Por Emanuel Respighi. El consumo audiovisual digital es una nueva trampa. Otra idea de libertad y autonomía que el capitalismo vende enmascarando sus verdaderas intenciones. Detrás de la celebrada posibilidad de ver series y películas a un sólo clic de distancia, cuando y donde se quiera, existe todo un entramado tecno-económico-cultural que busca homogeneizar espectadores. Las plataformas de video online, el consumo que proponen, no hacen otra cosa que estimular los dos grandes males del sistema económico que rige al mundo: el individualismo y el consumismo. La ecuación algorítmica que ponen en práctica los servicios de streaming prefabrican un espectador ideal: uno adicto, hipercontrolado por algoritmos que reafirman ideas, preferencias y saberes. ¿Es el cine portátil, entonces, el paraíso soñado por los ciudadanos del siglo XXI? ¿O, acaso, se trata de una etapa superadora del control social a través de la cultura del entretenimiento? ¿Qué anticuerpos sociales combaten a la sociedad audiovisual en la que el Ello freudiano está sobreestimulado y desatado?
La revolución digital es innegable. La irrupción masiva de internet en la vida cotidiana transformó las relaciones sociales. Su impacto cultural es tan transversal que ni siquiera Ray Bradbury pudo predecirlo en algunas de sus novelas de ciencia ficción. La “época de oro de las series” pudo ser porque toda una sucesión de servicios de streaming (desde Netflix hasta Hulu, pasando por Amazon Prime, HBO Go, Qubit, CONT.AR y siguen las firmas) trajo la videoteca del mundo al bolsillo, facilitando su accesibilidad como nunca antes y ampliando los límites de un mercado que ahora es único y global. En un mundo en crisis y cerrando sus fronteras, en el que lo foráneo y lo particular son vistos como potenciales amenazas, el universo audiovisual no hace distinción alguna. Hay lugar para todos, todas y todes.
NO TODO ESTÁ PERDIDO
El fenómeno de las series consumidas de manera voraz, en sesiones maratónicas y antihumanas, propone un desafío no sólo a la industria audiovisual tradicional, que percibe cómo todo lo entonces sólido se disuelve en el aire digital. También representa un reto para la propia
evolución del sujeto, expuesto a horas y horas ininterrumpidas frente a la pantalla, siendo rehén no sólo del sistema adictivo cuidadosamente planificado por las plataformas sino también de su propia “autoprogramación”. ¿Está el cerebro en condiciones de procesar lo que se ve sin pausa y con instinto consumista? ¿En dónde queda el sujeto crítico, en una sociedad que parece medirse en función de la cantidad de series vistas? El espectador digital es hijo nativo del mundo vertiginoso del siglo XXI, que vanagloria la rapidez y la inmediatez por sobre cualquier otro aspecto. Ahora, rápido y mucho son los signos de época.
Simone de Beauvoir, la filósofa y escritora francesa, dijo alguna vez con certeza que “el feminismo es una forma de vivir individualmente y de luchar colectivamente”. En esa misma línea, se puede pensar que si bien el visionado de series y películas se ha vuelto individual, atomizado, también es cierto que la comunidad digital brinda su propia lucha contra la lógica impuesta. La necesidad humana de compartir aquello que experimenta con los otros, de confirmar lazos de comunidad alrededor de una actividad, resulta ser el germen de una resistencia cultural a los riesgos del consumo audiovisual 2.0. Ya lo demostró Isaac Newton en sus leyes del movimiento: a toda acción le corresponde una reacción igual pero en sentido contrario. “Hay una linda paradoja del fenómeno del consumo vía streaming que es que mientras se vuelve solitario el visionado se vuelve más colectivo el consumo”, reflexiona Adriana Amado, investigadora de medios. “Tradicionalmente, la televisión empezó siendo un consumo grupal. Como decía Eliseo Verón, la TV era un mueble más en el living, alrededor del cual se juntaba la familia para verla. Esa imagen subsiste aún hoy en relación con eventos deportivos o noticias de alto impacto, cuando la gente se agrupa ante las pantallas. Internet hizo que la televisión se convirtiera de un producto de oferta a uno de demanda, modificando el consumo. Ese efecto que generaba la novela emitida a la misma hora, que esperábamos con ansiedad, como quien iba deshojando una flor y lo hacíamos cuidadosamente para que durara y poder comentarla al día siguiente en el trabajo o con las amigas, hoy se lleva a las redes sociales. La Encuesta de Consumos Culturales da cuenta de que cuanto más joven, más se comparten comentarios en la red sobre lo que se está viendo en ese momento.”
LA SOLEDAD ACOMPAÑADA
La deconstrucción del espectador en la era digital se vuelve entonces necesaria para complejizar el asunto. El periodista especializado en cine y series Pablo Manzotti coincide en definir al sujeto audiovisual como un “espectador solitario en comunidad digital” de alcance global. “El gran secreto del éxito del marketing de Netflix –afirma el autor de Seriemanía– es que entendió lo que el espectador hacía y deseaba, encontrándole una grieta al intercambio de archivos en internet, lo que era el download. Netflix legalizó lo que era ilegal. Le puso un manto de legalidad a un consumo ilegal que no paraba de crecer. Esa transformación dio paso para la construcción del sujeto consumidor, pero la comunidad se reconvierte en las redes. El lugar de las redes sociales en el visionado lineal, en vivo, es impresionante. Game of Thrones o The Walking Deadse ven con Twitter abierto al lado y comentarios instantáneos. Hay una ambigüedad en ese espectador solitario que vive en comunidad digital, que interactúa y reinterpreta la obra.”
La interacción con los otros parece ser, entonces, el aspecto más interesante de estos tiempos, tal vez el alfiler que logre pinchar la burbuja a la que somete la dictadura del algoritmo, que sugiere siempre más de lo mismo. La posibilidad de interactuar con espectadores criados a miles de kilómetros y formados en culturas muy diferentes, discutiendo pareceres y sensaciones sobre tal o cual serie, forma una aldea global en la que los interlocutores dejaron de ser sólo los seres con los que tiempo atrás se compartía el sillón del living. El diálogo generado en las redes sociales sobre cine, TV y series es uno de los más voluminosos de las nuevas tecnologías. Una interacción que enriquece y sostiene la intensidad del consumismo digital, a la vez que combate sus daños.
Amado propone un ejercicio intelectual para comprender la magnitud del fenómeno. “Deberíamos pensar –propone– si el visionado solitario tiene tanto arraigo porque, justamente, complementamos lo colectivo desde otro lado. Un ejercicio posible es interrogarnos si el streaming sería tan exitoso como lo es si no fuera posible compartir con los otros lo que vemos en soledad. Me atrevo a responder que no, porque la cultura siempre es comunitaria, colectiva. El libro sirve en la medida que se puede compartir su lectura con otras personas, la narración se enriquece cuando se transmite de generación en generación o la expandís a partir de las lecturas que genera. La televisión la llevó a las masas, y de las masas hoy lo devuelve a las comunidades pero con potencial, como diría Manuel Castells, de volver a ser de las masas.” En medio de pantallas que atraviesan la vida social, donde pasa a ser más importante el registro acumulado que la propia experiencia, los lazos colectivos podrían ser la clave para luchar contra el placebo inoculado desde las plataformas: esa falsa y a la vez encantadora idea del ejercicio de la libertad individual y a conciencia en la elección audiovisual. Más vale unidos que dominados. Para que ese espectador solitario vuelva a conectarse con lo íntimo de una obra, para que no siga matando a sus silencios, a lo que teme, consumiendo series como un zombi sin otro límite que el que le proponen otros.