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Caras y Caretas

           

“Siempre cuestioné al poder”

La dramaturga Griselda Gambaro es un emblema del teatro argentino. A los 90 años sigue escribiendo y aquí repasa su obra y las dificultades que debió enfrentar.

Por Candela Gomes Diez. Hablar de Griselda Gambaro es hablar de una obra literaria tan vasta como ecléctica. La narrativa fue el primer territorio fértil que encontró para traducir sus pensamientos en palabras, pero su voraz lectura de textos teatrales la impulsaron a iniciarse en la dramaturgia. Así, en 1963 escribió su primera obra, Las paredes, y sólo dos años más tarde, en 1965, el desatino se convertiría en su primera pieza representada sobre un escenario, dirigida por Jorge Petraglia. Hoy sus obras, que han sido traducidas a decenas de lenguas y estrenadas en distintos países, siguen formando parte de la cartelera teatral porteña.
Desde pequeña, escribir fue una pasión que nunca la soltó y la sigue acompañando a sus 90 años, edad con la que sigue escribiendo, según revela, hasta en los sueños. “Se puede escribir de muchas maneras, en la máquina, en la computadora o pensando. Yo soy de soñar mucho, y a veces cuando me levanto, digo: ‘Pero qué bien he escrito anoche’”, cuenta divertida.
En su casa de Don Bosco, donde vive hace más de 50 años, rodeada de un paraíso arbolado que le ofrece zapallos, paltas, limones y tomates, recibe a Caras y Caretas. Lo hace acompañada por Fiona y Pepa, dos perras de pelaje negro y raza ovejero belga, que la escoltan hasta la puerta de la casa. Allí dentro, frente a una mesa ratona donde descansan algunos libros, la prolífica escritora y dramaturga habla largamente de su vida dedicada a la literatura y de su amor por el teatro.

– ¿Cuándo apareció el deseo de escribir?
–Apareció cuando era muy joven, con las composiciones escolares. No tuve dudas sobre mi vocación. Siempre digo que nunca tuve méritos diversos. No me incliné ni por la música, ni por la pintura, ni por otras actividades. Me gustaba escribir y sentía ese deseo.

– Se inició en la narrativa y luego incursionó en la dramaturgia. ¿Cómo llegó a ese género?
– No fui una gran espectadora de teatro, entonces leyendo dramaturgia fue que me acerqué a esa actividad tan misteriosa, imaginada para un espacio físico y con un tempo especial. Y así fui concretando algunas obras.

– ¿Y qué siente cuando ve sus obras plasmadas en una puesta en escena?
– Me sorprende ver que lo que perfilé en el papel se manifiesta en carne y hueso y se sostiene sobre el escenario, y que mis palabras escritas pueden escucharse en voz alta y llegar a la gente. Luego, siento una satisfacción, porque siempre es grato movilizar con lo que una ha hecho inicialmente en soledad. Recuerdo haber estado una vez en el teatro, creo que fue con La malasangre, y por un instante me sumí en un estado de alegre sorpresa, porque estaban los actores en el escenario, el músico en un lado, el iluminador en otro y la directora Laura Yusem, todos trabajando para esa obra que había surgido en la soledad de mi casa.

– ¿Le hubiera gustado dirigir alguna de sus obras?
–No. Nunca tuve esa nostalgia, porque me parece parece que es un trabajo muy intenso y que hay que aprenderlo. Había que saber mover los personajes en el espacio escénico de una manera distinta a la que yo los movía en el papel. Para mí, la escritura, no sólo teatral, sino también narrativa, fue muy poderosa en muchas ocasiones y no tuve espacio ni tiempo para dirigir.

– ¿Pero se le presentó la oportunidad?

–Alguna vez en España intenté con una amiga hacer la puesta de un monólogo, pero no resultó. No me sentí con las armas necesarias para ejercer ese trabajo. Es que si el director o la directora son buenos, me aportan una riqueza insospechada, porque encuentran en mi obra sentidos y contenidos que yo no había visto. Recuerdo mi relación con Alberto Ure, quien encontraba sentidos que estaban mucho más allá de lo que yo había supuesto. Y lo mismo me ha ocurrido con las puestas en escena de muchas de mis obras que hizo Laura Yusem, que también me revelaron otro color.

