Por Virginia Poblet. Lucas Llach es un liberal comme il faut. Hoy asesor del Directorio del Banco Nación que comanda Javier González Fraga, ex vice del Central durante la gestión de Federico Sturzenegger, este joven doctor en Historia por la Universidad de Harvard y licenciado en Economía por la Di Tella empieza a ser una figurita repetida de la intelligentsia neoliberal, como lo fue su padre Juan, secretario con Menem, ministro con De la Rúa. Lucas dice que el libre mercado y los derechos individuales son la mejor opción de vida para el ser humano, además de correr descalzo y la dieta paleolítica. Afirma que no es este un período especialmente turbulento, pero se aviene a reflexionar acerca de la llamada “cultura del odio” en un bar de la calle Arroyo. “Visto desde un panorama de siglos, esta es una época muy pacífica, una etapa larga sin guerras entre las naciones más ricas. ¿Hay más odio ahora que en 1942? Claramente no. En estos últimos años existen movimientos que tienden a hablar del otro y del peligro del otro. Algo así se ve en los Estados Unidos, en Inglaterra, en Francia, en España un poco. Quizás la versión local es la grieta, pero es un odio amainado.”
–¿Por qué entonces se habla con tanta naturalidad en los medios sobre “la cultura del odio”?
–Digo amainado porque esta sociedad tuvo grietas tremendas. Hace 50 años había gente torturándose, matándose unos a otros, hoy los niveles de violencia son muy bajos, incluso menores que una generación atrás. Si hablamos de un contexto muy de corto plazo, a partir de la crisis financiera de 2008, en el mundo desarrollado se observa lo que el economista Branko Milanović llama “teoría del elefante”. En los últimos 30 años mucha gente de clase media mejoró su nivel de ingresos. Hoy, en los países occidentales, los niveles de ingreso de los no ricos están estancados y los de las personas más adineradas, subieron. Hubo un aumento de la desigualdad y eso tiende a generar resquemores y, si querés, odio.
–¿Alguien se beneficia de ese odio?
–Tiene beneficiarios políticos que tratan de apelar a esa parte no muy noble, y eso tiene rédito. Pero a la larga no tiene beneficiarios, ni siquiera los supuestos defendidos sacan provecho de ese odio. Lo percibimos más por el auge de las comunicaciones. En el balance general, que todos estemos en las redes sociales, creo, es muy “pro paz”. Logran que se conozca gente de distintos países, que se lean más noticias, aunque también hacen que las expresiones de odio de todo el mundo estén más al alcance de la mano. No hay que confundir percepción del odio con existencia del odio o de la intolerancia. Uno se mete en las redes y dice: “La gente está loca, se insultan unos a otros”. Es verdad, pero antes estaban mascullando en sus casas contra la televisión, contra la radio o contra sus vecinos. Entonces, ¿hay más odio o vemos más el odio que hay? –Si lo percibimos, está, acá y en todas partes.
–Me parece que una cosa son, por ejemplo, los movimientos nativistas del viejo Occidente, que tienen una explicación específica: es gente cuyo nivel de vida creció en la posguerra y que, en parte a raíz de la crisis financiera y en parte a que aquel asalariado industrial ya no existe porque tiene que competir contra los chinos o contra el inmigrante que viene, ve que no está progresando y se frustra. Lo vemos acá con Uber, donde la proporción de inmigrantes debe ser mucho más alta que entre los taxistas establecidos. Es el típico caso de una fuerza globalizadora que viene a competir con tu laburo. Esa competencia es internacional: se queda sin trabajo mi fábrica porque hay un tipo en China que compite conmigo.
–Bueno, Europa y los Estados Unidos protegen su producción para que sus ciudadanos conserven el trabajo.
–Ese es el discurso nacionalista de la izquierda latinoamericana. Si mirás los niveles arancelarios, Brasil y la Argentina son los países más proteccionistas de la Tierra. Sin embargo, el discurso proteccionista se ve como más progresista y no como “anti-otros”. El tipo que vota el Brexit en Inglaterra no quiere que lleguen cosas de Europa para proteger su industria. Yo creo que deben entrar los productos y las personas: los nacionalistas dicen “que no entre ninguno”, y la izquierda nacionalista dice ser proinmigrante pero que no entren los productos. Es un combo raro.
–Volvamos al odio: en Europa avanza la ultraderecha, Trump enjaula inmigrantes, cunde el “bolsonarismo”…
–Es cierto. Mi visión es que tiene que ver con la frustración económica en el corto plazo. Me cuesta creer que en una sociedad con bajo nivel de desempleo estos partidos tan violentos sean exitosos. Quizás me equivoco. Alemania empezó a recuperarse en 1933, justo cuando entró Hitler, pero venía de la mayor crisis de su historia. Creo que en reacción a la crisis de 2008 surgieron fuerzas alternativas, no sólo de derecha, Podemos en España también canaliza una frustración con el orden establecido. En el Partido Demócrata estadounidense surgen figuras que se llaman socialistas, algo impensado diez años atrás. Pero hay que estar alerta, sin duda.
–¿Qué responsabilidad tiene el poder político en la recreación de esta cultura del odio?
