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Caras y Caretas

           

“Para mí el Polaco era Dios”

Roberto Goyeneche y Adriana Varela construyeron una amistad que marcó para siempre la vida y la carrera de la cantante. La Gata revela los pormenores de esa relación y las particularidades del cantor de entrecasa.

Corría 1989 y Roberto “el Polaco” Goyeneche era un cantor mítico de la música ciudadana. Figura en la orquesta de Aníbal Troilo durante sus años de juventud, brillaba como solista desde hacía décadas y casi no había dejado tango sin cantar.

Allá por los albores de la década del 90, el tango tenía un lugar bastante marginal. Salvo por honrosas excepciones, los años sesenta y setenta lo habían vestido de lentejuelas y lo habían apolillado, imprimiéndolo en el inconsciente de las nuevas generaciones como una postal vieja. La pregnancia del rock argentino durante esas décadas también contribuyó a su exclusión de los principales medios de difusión cultural. Pero en ciertos reductos del off porteño, el tango genuino resistía, el que no se deja firuletear ni llenar de sellos el pasaporte. Ese tango seguía vivo porque su esencia está ligada a la identidad, a la piel de esta ciudad y a “ese espanto que de tanto se hizo amor…”.

El primer encuentro entre Adriana Varela y el Polaco Goyeneche, aquella noche de 1989, en el Café Homero del barrio de Palermo, es ya cuento conocido para todos sus seguidores. Un encuentro con la contundencia de lo definitivo, que alumbró el nacimiento de Varela a la vida profesional de una vez y para siempre.

–Partiendo del concepto jungiano de sincronicidad, ¿cuánto de sincrónico tuvo ese momento que los puso el uno frente al otro?

–A partir de que yo empiezo a cantar comenzaron a sucederse ese tipo de sincronicidades. Por supuesto que la más manifiesta, la más conocida es la del Polaco, pero yo tuve varias personitas que iban confirmándome que el camino estaba bien. Y cuando llegó el Polaco, ahí de alguna manera se produce la magia, el aquelarre. El Polaco me elige, me ve y es otra de las sincronicidades, pero en este caso mayor, definitiva.

–¿Ese encuentro fue el mito fundante para vos como cantora?

–Totalmente. Yo iba a cantar de onda y trabajaba como fonoaudióloga en el consultorio, pero cuando el Polaco me elige, me ordena también: ‘Tenés que cantar tangos’. Y bueno, si Dios baja y te dice ‘tenés que hacer esto’, lo hacés, y en ese momento para mí el Polaco era Dios, porque yo lo tenía como el revelador de la Buenos Aires que no había vivido.

–Después de aquel primer encuentro en Café Homero, ¿cómo fue la segunda vez que lo viste al Polaco?

–La segunda vez que lo vi fue de parte de él absolutamente natural, espontáneo, como que ya estaba, ya me había elegido.

–¿Fue en Homero también?

–Fue en Homero, pero además la segunda vez pasó algo muy fuerte. El dueño del local me dijo: ‘Mirá, Adriana, ya se curó el cantor al que vos reemplazaste (yo había hecho un reemplazo, por eso lo conocí al Polaco). Ya se reincorpora, así que volvé los días de semana, viernes y sábado no’. Cuando se entera el Polaco, se acerca al dueño y le dice: ‘Si la piba no sigue cantando los fines de semana, yo tampoco’. Esa fue nuestra segunda vez. ¿Qué tipo se juega de esa forma sin que haya un vínculo estrecho? Él se jugó mal.

–¿Cómo era el Polaco, no el bronce que conocimos todos, sino el de entrecasa?

–El Polaco de entrecasa era el que yo más conocía. El que estaba todo el día en la cama, como le gustaba a él, con una camiseta sin mangas, de morley, el pelo despeinadito, una pata afuera de la cama… por la circulación, ¿viste? Y daba órdenes: “¡Lua, traeme estooo!”. Yo lo conocía en esa intimidad. Llegaba a la casa y Luisa me decía: “¿Sabés lo que me pidió? ¡Caviar con galletitas de agua!”. Cuando me escuchaba, me llamaba: “Vení, mirá lo que voy a poner”, y ponía un VHS de Drácula, de Béla Lugosi, y entonces mientras comía caviar miraba. Se hacía el paquete… Era un conde, un conde de Saavedra, un conde coherente con su barrio, con su humildad.

–¿Cuál fue el mayor legado que dejó en lo musical?

–No hablábamos de música. Hablábamos de lenguaje. Él tenía un cope casi patológico con el lenguaje, porque era muy hincha pelotas con las palabras. Y yo que estudié Lingüística, imaginate, nos juntamos el hambre y las ganas de comer. Entonces hablábamos de lenguaje a través de las poesías y me decía: “¡Mirá esto, mirá lo que dice!”. Yo a veces estoy cantando un tema y me acuerdo de esas charlas, por ejemplo con “Fruta amarga”. Ese era un tango que a él le impresionaba mucho, de Manzi. Le llamaba la atención la letra y la intencionalidad. Así con un montón de temas. “Afiches” yo no lo quería cantar porque lo había cantado él, y me insistía: “Tenés que cantar ‘Afiches’”. Finalmente le hice caso y lo grabé de una, y mirá lo que me hizo el guacho. Me llamó por teléfono cuando lo escuchó: “Lo cantaste mejor que yo”. Yo le dije: “Polaco, no te voy a mandar a la mierda porque te quiero”.

