque ya no exclusivo ni excluyente. Coexistieron en un mismo escenario físico y en un mismo segmento cronológico dos espacios de cultura en posesión de un mismo instrumento de simbolización, el lenguaje escrito; este hecho produjo zonas de fricción y zonas de contacto”.
Ya en la bisagra del siglo XX, los magazines Caras y Caretas (Buenos Aires, 1898) y su competidora Fray Mocho (1912), fundada por algunos de los periodistas que se fueron de Caras y Caretas, se impusieron con vehemencia. No había entonces, como hoy, sobredosis de ofertas de lecturas, y una buena revista significaba mucho para un importante número de personas. “Toda esa literatura de kiosco –dice Parada– después se va a materializar en la década del 20 en la extraordinaria proliferación de La Novela Semanal”. Entre 1917 y 1927 (la década dorada), La Novela Semanal, de circulación periódica, mantuvo un éxito in crescendo. Seguían proliferando, entonces, aquellas nuevas prácticas de lectura que iluminaban una trama social siempre en ebullición. Manuel Gálvez, Belisario Roldán, Ricardo Rojas, José Ingenieros y Horacio Quiroga son apenas un puñado de autores que aportaron sus historias. Llegó a los 520 números.
Otro episodio fundacional de comienzos del siglo, y que persistió casi veinte años, fue la colección “Biblioteca de La Nación”, creada por el entonces director del diario La Nación, Emilio Mitre. Integrada por 875 títulos “al alcance de todos”, ahondaba lo que ya había comenzado Sarmiento: traducción de clásicos para un público que antes no había tenido acceso: Verne, Dumas, Balzac, Flaubert, Dickens, Shakespeare, Goethe, Ibsen, Dostoievski. Además de autores nacionales, como Sarmiento, Cané, Mansilla y el propio Mitre.
LA POTENCIA CULTURAL DE LOS 30
Lo emergente, que a veces se confunde con caos y extravío, será siempre, a la larga, un mérito de la supervivencia y de genuino desarrollo. Dos movimientos migratorios (los europeos, que llegaban en período de entreguerras, y los propios nativos, que oleaban desde zonas rurales hacia la ciudad) generaron cambios demográficos y urbanos. A fines de la década del 30 y durante la del 40, la proliferación de las bibliotecas populares, que venían pisando fuerte desde el siglo XIX, respondía sin duda al persistente proceso de alfabetización. Cada barrio tenía su club, su sociedad de fomento, su escuela y su biblioteca popular, a veces dentro de alguna de estas instituciones, a veces fuera, de manera independiente incentivada por los vecinos. Además de reunir y prestar libros, se ofrecían cursos y conferencias, capacitación profesional, tertulias de lectura, poesía recitada y otras actividades culturales. “En plena etapa conservadora de la Argentina –observa Parada–, el sector popular se expresó muchísimo, impulsando al libro y a la lectura. Lo paradójico es que siempre en medio de un gobierno de facto los pueblos buscan formas líquidas de expresarse, y la lectura es líquida y muy difícil de censurar. Podés perseguir y matar a las personas, como desgraciadamente sucedió, pero no podés matar a la lectura. La gente busca artilugios para ocultar los libros: enterrarlos, cambiar portadas, como sucedió en los 70”.
O se buscan modos de continuar, incluso emigrando. La Guerra Civil Española generó un éxodo de editores y sellos (Losada, Sudamericana y Emecé, principalmente). Si bien ya había aquí un desarrollo editorial, este movimiento sentó las bases de una industria local vigorosa y en constante progreso hasta nuestros días. Luego, desde fines de la década del 50 hasta mediados de los 70 –los vientos de la política envolvían buena parte de la vida en América latina–, el lectorado en nuestro país continuó en aumento gracias a las políticas educativas estatales que inducían no sólo a que los ciudadanos cursaran la escuela secundaria sino también que ingresaran en la universidad. Son los tiempos de la Editorial Universitaria de Buenos Aires (Eudeba).