– ¿Podría definir su estilo de escritura?
–Eso tendrían que definirlo los críticos. Puedo decir que intento ser clara y transparente en lo que escribo, pero no tengo manera de definir mi escritura.

–A propósito, ¿cómo ha sido su relación con la crítica?
–Hay estudiosos y ensayistas que han analizado mi obra y les estoy muy agradecida, porque han puesto mucha dedicación y hasta una especie de devoción hacia lo literario que me ha incluido. En narrativa no he recibido críticas muy terribles, pero en teatro sí.

– ¿En teatro sí?
–Sí. Hubo toda una época en que había un especial encono cuando estrené mis primeras piezas. En ese momento era más fuerte una corriente realista, naturalista, entonces a mí se me incluyó en el teatro del absurdo, y eso provocó mucho rechazo.

– ¿Cree que esas críticas se producían por una cuestión estética-artística o que se hacían por su condición de mujer?
–Eso era muy difícil descifrarlo. Me acuerdo de que un crítico de La Prensa, Jaime Potenze, que no me tenía particular simpatía, escribió en un titular: “Una damita ingresa al teatro” o algo así. No creo que hubiera escrito “un caballerito”. Algunas críticas fueron realmente muy agresivas. En una de esas críticas, no recuerdo si sobre El desatino o Los siameses, Edmundo Eichelbaum escribió una serie de adjetivos que no tenían nada que ver con la obra. Decía ahí que mi obra era “soez”, “mal escrita” y “pornográfica”. Después se disculpó. Por lo general, pasó eso. Los críticos me atacaron mucho, pero con los años se disculparon.

– ¿Qué lugar ocupaba la mujer en la dramaturgia en ese tiempo?
–Siempre hubo dramaturgas, a pesar de las dificultades, pero no existía una corriente como existe ahora. Incluso los autores hombres les daban poco peso a las protagonistas mujeres, salvo autores anarquistas o los que tomaban como prototipos a las figuras de la mitología o del teatro griego.

– ¿Advierte que ha cambiado ese lugar?
–Sí. A medida que las mujeres conseguimos tener un espacio mayor para ocupar en la sociedad, también se modificó el rol de la mujer en el teatro. Porque antes los espacios técnicos tampoco eran ocupados por nosotras. En cambio, ahora, leyendo lo que se estrena y viendo las figuras que aparecen y las mujeres que escriben, me parece que hemos roto barreras.

–En 1977, la dictadura militar censuró su novela Ganarse la muerte y usted tuvo que exiliarse en España. ¿Cómo vivió ese momento?

–Fue un momento muy doloroso y muy terrible. Prohibiciones de libros hubo siempre, pero en la época de la dictadura significaban otra cosa. Era muy amenazador en términos de peligro físico que te prohibieran. Mi novela fue prohibida por un coronel. Eso fue muy documentado y aparece en la última edición. Yo me asombré, porque pensé: “Está bien leída, pero del lado de la derecha”.

–Ya en su primera obra, Las paredes, hacía una crítica a esos abusos del poder de los que luego usted sería víctima. ¿Cuál es y cuál ha sido su relación con el poder?

–Siempre cuestioné al poder. Claudia Piñeiro ha citado una frase mía, y me hizo recordar que en una oportunidad hablé de “la disidencia como estado de alerta”. Con el poder uno tiene que ser disidente. Incluso cuando sentí que recibía algún agasajo por parte del poder, siempre tuve una mirada hacia lo que falta en el sistema, porque desconfiar es una posición más deseable para un intelectual o un escritor. De todas formas, no todos los poderes son iguales. No podemos comparar el poder de Lula con el de Bolsonaro. Hay poderes que se pueden desear, y otros que son indeseables. Pero no hay que dejarse comprar, ni tampoco entrar en la crítica ciega. El espíritu crítico es necesario.

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