–¿Hay algún tango que hayas querido cantar y que él haya aconsejado dejar de lado?

–No, al revés. Él quería que yo cantara “Chau, no va más” y yo le decía que no, que me parecía un bajón, grasa y cachudo. Para él era precioso. Y bueno, no lo canté. Con otros temas sí le obedecí, como con “Absurdo”, que es un vals que nadie conoce y yo lo grabé por él. Cuando le dije que iba a cantar “Ivette” en Café Homero, con las guitarras argentinas, él me dijo que no le gustaba y lo canté igual. Cuando vuelvo a la mesa esa noche me tira: “¡¿Sabés que me gustó?!”. Había mucho rapport, mucha ida y vuelta.

–¿Contaba anécdotas de la época de su juventud con las orquestas?

–Contaba anécdotas de Troilo, Homero Expósito, Homero Manzi, Cadícamo y ya. Lo que pasa es que él con las orquestas no era él, por lo cual Troilo le dijo que se fuera, que en la orquesta se lucía el director. Él se mandó a cantar solo y ahí empezó a ser el Polaco Goyeneche. El Polaco tenía una medallita, que ahora la tengo yo, de Notre Dame, y antes de salir a cantar la besaba y decía: “Ayudame, Gordo, ayudame”. Han hecho cagadas juntos, como locos también (risas).

–¿Cuando estaba en su casa escuchaba música o radio?

–No, no escuchaba nada, igual que yo. Luisa, la mujer, siempre decía que éramos iguales. Lo que hacía era llevarme al living, que era un lugar repleto de premios, fotos, murales… un templo, y me hacía escuchar al primer Polaco, al segundo Polaco, este, aquel, el último. “¿Cuál te gusta más?” Yo le decía que a mí me gustaba el último Polaco, el de ese momento. “A mí también”, asentía. Hay quienes prefieren lo virtuoso, pero a veces lo virtuoso no atraviesa al público, aunque mucha gente decía que el Polaco cantaba mejor en la primera época. Quienes éramos jóvenes en la última etapa del Polaco lo conocimos así, así nos llegó, y el hecho artístico pasó ahí, cuando ya era solista.

–¿De qué hablaban cuando no hablaban de música?

–De la familia. Me preguntaba por mi hija y por mi hijo, y él hablaba de Lorena, su nieta. Todo era muy familiar: “Ay, porque Julita es tan divina, tan simpática y el Rafa es serio”. Luisa y él los han tenido en brazos a mis hijos mientras yo cantaba, mientras hacía mi clínica.

–¿Qué decía del país y de ese comienzo de los 90?

–No, no hablaba del país. Era más de contar historias de la gente que quería y así me contaba, por ejemplo, cómo había conocido a Pepe Sacristán o a Omar Sharif, y si caía alguien que no le interesaba para nada decía: “Uh, ¡este es el típico plomo!”. Estaba lleno de plomos (risas). No le gustaba tampoco el lobby ni quedarse a charlar con la gente. Pasa que él dejaba la vida en esos temas que cantaba. Cantaba tres temas, pero estaba complicado y después tenía que hacer el rendez vous con sonrisas y no tenía ganas. Quería irse a la cama otra vez.

–¿Siempre que no laburaba estaba en la cama?

–Absolutamente. Aunque a veces se escapaba de Luisa, de canuto por el barrio, para irse a tomar una Hesperidina. Él no podía hacer más nada, ya estaba jugado y era un tipo joven, porque murió a los 68 años.

–¿Qué es lo que te dejó a nivel humano el vínculo que tuvieron?

–El Polaco no era un tipo sincero con todos, pero a mí me decía todo lo que sentía, por eso yo creo que conmigo tuvo una generosidad particularmente paternal. Todo era muy rico, tanto las anécdotas como cuando hablaba de los temas y me corregía: “No vayas a los libros, que están equivocados; llamame a mí”. Cuando se fue él, no tuve a quien llamar.

–¿Tenía algún autor preferido?

–A él le gustaba mucho Homero Expósito, tal vez porque lo había conocido, aunque Manzi también, pero Expósito le parecía muy tierno con las mujeres.

–¿Por qué decís habitualmente que tu repertorio es tu ideología?

–Porque yo no elijo el repertorio por bonito, más bien lo elijo por mostrar lo que está oscurecido, para iluminarlo y ver de qué va. Encuentro cosas que no se querían cantar, sobre todo en los 60, que el tango tenía que ser deluxe. A mí me gusta aquello, no arrabalero pero sí marginal, como por ejemplo “Mi noche triste”, que habla de un hombre pobre que en el amor pone su frustración.

–Otra cosa que decís con frecuencia es que la vanguardia está en la esencia y no en la apariencia.

–Sí, me refiero a esa confusión de pretender ser moderno por hablar de internet o de un shopping. Yo prefiero los clásicos por esenciales, además de que son insuperables y tienen una tremenda vigencia existencial.

–Se dice que, al fin y al cabo, todo se trata de los vínculos, ¿parece que esto aplica al tango?

–El tango necesita del otro para poder expresar, no importa qué pasa en ese vínculo, el tema es escribir a pesar del vínculo. Necesita mirar al otro para escribir, para cantar y para bailar. El tango tiene nostalgia, que no es lo mismo que la melancolía. La nostalgia es un dolorcito en flor y la melancolía es un flor de dolorcito.

Escrito por
Maria Eugenia Rossi Gallo
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