Bajo el lema “Libros para todos”, se difundía conocimiento humanístico y científico, a través de ediciones que llegaban al público “al precio de un kilo de pan”. Aportó 815 novedades, 289 reimpresiones y un total de 11.663.532 ejemplares impresos: una verdadera revolución editorial, con Boris Spivacow a la cabeza.
Hasta que en el golpe de 1966 –uno más para una lista que aún deparaba sorpresas–, el entonces presidente de facto, Juan Carlos Onganía, intervino la UBA, y Spivacow se vio obligado a dejar Eudeba. Pero como el diamante se escondía en sus ojos, creó e impulsó, junto con algunos de sus antiguos compañeros de Eudeba, uno de los fenómenos editoriales más impactantes de la historia del libro argentino y de habla hispana: el Centro Editor de América Latina (CEAL). Durante casi treinta años, cinco mil títulos repartidos en 77 colecciones explotaron en todos los kioscos del país. Qué lector hoy no atesora en su biblioteca unos cuantos ejemplares de Capítulo y de la Biblioteca de la Literatura Universal.
¿ENSEÑAR A LEER?
Felicidad clandestina, definió Clarice Lispector. Y describió, en el relato homónimo, la intensidad del encuentro entre una lectora y su libro. Así la historia: una niña le promete a otra prestarle un libro. Esa otra niña lo desea con desesperación. La dueña del libro, con ensañamiento e histeria, la mantiene en vilo, día tras día; siempre una excusa para no dárselo. Finalmente, el libro llegará a destino: “A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. Ya no era una niña más con su libro: era una mujer con su amante”. Un relato de iniciación que puede leerse, sin duda, en clave erótica.
Y por qué no concebir la lectura como un acto pudoroso dentro de un reino de excitación y salvajismo. Leer es desear, escribe Carlos Skliar en su filosófico y selvático La inútil lectura: “Leer no es conocer, sino percibir, adentrarse en la desobediencia del lenguaje”. Desobediencia e inutilidad, dos términos que deberían reinar inimputables en el siglo XXI de la alienación y de la asfixia. Dos instancias que no cuajan con los tonos demagógicos y pobres del “leer vale la pena” o “leer es un placer”, tantas veces referentes promotores de la lectura desde la institución estatal. “A mi modo de ver, toda idea de que hay que convencer a la gente de que la lectura vale la pena va a fracasar, porque la pedagogía no puede ser convencimiento. La racionalidad pedagógica ha matado lo literario. La literatura no tiene una racionalidad. Hay algo de enemistad entre ambas”, reflexiona Skliar, quien además de escritor es investigador del Conicet y de Flacso en el área de educación.
Llegado a este punto, cuaja la pregunta con la que el propio Skliar titula uno de los capítulos de su libro Érase una vez la lectura: “¿Enseñar a leer?”. Que no es lo mismo que preguntar: ¿es posible enseñar a leer? El “es posible”, encabezando la frase, moraliza y enclaustra. En cambio, la pregunta detenida en su no decir, en la que dos infinitivos (enseñar y leer) se abrazan y se activan en su imposibilidad de acción, y donde la pregunta profundiza la pregunta hacia un interrogante infinito, resulta más adecuada para resolver lo inaudito del asunto. “Enseñar podría ser aquel gesto de mostrar, de ofrecer, de señalar, de apuntar hacia algo, de dar, de donar. Si este fuera su sentido primordial, alejado de todo tecnicismo y toda moralidad, y cercano a una suerte de arte siempre impreciso, por supuesto que sí –continúa Skliar–. Leer, así, significaría crear una atmósfera de conversación a propósito de lo escrito y lo leído –sus objetos, sus artefactos, sus propios gestos–, esto es, poner entremedio la lectura como una práctica relacionada a la ficción, a la invención, a la narración. Una práctica de la conversación, y también una práctica de la soledad y el silencio. Como si enseñar la lectura tuviese dos movimientos: uno de despliegue – la conversación–, otro de repliegue –el dejar leer–, en cualquier orden o desorden que se precie”.
