Por Bruno Bimbi. Le dispararon a Marielle –me dijo Carol no bien atendí el celular. Era de noche y yo estaba en el sofá viendo alguna serie, inconsciente de los eventos que cambiarían todo, en tan poco tiempo que costaría entender qué pasó.
–¿Cómo que le dispararon?
–No sabemos todavía. Ella estaba en el auto, volviendo de una actividad en la Casa das Pretas. Le dispararon varios tiros y fue a óbito, estamos tratando de avisar a la familia para que sepan antes de que salga en televisión –respondió Carol.
Tardé en entender. Nadie usa la expresión “fue a óbito”, pero supongo que fue su manera de evitar decirse a sí misma que Marielle estaba muerta.
Aún no lo sabíamos, pero no había sido un hecho de inseguridad común. No se llevaron nada. Al menos dos autos esperaron que saliera de su última actividad del día. Luego la siguieron por cuatro kilómetros. Uno de los autos le cerró el camino justo en uno de los puntos ciegos del recorrido, donde no había cámaras de seguridad. El otro se colocó en paralelo y, en una fracción de segundo, se abrió una ráfaga de trece tiros, disparados a dos metros de distancia, con armas 9 milímetros, directamente hacia la ventanilla de su asiento, cuyo vidrio era polarizado. Cuatro tiros acertaron a la cabeza y el cuello, otros tres mataron por la espalda al chofer. Los sicarios escaparon. Las patentes de los autos, que desaparecieron con ellos, eran clonadas. Las municiones eran parte de un lote comprado por la Policía Federal, ya identificado en casos de gatillo fácil. Se sabe que parte del lote fue vendido a policías militares de Río. La planificación logística y la inteligencia empleada para el crimen fue demasiado profesional para haber sido casualidad. Fueron tiradores de elite y no caben dudas de que fue una ejecución, un asesinato político y muy probablemente un crimen de odio.
Era 14 de marzo, era casi medianoche, pero ese día empezó el año que terminaría con Jair Messias Bolsonaro en la presidencia, una pesadilla tan inimaginable como esa noche en la que supimos que habían matado a nuestra compañera. Claro que podríamos ir más atrás, pensando apenas electoralmente, y decir que el año empezó el 24 de enero, cuando la sala octava del Tribunal Federal Regional de la 4ª región ratificó la condena y aumentó la pena de prisión dictada –sin pruebas, en un proceso que le daría vergüenza a un estudiante de primer año de Derecho, en una sentencia firmada por el futuro ministro de Justicia de Bolsonaro, Sérgio Moro– contra el ex presidente Lula da Silva. Sí, ese día comenzaba a definirse la suerte de la elección presidencial, pero el 14 de marzo, con el asesinato de Marielle, esa joven negra, feminista, lesbiana y favelada que había llegado inesperadamente a la Cámara Municipal con decenas de miles de votos, comenzaba una transición más profunda que llevaría a la sociedad brasileña a esta distopía de hoy, que, si fuese una ficción, parecería exagerada.
ACCIÓN Y REACCIÓN
Pocas horas después de la llamada de Carol, ya pasada la medianoche, estábamos reunidos en el barrio de Lapa con algunas decenas de compañeros de militancia de Marielle, recibiendo las últimas informaciones. A la una de la mañana le escribí por WhatsApp a un colega de la redacción, en Buenos Aires, para enviarle una nota urgente: “Acribillaron a balazos en Río de Janeiro a una concejal de izquierda”. Mientras, en la reunión, nos enterábamos de que ya había una convocatoria espontánea en las redes sociales para marchar a las 18 del día siguiente por el centro de la ciudad, exigiendo justicia. Fueron decenas de miles, una de las movilizaciones más masivas de los últimos años, organizada a través de Facebook por ciudadanos independientes poco después de la medianoche. Marielle se transformaba en un símbolo, y protestas contra su brutal asesinato y el de su chofer, Anderson Gomes, recorrían el mundo.
Aún no se sabe quién la mató, quiénes ordenaron su ejecución y por qué, pero hay indicios suficientes para imaginarlo. Sin embargo, había algo más que no sabíamos. Aunque a nosotros, hermanados por el dolor y la solidaridad en las calles, nos pareciera que todo el país estaba indignado por ese brutal asesinato político, había una corriente silenciosa de personas a las que les parecía bien. Algo habría hecho. Una menos.
De todos los precandidatos presidenciales, Jair Bolsonaro fue el único que no condenó el crimen. Políticos ligados a él comenzaron a divulgar por las redes sociales noticias falsas para ensuciar la historia de Marielle: por ejemplo, que era esposa de un traficante de drogas y que había sido electa con los votos del Comando Vermelho. Una fake news mostraba una foto de dos personas que nunca se supo quiénes eran –una chica sentada en las rodillas de su novio– y miles de grupos de WhatsApp viralizaban la imagen diciendo que eran Marielle y su pareja, un traficante preso. La verdadera pareja de Marielle era otra mujer, Mónica Benício. Y pronto, quienes la odiaban por ser la mujer de un traficante pasaron a odiarla también por ser lesbiana, sin percibir la contradicción entre ambas informaciones. Encima, era comunista, “feminazi”, villera y defensora de los derechos humanos, o sea, de los delincuentes.
LA BANDERA DEL ODIO
Ese submundo apareció a cara descubierta al comenzar la campaña, cuando un candidato a diputado provincial por el partido de Bolsonaro,
Rodrigo Amorim, arrancó y rompió con sus manos una placa en homenaje a Marielle, y una multitud de seguidores del capitán lo ovacionó.
