No poca tinta se ha gastado en el nombre del padre. Se ha escrito en su defensa y, de un modo tan simbólico como hostil, se ha escrito, sin duda, en su contra. El caso de la multipremiada Amélie Nothomb, la escritora belga nacida en Japón en el seno aristocrático de una antigua familia de Bruselas, se inscribe en la tradición en la que los hijos –o hijas– toman la palabra para retratar la vida de un progenitor, para usar la ficción –la novela, concretamente– para revertir los roles y dar a luz, en la ficción, a quien le diera, a ella misma, en los vericuetos de la realidad, la vida misma.
La historia de Primera sangre, de todos modos, se erige con solidez de los tan mentados “hechos reales”. Verídico o no, Amélie Nothomb sabe cómo iniciar un relato. En un eco borgeano que remite tanto al célebre “El milagro secreto” como a Cien años de soledad, el lector se encuentra, desde el comienzo mismo, con una primera persona desesperada: una voz, un hombre, que está a punto de ser fusilado. Se trata de Patrick Nothomb, quien será, años más tarde, el padre de la autora. Primera sangre abre, vertiginosamente, de la siguiente manera: “Me llevan ante el pelotón de fusilamiento. El tiempo se estira, cada segundo dura un siglo más que el anterior. Tengo veintiocho años”.

El marco de la narración es el siguiente. Congo. 1964. Patrick Nothomb, casado con Danièle Scheyven, padre de dos, cónsul belga en Stanleyville (hoy, Kisangani), es tomado rehén junto a más de mil quinientos occidentales por los rebeldes lugareños. Se suele hablar de este como el mayor secuestro en la historia del siglo XX. Patrick, entonces, hábil con la palabra, se encarga día y noche de negociar con los secuestradores; su destreza, muy probablemente, les valga la supervivencia a muchos. A segundos de la muerte, su inminente fusilador y jefe de los rebeldes le pregunta si quiere un tercer hijo. “Eso dependerá de usted”, responde, valiente, Patrick. Afirma la autora en una entrevista: “Yo soy ese tercer hijo que mi padre decidió tener en ese momento y he cargado toda la vida con el haber nacido tan cerca de la muerte. Nací porque ese hombre, mi padre, salvó su vida y la de otros dos mil hombres con el poder de la palabra. He necesitado escribir este libro para darme cuenta”.
Tomando como partida el punto límite del fusilamiento, cada segundo cobrará una vasta extensión que será la que habilitará el tiempo de la escritura, de la historia, del recuerdo. Patrick rememorará, así, una infancia que supo saborear en cada aliento, a pesar del desinterés de su madre para consigo mismo; recordará, también, su propia supervivencia en el castillo del abuelo paterno, en el que primaba una particularísima forma de privilegio etario. “En la casa de los Nothomb –recuerda el narrador– el derecho patrimonial se aplicaba a lo alimenticio: cuanto más viejo eras, más podías aspirar a comer”. Un solo plato de comida alimentaba a toda la familia. El primero en servirse, de más está decirlo, era el patriarca. La esposa, luego, y los hermanos mayores, después; para terminar, el niño Patrick y su jovencísimo tío, ambos de 6 años, debían apañárselas con las miserables migas. Este escenario de pobreza –en el que no asoma, sin embargo, ni una huella de desesperación, tristeza o sufrimiento– cobra los tintes de una novela de iniciación dickensiana. La narración continuará deteniéndose en un puñado de hechos significativos hasta llegar al fusilamiento, esto es, al inicio de la novela, al “núcleo duro del presente”.
Ganadora del premio Renaudot en 2021, Primera sangre es la trigésima novela de la autora; antes que de una necesidad, el texto surgió de un ambiguo requerimiento. Al fallecer Patrick, a comienzos de la cuarentena por covid, Amélie no pudo llegar a su entierro, y desde aquella instancia, desde aquella fallida despedida, asegura, su padre –su voz– la ha estado persiguiendo por meses y meses. “No es común que un padre [muerto] hable todo el tiempo con su hija –reflexionaba Amelie en una entrevista–. Está esperando algo. ¿Qué es lo que quiere?”. La respuesta no tardó en llegar. Siendo escritora, entendió finalmente, lo que se pretendía de ella era que narrara su historia. De allí brotaría, entonces, el germen de la novela en la que Nothomb, en una prosa ágil y accesible, desde la letra y la sangre, le da vida a un padre que, tal vez, satisfecho con su Primera sangre, calle, ahora sí, para siempre.