El problema fundamental, más que los nuevos y por momentos desquiciantes soportes electrónicos y la tecnología per se (actor distractivo por antonomasia), es la persistencia exasperada del modelo político que exalta el éxito individual. “Y ahí se crea la ruptura fundamental que es: lo colectivo no interesa, la comunidad no interesa y eso es típico de los 90 en buena parte del mundo. El éxito individual ligado al dinero y a la mercancía”.
La cuestión de la lectura y su transmisión (a docentes, a madres y padres, a niños y niñas) requiere de un eslabón hoy extraviado que debería unir dos instancias esenciales. Por un lado, la lectura individual que clama por silencio, soledad y retiro; por el otro, la conversación sobre la lectura. “A mi modo de ver –reflexiona Skliar– son necesarios tanto el gesto de huida como el gesto conversacional. Hoy, esa conversación no tiene mérito, ni siquiera es puesta en relevancia. Este tipo de conversación que vale la pena establecer, ni los medios ni la escuela la generan. El individuo perezoso es enemigo del neoliberalismo. La conversación sobre la lectura no hace referencia al mundo que el neoliberalismo quisiera poner en juego. Hay dos problemas, no hay uno, son los dos niveles: qué pasa con lo singular y qué pasa con lo plural. Porque, además, quién puede hoy retirarse, apartarse, decidir sus formas de lectura sin ser fustigado por el contexto social y laboral”.
AUNQUE NO LO VEAMOS
Por dónde empezar, entonces, cuando todo comienzo, como plantea Macedonio Fernández, es una ilusión. ¿No habrá que desobedecer el lenguaje de nuestra época?, se pregunta Skliar. Por su lado, Alejandro Parada señala que asistimos a una revolución del libro y la lectura. Y no sólo por el cambio de materialidad. “Si hay algo que caracteriza al libro es su mutabilidad. No hay material en el cual no se haya expresado: primero las tabletas de arcilla, luego el rollo de papiro, luego el códice o cuadernillo; imaginate el trauma que ocasionó en la Roma imperial pasar del rollo de papiro al códice de piel; luego el códice que reinó en la Edad Media pasó al códice de papel. Hoy estamos inmersos en una revolución en la que las materialidades están suplantadas por códigos binarios que son archivos inmateriales. Y sin embargo sigue siendo libro. Tablet, computadora, celular… ¿Qué importa el formato?”.
Cualquier batallador de aula sabe que, en determinados momentos, conviven la voz, lo virtual, lo impreso, lo manuscrito. Y no deja de ser un fenómeno interesante y positivo, un interregno, como dice Parada. “Sucede que el formato hace a las prácticas. Vamos abandonando la lectura del surco y del tejido para entrar en otras formas: picoteo, zapping, toco y me voy. Es probable, sí, que la calidad de la lectura haya disminuido, pero no podemos saber qué va a pasar en el futuro”.
Sin embargo, como le sucedía a la púber del cuento de Lispector, tocar, abrazar, fundir anidan en el ático de la memoria colectiva y no sorprende, entonces, que se produzcan experiencias del retorno: “He dialogado a través de la web con bibliotecarios y bibliotecarias de distintas partes de nuestro país y del mundo –relata Parada– que me han transmitido que niños y jóvenes vuelven al libro impreso porque les parece maravilloso, los conmueve; la materialidad tiene mucha fuerza”.
Esta historia no termina aquí ni en ningún otro sitio. Ni dentro ni fuera de este artículo. Que se escabulle y zarandea, como si bailara ante nuestros ojos repitiéndonos, al son del genial Macedonio Fernández: “Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, oyó Dios que le decían y aún no había creado el mundo, todavía no había nada. También eso ya me lo han dicho, repuso quizá desde la vieja, hendida Nada. Y comenzó”.