Simone de Beauvoir tuvo razón: las mujeres, que no saben escribir sino novelas románticas para satisfacer al mercado, descollarían “en la composición de best-sellers pero no había que esperar que se aventuraran por caminos inéditos”. En nuestro país hubo varias situaciones que corroboran la idea. Bienvendida fue en 1906 la novela Stella, escrita bajo la firma masculina de César Duayen, que correspondía en verdad a una mujer culta y emprendedora: Emma de la Barra. El libro tuvo un éxito de ventas enorme y pasaron un par de años hasta que la señora De la Barra entregó la evidencia de que ella era la autora de esa novela. Sagaz y atrevida, percibió cuáles eran las estrategias para sortear la posible acusación de inmoralidad que podía caberle.
Alguien que estuvo en el lugar exacto y tenía las relaciones sociales apropiadas para afrontar y desmontar las capas ocultas de esa situación. Pero lo que es verdad es que el primer best-seller de la literatura argentina fue escrito por una mujer y estaba concentrado en la historia de un personaje femenino. Evidentemente, hubo ventas y lectores, lo que conformaba un precoz y anticipado mercado.
En los años 60, Silvina Bullrich vende 60 mil ejemplares de Los burgueses. Beatriz Guido y Marta Lynch son parte de ese trío de ventas que captan una cantidad considerable de lectores. Sara Gallardo también acierta con ficciones que parecen interpretar los gustos de un público muy inclinado a consumir literatura. Aunque probaban con diferentes estéticas, la trama de las ficciones, los tipos de personajes reconocibles, inmersos en los conflictos sociales y políticos del momento, captaban diferentes expectativas culturales. Sin embargo, aunque sus obras eran denostadas como éxitos comerciales, no se nutrían de pueriles romanticismos sino de temas en los que los conflictos familiares de clases burguesas se rociaban con situaciones políticas, crisis financieras y vaivenes del capital. Si a comienzos del siglo XX el mercado editorial era incipiente y la profesionalización de la mujer escritora estaba muy rezagada –aunque Alfonsina Storni marcaba la excepción al producir y vender poesía–, en los 60 se advierte un ensanchamiento debido al proceso de modernización imperante que influía especialmente en el mercado editorial. María Moreno señaló sobre Bullrich: “Fue la que sin eufemismos habló de mercado literario y llamó al lector público”, la que se refería abiertamente a su trabajo de escritora como un oficio y una carrera.
Así es cómo cada uno de estos momentos históricos y sus protagonistas encontraron en esa relación con la vida de las publicaciones un lugar donde tejer sus propias operaciones para hacerse leer y auscultar las ondas difamatorias que tildaban sus obras de “literatura femenina”, es decir, pobre en propuestas originales y repetitiva de recursos en extinción. De modo que las cosas no fueron exactamente como De Beauvoir las imaginó en El segundo sexo, sino más difíciles. Al lado del escaso número de escritoras que contaron con éxitos de ventas hubo un porcentaje mayor de otras poco reconocidas, no leídas, leídas a desgano o de soslayo por sus pares varones y sin atención crítica.
LA REVOLUCIÓN DE LAS MUJERES
En cada franja histórica y siempre abiertas a las coordenadas literarias, culturales y políticas de sus épocas de las que fueron incómodos testigos, asumieron diferentes perfiles intelectuales. Hubo sagaces cuestionadoras de las presiones del canon y de sus renovaciones; otras, obsesivas forjadoras de la imaginación exacta que producirían nuevos mundos; poetas del detalle, la denostación política y la composición transgresora que no renunciaron a ningún género literario. Las listas pueden ser abrumadoras, las propuestas estéticas, también. Las temáticas, complejas; el interés por los imaginarios temporales o espaciales, múltiples; las inclinaciones por los géneros del yo prefirieron los atajos, las tendencias a los temas “femeninos”, en general, cuestionadores de estereotipos; las reescrituras de la memoria y las violencias políticas, sistemáticas; los apegos a emociones fueron persistentes pero sinuosos e indirectos. Son las lecturas feministas ensayadas desde los años 70 en los espacios universitarios, periodísticos o de la crítica literaria, las que volvieron a leer, revitalizar y recompaginar sus propuestas. En ese momento se produjo una vuelta de tuerca en los modos de leer esas producciones.
Si la idea de una lectora se consolida ya en el siglo XIX, sus variantes están detrás de estos grupos de escritoras, acompañándolas y sosteniéndolas. Lectoras y escritoras van de la mano. El siglo XXI, siglo de la revolución de las mujeres y de la potencia de los feminismos, hace del libro y de la lectura uno de los planos fundamentales de ese crecimiento. Durante 2019, en la Argentina, unas diez escritoras fueron premiadas internacionalmente. En un solo año se publicó una cantidad considerable de novelas; al menos unas diez aportaron estrategias audaces en la construcción de personajes, voces, perspectivas, subjetividades y universos narrativos. No estoy subida a medir cuestiones cuantitativas ni valorar los alientos de las redes sociales sino a pensar dentro de esta masividad los términos centrales de un sistema cultural y político que mientras empuja, también ocluye formas de mirar. El estallido feminista en todas las dimensiones de la vida pública, en las economías, en la producción de pensamiento teórico, en el encuadre generacional está dando lugar a una profusión de libros, aun en una época en que la crisis editorial es aguda. El anudamiento de escrituras, cuerpos, potencia y deseo de cambio se abrió también hacia otros cuerpos feminizados y erosionó las marcas del masculino y femenino en el lenguaje, y abre la gran pregunta acerca de qué escribiremos y leeremos en los próximos años. O con qué cuerpos se escribirán las nuevas ficciones. Retengo el deseo de que estas turbulencias y rebeliones cambien los modos de leer expandiéndlos a nuevas descolocaciones, a otros escándalos, duelos y pérdidas. Porque de lo que se trata es de seguir en movimiento.