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Caras y Caretas

           

SIMBÓLICA Y PRÁCTICA

Reflexionar sobre la historia de la lectura en la Argentina impone analizar el papel directo, indirecto y alegórico que juega esta institución en los escritores del país. Crónica de una presencia tenaz.

La historia de la lectura en la Argentina –es decir, qué se leyó de un modo socialmente influyente y artísticamente memorable– está asociada de un modo directo e indirecto a la de la Biblioteca Nacional. Indirecto porque los libros que han tenido mayor incidencia, interés y fortuna crítica en el decurso de las sucesivas capas de lectores del país no tuvieron que ver con la Biblioteca Nacional. Sean el Facundo, escrito en Chile; el Martín Fierro, escrito en un hotel porteño; Amalia, escrito en Montevideo, o Una excursión a los indios ranqueles, de Mansilla, escrito quizás en su caserón de Belgrano. Es evidente que, en el acto fundante de una escritura, las razones que hay que encontrar en él, que no sean las más misteriosas, imposibles de saber, pueden no pasar por una biblioteca. O no pasan necesariamente por ella, sino por el ambiente inusitado que percibe el escrito en su entorno y por la propia herida de su inspiración, que brota de momentos a veces indiscernibles de la vida de quien lo escribe.

No obstante, cierta vez Ricardo Piglia dijo que no iba a la Biblioteca Nacional (esto no era tan cierto), pero saber que la Biblioteca Nacional existía era una garantía necesaria y etérea para su escritura. De modo que si eligiéramos este rumbo para reflexionar sobre la historia de la lectura en la Argentina, no sería posible desprenderse del papel indirecto y alegórico que juega la Biblioteca Nacional en los escritores del país. Muchos rechazarán este criterio alegando, no sin razón, que la escritura surge solamente de una dialéctica con sus propios públicos lectores, el modo en que están formados y que los nuevos libros contribuyen a reformular, antes que al papel de las instituciones. E, incluso, a sus planes de expansión de la lectura. Pero sería absurdo desdeñar estos planes y mucho más el papel de la escuela en todos sus niveles y compromisos. La Biblioteca Nacional quizá podría ser omitida en su contribución directa al horizonte de escrituras del país, pero no ignorada en su tenaz simbolismo.

DIRECTORES Y MARCAS

Un método quizás ingenuo, pero no irrelevante, es considerar la presencia en ella de algunos directores que la marcaron con el peso de su escritura y no al revés. Es evidente que Paul Groussac es poca cosa sin su papel de director de la Biblioteca Nacional durante 40 años. Fue de algún modo un director general, adusto y riguroso, y nada querido por jóvenes de cultura e ideas avanzadas. Sin embargo, con sus intervenciones oficiales logró crear un terreno cultural que no podía pensarse sin sus aprobaciones y sus saetas envenenadas que no perdonaron lo que consideraba la fragilidad e improvisación del escritor argentino. Y agregaba su opinión sobre la rústica formación de sus lectores. José Ingenieros lo combatió y luego se reconcilió con él.

Esto importa porque en la historia de la lectura argentina Ingenieros escribió el libro hasta aquel momento más leído y más cercano a trazar un ideal moral para la “república de lectores” del país. Se trata de El hombre mediocre, que con su lauro de ser el libro de mayor acogida en su momento, sólo puede competir en la categoría de libros masivos de acentuación “moral y social” con La razón de mi vida, de Eva Perón, que indirectamente se inspira en él.

Entretanto, podría esperarse que en la Biblioteca Nacional se escribieran libros en sus mismos pupitres, contando con las facilidades de consulta que ella ofrece, si bien no es igual a escribir en el escritorio de la propia casa. El arquetipo ejemplar de esta actitud son las consultas de Karl Marx en la biblioteca del British Museum para su libro El capital, que exigía, como sabemos, infinidad de datos e informaciones, además del gran tejido teórico que ya estaba en la cabeza del autor. El escritor nacionalista Ernesto Palacio es, sin embargo, un ejemplo con la escritura de su libro Catilina, en la sede de la Biblioteca de la calle México. Libro escrito contra el general José Félix Uriburu, al que, sin embargo, unos años antes había apoyado en su golpe de Estado.

No creo que haya muchos ejemplos de libros notables escritos en la Biblioteca Nacional, pero tenemos que hacer una evidente excepción, que es la de Groussac. En el largo ciclo en que la dirigió y vivió en ella –la vivienda del director estaba en la misma sede, en el primer piso, donde el director habitaba con su familia–, es evidente que tenía todas las facilidades para escribir en ese mismo espacio espacial y de lectura sus grandes obras, como Mendoza y Garay, El viaje intelectual o Liniers. Además, tomó a su cargo la publicación de documentos de historia nacional –en especial los de la colección Segurola–, que rompían la idea de la escritura histórica sin el acompañamiento minucioso del papelerío añejo. Todo lo que Groussac usa lo abre al resto de los investigadores, en los que mucho no cree, pues ve la vida intelectual argentina como un deleite ocioso de ricos. No obstante, convivía dificultosamente con los jóvenes de las revistas Proa y Martín Fierro, que renovaban la lectura con fórmulas de vanguardia.

SUSTENTO BIBLIOGRÁFICO

Ernesto Quesada está vinculado a la Biblioteca por su padre y fue su director un breve período. Se podría presentar como uno de los hombres más eruditos de la Buenos Aires de principios de siglo XX. Como modelos de lector, el caso de Quesada se dio muy pocas veces del mismo modo: economista, historiador, sociólogo, los saberes no estaban repartidos, el sustento bibliográfico era enorme y todavía no se habían escindido las disciplinas en distinta metodologías y facultades. La biblioteca de Quesada, una de las colecciones particulares más grandes de los años 20 del siglo pasado, fue donada al Instituto Iberoamericano de Berlín en 1928. Como modelo de bibliófilo estaba cerca del de Groussac, aunque este era un historiador más ligado a un Michelet, y Quesada era bismarckiano.

Pero es con Borges, que duda en irse a vivir a la misma biblioteca, que se acrecienta de un modo extraño y casi inverosímil el papel de la Biblioteca Nacional en el corazón de la agitación lectora del país. ¿Era porque había algún plan de lectura, difusión o publicaciones que emanaba de la propia biblioteca? Por supuesto que no. ¿Es porque la politizó en un sentido muy específico, convirtiéndola en la sede de reunión de una elite cultural que era portadora de obras considerables, pero de incomprensiones sobre el país asimismo notables? No, tampoco es por eso que importa el papel de Borges en el drama nacional de la lectura, vistos desde esas “infinitas estanterías” de la calle México.

Borges no dirigió la Biblioteca Nacional, en el sentido institucional. La dirigió en un pleno sentido superior e impalpable. No se nos puede escapar ahora que su presencia allí era de lo que alguna vez se llamó la metáfora viva. Es decir, un personaje viviente cuya voz y halo simbólico representaban no sólo lo que podía hacer un país periférico con la literatura universal, sino también la maniobra irónica de lo que podía hacerse con el mismo aparato catalogador de una biblioteca. Pues Borges, en el lugar de los catálogos, que respetaba, colocaba una perspectiva “Aleph”, es decir, lo incatalogable. Lo que quedaba reducido a un punto y en ese punto estar todo a la vez reasentado. Su idea de lo literario era lo contrario a un orden bibliotecario racional de lecturas acumulativas. Todo en él era un orden metafísico que desafiaba la comprensión de lector. Pero lo recreaba de otro modo. Esa posibilidad todavía existe.

Escrito por
Horacio González
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