Por Juan Carrá. El canto de un pájaro llega desde el techo y la poeta Alicia Genovese lo busca con la mirada. “Que salga el pájaro”, le dice al fotógrafo que busca retratarla en el jardín de su casa de Buenos Aires. Enredaderas, flores, apenas un camino de baldosas. La escena podría ser una más, si no fuera que la que posa y contempla el canto del pájaro es la autora de estos versos: “Cualquiera diría que/ con el follaje nuevo/ con los despuntes verde agua/ sobre el marrón traslúcido/ de los troncos/ volvían los pájaros/ o mansa, la primavera se cumplía/ más visible/ en este extremo de la ciudad”.
A unos pasos de ahí, en el comedor, dos libros de Alfonsina Storni descansan sobre la mesa. Uno, un compilado de crónicas que muestran a la poeta en su faceta más contestataria, ácida, política. El otro, la poesía completa, desbordado de papeles que marcan sus poemas preferidos. En ese libro están también los poemas de La inquietud del rosal, ya no en la edición de tapa verde, rugosa, con una flor estampada en la portada, como el ejemplar que a los 12 años le hizo tomar una decisión: ser escritora.
–Ese fue el primer libro de poesía que leí en mi vida, vengo de un hogar sin libros, de una casa sencilla en Llavallol. Compraba revistas de historieta en el kiosco de diarios y de vez en cuando algún libro: Cortázar, Sabato, Borges… Pero cuando leí ese libro de Alfonsina fue distinto, a pesar de esa retórica que no tenía nada que ver con una chica de 12 años quedé impactada, me parecía hermoso; las referencias a las flores, a las plantas… Por entonces una vecina le preguntó a mi madre qué iba a ser yo cuando fuera grande, no recuerdo qué respondió; pero yo dije: “Quiero ser escritora”. No podría haber dicho eso sin ese libro, porque fue el primero de una autora mujer que leí. Por más que yo ya tuviera otras lecturas, no podía haber dicho “yo voy a ser Cortázar”, no había una identificación.
–¿Y con el tiempo siguió siendo una referencia?
–Me peleé mucho con Alfonsina, con esa retórica modernista y neorromántica que atraviesa casi toda la obra. Hay una Alfonsina un poco distinta en los últimos libros, en Mascarilla y trébol, por ejemplo, donde uno puede leer el corrimiento del yo, las observaciones del paisaje de Buenos Aires, como en el poema “Río de la Plata en arena pálido”, hace varios poemas sobre el río en distintos colores como si jugara con la luz de una manera que lo harían los impresionistas en pintura. En esos textos hay otra cosa que no tiene nada que ver con la imagen conocida de Alfonsina. Así como las crónicas no tienen nada que ver con esa figura de la poetisa, la suicida, todas formas de nombrarla que se pueden usar de manera peyorativa hacia una poeta, y sobre todo hacia una poeta mujer.
–Una imagen un tanto distorsionada.
–Todavía hoy seguimos peleando para reivindicar la figura de Alfonsina más allá de esa idea consagratoria a la que se le adosa el suicidio, los monumentos… el lugar donde la recuerdan en Mar del Plata no es donde se suicidó; nunca fue caminando por “la blanda arena que lame el mar” ni “dejó su huella”. Se tiró desde una escollera. Era una mujer con cáncer, ya había tenido una operación, había sufrido mucho y los síntomas le habían retornado. Entonces le dice al hijo que no quiere una segunda intervención. Imagino el dolor que la enfermedad le causaba, en esa época. La que se suicida no es una romántica, es una enferma terminal. Esa romantización de la figura de Alfonsina la saca del lugar de trabajadora de la palabra, una persona con un perfecto conocimiento de las herramientas como poeta. Y hay que leer sus crónicas para entender lo que era esa prosa, esa fuerza argumentativa, la perspicacia analítica, su posición feminista, cuestionando por qué la mujer no podía manejar su dinero. Es una figura enorme. Con ese yo poético que escribe utilizando una segunda persona, que tradicionalmente es un interlocutor amoroso, pero lo hace con un pathos y con una rabia que no tiene nada que ver con la figura sumisa, débil, como estereotipo de la mujer acuñado en el siglo XIX y que se extiende. “Tú me quieres blanca”, sin ir más lejos, u “Hombre pequeñito”, ¿no? Hay siempre una apelación a un “tú” amoroso, pero una transformación radical de ese “tú”, porque le está diciendo aquello con lo que ella no puede cumplir, o sea que en los años 20 ella está generando una poesía en disenso con el mundo patriarcal. Alfonsina, primero que nada, es una gran poeta. Y ha sido una personalidad gravitante sobre todo para las poetas mujeres. Creo que no seríamos las mismas sin tener a Alfonsina detrás.
Más allá de la importancia de la lectura, como poeta Genovese define a la poesía como “un hacer” que la conecta con el mundo.
–La poesía, a través de la escritura, me amplía la mirada. Es una manera de aflojar la subjetividad, darle cauce, algún tipo de objetividad (si puede llamarse de ese modo a la objetividad que genera el lenguaje) a algo que no sé bien qué es, pero que forma parte de mí.
–¿Qué es lo que te interpela para la escritura de tu obra?
