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Caras y Caretas

           

Alejandra o el viaje al origen

A fines de los años 60, tal vez 1968, solía recorrer cargada de mis borradores de poesía adolescente la calle Corrientes como quien busca una epifanía. Una revelación. Una inspiración. Era el sendero prefigurado de la vanguardia artística y política, de la subversión para romper el destino de una joven formal –tal como mandaba la Simona (Simone de Beauvoir). El recorrido tenía estaciones en cada librería, como si cada una de ellas tuviera las pistas para llegar al destino del tesoro donde, finalmente, sólo habría palabras, o el amor, o la conciencia de los ecos de una revolución que conspiraba a los gritos para convocarnos, que se recrearía una y otra vez en cada sorbo de café, en cada tostado mixto de la barra de El Colombiano o La Paz, en cada cama contra cuerpos deseados y almas hambrientas de revoluciones. Mientras escribo, evoco. En ese viaje iniciático conocí a Horacio, un librero que me desafió en la ley de gravedad de la moral pequeñoburguesa y confesional. Y en mi pasión por el Borges poeta. Recuerdo el instante. Tenía en mis manos Extracción de la piedra de la locura, de Alejandra Pizarnik. Leía murmurando: “La muerte ha restituido al silencio su prestigio hechizante”. Y después: “Y yo no diré mi poema y yo he de decirlo. Aún si el poema (aquí y ahora) no tiene sentido, no tiene destino”. Repetí el texto en voz alta, suave. Me adelanté en esos Fragmentos para dominar el silencio, como los definía en el título. “Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarece, yo hablo.” O, también: “No es muda la muerte. Escucho el llanto de los enlutados, sellar las hendiduras del silencio”. Y lloré suavemente. ¿Qué estaba diciéndome? La muerte y la poesía, y ese viaje sin fin me dejaban fuera de alcanzar a esa poeta tan enorme, tan enorme. Entonces, de la mano de Horacio, quise saber todo de esa mujer. Hacer sus recorridos, visitar los rincones en que había estado por esas calles y esos bares hasta saltar desde el viejo Politeama hasta El Ciervo, donde desayunaron por última vez Milcíades Peña y ella, antes del final. Hasta escuchar las mismas voces de su poesía en la Odiseade Homero que, en una pequeña habitación del pasaje Seaver, Horacio me leyó. Y luego de un silencio acompañado por varias bocanadas de humo de su cigarro, dijo: “Alejandra es nuestra Homero”. Después, porque siempre hay un después del antes en que me dolió Alfonsina sumida en la bruma marina, abandoné al Borges poeta para amar sus cuentos definitivos como “Emma Zunz”, esa historia de vejación y venganza, casi bíblica, que nadie más contará como él. Entonces, después, en pleno fervor setentista, y cuando la poesía había sido arrinconada en la urgencia de contar la sangre derramada en la revolución que parecía inexorable, en la conciencia conmovida de los versos de Paco Urondo o Juan Gelman, el 22 agosto de 1972, la dictadura de turno fusiló a 19 guerrilleros en Trelew. Horacio, por entonces, había partido a Europa, anticipándose a un exilio mayor. Lo extrañé: no pudo acompañarme en el sentimiento de soledad y duelo que me lastimó enton￾ces y un mes después cuando, el 25 de septiembre, nos enteramos de que Alejandra había tomado 50 pastillas de Seconal sódico, subida a una barca tan alucinante como el mar bravo en que se había ahogado Alfonsina muchos años antes. Alejandra había decidido, esta vez, ser la muerte que, como nadie, había logrado nombrar. Porque no fue su talante de suicida sino su condición de poeta inmensa la que la hizo buscar las palabras allí donde anidan, donde nacen, en el origen, es decir, viajó a buscarlas al inconsciente, al núcleo donde todo nace y se inscribe como se inscribieron en ella los amores, las soledades, y como también ocurrió con Alfonsina, donde se inscriben el terror y la muerte. ¿Se trataba de un viaje al origen? Olga Orozco, la madre literaria, amiga de Pizarnik, quiso nombrarlo en “Pavana para una infanta difunta”: “Se rompieron los frascos/ Se astillaron las luces y los lápices/ Se desgarró el papel con la desgarradura que te desliza en otro laberinto”. ¿Eso era, finalmente, lo que querían decirnos Alejandra y Alfonsina?

Escrito por
Maria Seoane
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