Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma,
se presentó al infierno que Dios le había marcado,
y a sus órdenos iban, rotas y desangradas,
las ánimas en pena de hombres y de caballos.
El General Quiroga va en coche al muere – Jorge Luis Borges
En 1834, Facundo Quiroga ya era un protagonista central para la política nacional. Junto a San Martín, el riojano había luchado en las campañas libertadoras y, unos pocos años después, le había hecho frente a Rivadavia para defender su idea de nación federal.
Pero ya por la década del 30, Quiroga residía en Buenos Aires. Su estadía era amparada, nada menos, que por Juan Manuel de Rosas. Es que entre ambos perduraba una alianza, pese a sus internas sobre la organización nacional: el ex gobernador de La Rioja pretendía un gobierno nacional que distribuyera equitativamente los ingresos nacionales, Rosas, en cambio, se oponía a perder el control exclusivo de Buenos Aires sobre el puerto y la Aduana.
El caudillo había dejado atrás esa estirpe que le hicera ganar el alias de El Tigre de los Llanos. En el centro porteño planificaba su vida entre la crianza de sus hijos y las tertulias nocturnas. Sin embargo, no dejaba de articular poder y pedir por la generación de una Asamblea Constituyente. Sí, Quiroga también hablaba de Constitución y leyes, lejos de esa imagen de bárbaro construida por Sarmiento.
Pero esa estabilidad cambió con el estallido político en Salta y Tucumán. El por entonces gobernador de Buenos Aires, Vicente Maza, le encomendó al caudillo riojano una gestión mediadora entre ambos los gobernadores norteños. Quiroga, por medio de una carta, le pidió a Rosas su opinión para encomendar esa misión. “Urgente y necesario”, le respondió el militar a través de la epistolar.
Tras un éxito parcial en su misión en el Norte, Quiroga emprendió el regreso a Buenos Aires. Pero al pasar por Barranca Yaco, en Córdoba, fue interceptado por Santos Pérez, un sicario al servicio de los hermanos Reinafé, hombres fuertes de esa provincia, ligados al gobernador santafesino Estanislao López. Cabe destacar que el Tigre de los Llanos se había opuesto a los deseos del jefe provincial en situar a, justamente, José Vicente Reinafé para manejar esa región.
Los asesinos fueron capturados y enviados a Buenos Aires. Nunca sabremos si porque decían la verdad o por temor a represalias contra su familia, lo cierto es que los Reinafé, nunca acusaron, ante los jueces, a Rosas ni a López. Sólo se inculparon entre ellos mismos.
Pero la muerte de Quiroga dio lugar al nacimiento del mito. En ese paraje perdido de Córdoba todavía los gauchos se persignan al pasar por el sitio de su muerte: en señal de respeto, pero también de temor.