–En general me dejo interpelar por detalles que observo. Confío, y cada vez más, que esa selección que hace la mirada, de algún modo, está conectada con alguna necesidad interna que es difícil de saber a priori, pero que, justamente, en ese diálogo con ese detalle, en esa interrelación, se revela. Es una revelación con letras minúsculas, manuscritas, en lápiz. Hay una revelación de algo subjetivo y objetivo a la vez que tiene que ver con algo del mundo.
–Este año se publicó tu obra poética reunida, que abarca desde 1977 hasta la actualidad, incluso se incorpora un poemario inédito. ¿Encontrás algo que una esos textos?
–Creo que hay un lazo invisible que une todo. Un libro como La hybris (Bajo La Luna, 2007) podría decir que tiene mucho de exploración sobre lo femenino, mientras que en Aguas (Del Dock, 2013) lo que aparece tiene más que ver con el paisaje. Sin embargo, en La hybris se pueden ver cosas que tienen que ver con Aguas y viceversa, siempre hay una vinculación. No creo en esa separación tan tajante y temática entre un poemario y otro. El libro La contingencia (Gog y Magog, 2015), por ejemplo, está teñido de melancolía. En aquel momento murió mi papá y a los pocos años mi hermano menor, mi único hermano, y eso fue como una catástrofe. Entonces, ese libro, hable de lo que hable, va a estar teñido de algo muy melancólico, de ese estado que te permite ver el mundo en un medio tono que es espectacular.
–¿Qué lectura hacés del momento que vive la poesía en la Argentina?
–Estamos en un momento en el que se está produciendo (o ya se produjo) un giro en la poesía. Me parece que la poesía de los 90 terminó, que tuvo su momento oponiéndose a lo que podría definirse como una textura neobarroca, preocupada por el trabajo lingüístico, el procedimiento, los artilugios de construcción. Frente a eso aparece una simplicidad y un querer decir las cosas como son, una exigencia de objetividad como presión, la idea de legibilidad. Eso ha sido muy fértil. Pero en determinado momento empezó a producirse una poesía carente de pathos, la exigencia de objetividad devino en una sequedad del discurso poético, en un estatismo de los poemas apegados al objeto, a la anécdota desnuda y sin hacer el trabajo que desde siempre la poesía hace, que es conectar la subjetividad. Ver qué mueve, cuál es la afectividad que se pone a jugar allí adentro.
–¿Y ahora?
–En lo que se está escribiendo en este momento se trabaja con la emoción mucho más abiertamente. Hay un marco distinto para la emoción dentro del poema. Ya esa impersonalidad de los 90 está dejándose de lado. Hay una nueva aparición del yo, pero un yo que aparece un poco apagado, opacado, eclipsado. No necesariamente
hablar de una primera persona en el poema significa una expresión narcisista o un devenir incontrolable del narcisismo. Puede ser un yo muy pequeño que se sitúa en un lugar muy pequeño, menor, sin sabiduría sobre el mundo.
–¿Qué poetas entendés que están en esta búsqueda?
–Se me ocurren muchos, Franco Rivero, correntino; Andi Nachon, Claudia Masin, Beatriz Vignoli. Hay algunos poetas que por la época de su producción pertenecen a los 90, pero por alguna razón no entraron en esa corriente de la que hablaba antes y se desfasan o están en otra búsqueda ahora. Martín Rodríguez siempre tiene una cosa pasional moviéndolo, y hay muchos más, pero estos son los nombres que se me vienen a la cabeza. Todos poetas excelentes, que no sólo se destacan en las lecturas (siempre que leen pasa algo muy poderoso en el público) sino también en la lectura silenciosa.
–Además de tu obra como autora, está tu trabajo como formadora, tanto en talleres particulares como en la cátedra de Taller de Poesía I en la Licenciatura en Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes. ¿Cómo es ese proceso de enseñanza/aprendizaje?
–Mi trabajo en general es escribir a partir del deseo. Si estoy en una situación de taller busco fomentar eso. En la Universidad, donde me llegan estudiantes que no necesariamente quieren tener un contacto con la poesía, tengo que desarmar muchos prejuicios. La mayoría se definen como narradores y tienen su primer contacto con la poesía en el taller. Es un desafío hermoso. Lo que hago es empezar a partir de la pregunta “qué es la poesía”, y no la respondo: proyecto poemas sencillos pero muy poderosos y los voy analizando. Después les reformulo la pregunta y no hay una respuesta, esa es la gracia. A partir de ahí nos metemos en la poesía, establecemos parámetros de lo que ya no es poesía para nosotros, etcétera. Es muy interesante ver cómo al final del cuatrimestre esa gente que fue reticente se acerca y te agradece. Hay un gran desafío social, también, porque hay un gran malentendido con la poesía. Se cree que es muy compleja, que es lo sublime, que está por allá arriba, “desconfiemos porque trabaja con los sentimientos y no es como el narrador que todo lo razona”. Esos son malentendidos, porque en la raíz misma de la poesía moderna, tal como la describe Ezra Pound, la imagen poética es un complejo intelectual y emotivo. Intelectual y emotivo, las dos cosas; es un pensar/sentir.