Amorim fue el diputado más votado del estado, y el hombre que estaba a su lado ese día, antes un desconocido, fue electo gobernador y ahora promete enviar drones para disparar “a la cabeza” en las favelas y abrir su “propio Guantánamo, para mandar ahí a los terroristas”.
El gobierno de Bolsonaro, un fascista que llega al poder por el voto popular –aunque con el candidato más popular proscripto– en la principal economía de la región, es peligroso por muchos motivos. El presidente es un ex militar que reivindica la dictadura, tiene como ídolo a un torturador y es un declarado enemigo de la democracia y los derechos humanos. Hizo toda su carrera divulgando mentiras y desparramando odio contra las minorías, en especial contra los gays, y ahora promete liberar la venta de armas y desterrar el marxismo de todos los lados donde se imagina que está. Es, además, un hombre bruto, ignorante, con dificultades para construir frases con sujeto y predicado.
Su canciller, Ernesto Araújo, es un demente que afirma que el cambio climático no existe, que la globalización es una conspiración marxista y que el matrimonio gay y el aborto forman parte de un plan de la izquierda para impedir el nacimiento del niño Jesús (sí, eso es textual). Su ministra de Familia y Derechos Humanos es una pastora evangélica chiflada que parece la tía Lydia de The Handmaid’s Tale. Se llama Damares y jura que habló personalmente con Jesús en un árbol de guayaba. También dice que las mujeres nacieron para procrear y que, con este gobierno, los niños se van a vestir de celeste, y las niñas, de rosa. Su ministro de Educación es un ex profesor de la Escuela del Comando del Estado Mayor del Ejército que promete combatir el marxismo y el “cientificismo” en las escuelas. Su jefe de gabinete es un lobista de la industria de las armas.
Bolsonaro odia a los gays, a las feministas, a los inmigrantes, a los negros, a los indios. Quiere abrir la Amazonia para la explotación agrícola, salir del Acuerdo de París, frenar la inmigración, acabar con los derechos laborales, privatizar todo. Dice que va a liberar a Brasil del comunismo y que tal vez sea necesario derramar sangre para que la bandera brasileña nunca sea roja.
Su ministro de Economía es un admirador del modelo implementado en Chile por el general Augusto Pinochet.
LOS TAPADOS
Pero, aun consciente del enorme daño que Bolsonaro puede provocar con sus planes, de la catástrofe social, económica, ambiental y humanitaria que puede producir, creo que el mayor peligro de este nuevo fascismo que llega al poder en Brasil pasa menos por el gobierno y más por esa gente a la que le pareció bien que mataran a Marielle.
Entre esa gente están los que piensan que los gays y las lesbianas fueron demasiado lejos y que es un asco que puedan casarse. Creen, como dijo el presidente, que es mejor un hijo muerto a un hijo homosexual, y que si te salió así fue por falta de golpes. Están también los que, cuando en el noticiero hablan de una chica que fue violada, opinan que seguramente esa putita se lo buscó. Los que piensan, como dice su líder, que “delincuente bueno es el delincuente muerto” y que los derechos humanos son un invento de defensores de delincuentes. A muchos les molesta que sus hijos tengan que estudiar en la misma universidad con negros, gracias a las políticas afirmativas; que las empleadas domésticas ahora tengan derechos laborales; que los villeros viajen en avión. Y odian a Lula por todo eso. Muchos les dicen “feminazis” a las feministas y creen, como dijo el presidente en su discurso de asunción, que uno de los principales problemas de la educación brasileña es la inexistente “ideología de género”.
Muchos extrañan los buenos tiempos del gobierno militar, que no fue una dictadura, sino una revolución que nos salvó del comunismo.
Esa gente estaba cansada de quedarse callada, de ver cómo el mundo ingresaba en esta modernidad sin orden, sin los valores de antaño, sin Dios. Esa gente se sentía presa en la dictadura de lo politicamente correcto, por la que ya no se puede decir más “negro de mierda”, no se puede tocarle el culo por la fuerza a una mina y hay que soportar que dos putos se den un beso a la luz del sol. Esa gente muchas veces se callaba lo que pensaba, pero ahora no se calla más. Eligieron a un presidente que es uno de ellos, que dice todo eso con la frente bien alta y que ya les advirtió en su último discurso de campaña a todos esos rojos, a esos maricones, que tendrán que elegir entre la cárcel y el exilio.
Esa gente ahora está empoderada. Muchos fueron armados a votar y se filmaron apretando el número de su candidato con la punta del revólver. Claro que son minoría, aun, entre los electores de Bolsonaro. Millones de personas votan por los motivos más diversos, incluso contradictorios, sin lógica. Pero el presidente es, sin duda, parte de ese grupo, al que le guiña el ojo todo el tiempo para que sepa que, a partir de ahora, el país le pertenece. Esa gente, entre la que hay policías violentos, militares nostálgicos de la dictadura, milicianos, pastores evangélicos extremistas, cabezas rapadas, maridos golpeadores, supremacistas blancos, neonazis y toda una fauna de violentos, siente que por fin le llegó la vez de mandar. Y ahí radica el mayor peligro del gobierno que empieza, un peligro aun mayor que sus propios actos, que serán sin duda catastróficos.
Aún no sabemos quién mató a Marielle, quiénes ordenaron su ejecución y por qué, pero sabemos sin duda a qué candidato votaron. Esa gente, ahora, está en el poder.