–Hay una responsabilidad de los partidos, o de los individuos que hacen las campañas. Es difícil pedirles que no hagan aquello que maximiza sus chances de ganar, pero me parece bueno que haya límites. Quizás las redes influyen. Debe hacerse un uso responsable de los nuevos medios. El 95% de los argentinos compartimos los valores de la democracia y de los derechos humanos. Yo partiría de las “no grietas” que tenemos. Es verdad que en la última década aumentó esta brecha. Ni siquiera existía en la primera parte del kirchnerismo, al menos no lo recuerdo. Desde 2011, la economía no crece, ni con el kirchnerismo ni con Cambiemos. Y a quienes están en política les resulta más redituable decir: “Los otros son peores”. El discurso de “estos son unos chorros, estos son malísimos” es más exitoso con la economía andando mal que en 2006 o 2007, cuando andaba mejor y la corrupción importaba menos. Lo mismo sucede en el mundo desarrollado: el discurso de la grieta es más redituable cuanto peores son las circunstancias socioeconómicas. El frustrado quiere sacar su desilusión por algún lado. Si la causa es el desencanto económico, hay que tratar de garantizar que todos participen de alguna manera de la economía. Con la AUH, la Argentina tiene algo de “no grieta”. Si hubiera una crisis económica como la de 2001/2002, que no la hay, es muy distinto contar plata con la que puedas comer. Tener 4.000 pesos por hijo es una diferencia enorme a tener cero. Fue algo que hizo el kirchnerismo y que Cambiemos aumentó. Sirve para que las condiciones sociales sean menos dramáticas de lo que podrían ser.
–¿No es lo que en Cambiemos llaman populismo? ¿Los “planeros”?
–La AUH tiene mucha aceptación. Hay unos pocos que dicen “planeros” y tienen más repercusión. Es lo que los economistas llaman “selección adversa”: lo que se escucha no es una muestra estadística pero tiende a ser más reproducido porque es más espectacular, y por eso percibimos más el odio. La agresión y la burla están sobrerrepresentadas ante la opinión pública en los medios de comunicación, pero no es una representación fiel de la realidad.
–Una famosa frase de su ahora jefe, Javier González Fraga, fue leída desde muchos sectores como una expresión de odio de clase. Aquello de “le hicieron creer al empleado medio que podía cambiar el celular y viajar al exterior”, ¿fue sólo una frase poco feliz? ¿Cómo lo hubiera dicho usted?
–Seguramente la peor frase de todos nosotros, es pésima. Respecto a los viajes al exterior, tienen que ver con las variaciones en el atraso cambiario. Están en la memoria popular: la época de la tablita y el 1 a 1 quedaron como las épocas en que se podía viajar. No diría que eso fue populismo: el dólar estaba atrasado y eso genera dificultades para producir en el país, para exportar y que vengan turistas a la Argentina, que es un país de ingresos medios.
–Aquello sonaba más bien a negar la posibilidad de la movilidad social ascendente.
–Bueno, creo que deberíamos poder cambiar el celular más seguido. El problema es que son muy caros y sólo puede hacerlo un grupo de privilegiados gracias a que todos pagamos el triple por un celular. Sí creo que la Argentina no es un país para tener un déficit de turismo como el que tuvo en la época de Cavallo o en la de Martínez de Hoz o en los últimos dos o tres años del kirchnerismo. Una persona que quiere comprarse ropa importada y no puede viajar al exterior, tiene que comprarla a precio fastuoso por toda la protección que tiene. Alguien que puede viajar al exterior se compra ropa afuera sin esos impuestos, o un iPhone. Es un problema de inequidad escandoloso. Los productos icónicos de estatus son las zapatillas y los celulares y todo eso está encarecido por el proteccionismo. Es muy sorprendente que no haya habido un populismo proimportación de esos productos de manera más barata.
–Pero si todo se importa, no hay producción local, no hay trabajo, y el desempleado no puede comprar nada, ni ropa ni celulares de ningún lugar.
–La situación acá es que los ricos pueden comprar barato y los pobres no. ¿Por qué? Para defender sus puestos de trabajo. El socialismo argentino era recontralibrecambista. A fines del siglo XIX, cada vez que se votaban leyes aduaneras, los conservadores decían: “Pongámosle impuesto a la importación de fósforos”, y los socialistas respondían: “¿Por qué suben el arancel? Los pobres tienen que comprar fósforos”. Después no sé qué pasó que los defensores de los pobres ahora dicen: “No, no, defendamos las industrias, que los celulares sean caros, y la ropa también”.
–Sigamos hablando del odio. Desde una perspectiva clasista y muy esquemática: las clases dominantes inoculan en las clases medias la “cultura del odio” hacia los sectores más postergados, con el objetivo de quebrar una eventual alianza alrededor de intereses comunes. ¿Qué piensa de esta hipótesis?
–Creo que las decisiones las toman los sujetos. Y las clases no son sujetos. ¿Quién es la clase alta? De Vido vivía en Avenida del Libertador, ¿él a qué clase pertenece? ¿Y el empresario de la construcción que está en los cuadernos? La principal grieta real pasa por la manera de ver el mundo: hay una visión más proglobalización y otra más nacionalista. En la Argentina, vendría a ser Macri con su “integrémonos al mundo” y el kirchnerismo con “cerrémonos más”, como los chalecos amarillos contra Macron. El empresario pide que no entren determinados productos. El trabajador protegido y en blanco pide “que no entren los bolivianos”. Guillermo Moreno y Miguel Ángel Pichetto han dicho cosas por el estilo, pero no creo que traten de exacerbar el odio.
–El que retiene y deporta extranjeros, hasta una selección entera, la pakistaní, es el gobierno de Cambiemos.
–Es verdad que en el discurso de la seguridad se puede colar alguna cosa por ese lado. No creo en ningún caso que haya una clase social tratando de generar odio para llegar a un objetivo. Sí creo que puede haber políticos que explotan ese discurso de rechazo al otro por un motivo electoral.