Dolores Reyes llegaba a este mundo en 1978 y, a su alrededor, acá mismo, las personas desaparecían. Mejor dicho –mucho mejor dicho–: eran desaparecidas. Civiles, profesionales, militantes, obreros, intelectuales, guerrilleros, estudiantes eran desaparecidos por un Estado ilegal que halló en el sadismo extremo una de sus expresiones más abyectas.
Reyes –feminista, madre de siete, de formación en letras clásicas, oriunda de Pablo Podestá– dedicó Cometierra, su exitosísima ópera prima publicada por Sigilo –que se aventuró más allá de la geografía nacional e, incluso, de la continental, traduciéndose al francés, italiano y sueco, entre otros–; dedicó su ficción, decíamos, a Melina Romero y Araceli Ramos, dos víctimas de femicidios. Si en su momento la literatura se había entramado de alegoría para hablar, a su manera, del terror dictatorial, en Reyes retorna, mediante una filosa y poética lengua popular, como el refucilo de un relámpago o el doloroso éxtasis de una alucinación, para iluminar las marcas –y las ausencias– que deja tras de sí la violencia patriarcal.
Repasemos. La primera novela de Reyes abre con la secuencia del funeral de la madre de Cometierra. Al tragar un puñado de la tierra del cementerio, la joven protagonista sufre su primera visión: distingue que ha sido su propio padre el asesino de la progenitora; y ahora ella misma y el Walter, el inseparable hermano, deberán encarar la vida, la cotidianeidad, como puedan.
Los rumores oraculares circulan rápido por el barrio: esta joven del conurbano es capaz de entrever a las personas si traga tierra con la que ha entrado en contacto la víctima. Los familiares de desaparecidos y desaparecidas se acercan para que, con su visión, ayude en las búsquedas desesperadas. Claro que el don trae consigo una maldición: el contagio de la angustia inconmensurable de las víctimas y sus familiares, así como el distanciamiento respecto de una vida convencional. Si la existencia de la joven estaba limitada por razones económicas primero y por el femicidio de la madre después, una presión intransferible se le suma ahora: la de encontrar a los seres queridos –de otras madres, de otros padres– que faltan.
Durante la primera novela, un personaje particular se suma a la vida de Cometierra. Se trata, justamente, de Miseria: “Yo le calculaba unos trece –sostiene la protagonista–, pero todavía no me decidía si era un chabón o una pibita (…) ‘Miseria’ le decían y pensé que iba a calentarse, pero no. Seguía cagándose de la risa como si nada. Y cada vez que alguien le decía ‘Miseria’ se hacía cargo, como si fuese un nombre cualquiera”. Las protagonistas de Reyes adolecen de nombres propios; deben hacer suyos los que llegan desde el exterior, investidos como están del don, de la falta, del oprobio.

El punto de partida
Cometierra finalizaba con una decisión y una huida. La vidente, su hermano y Miseria dejaban el barrio para encontrar fortuna en otros terruños. Para escapar de demandas imposibles y hacerse de un futuro promisorio. Allí mismo, donde termina la primera novela, comienza esta otra. “Elegí yo –dice Cometierra en el capítulo dos de la nueva ficción– porque irme fue lo único que pude elegir en toda mi vida. Elegí este lugar, el ruido, el movimiento, los colores, pero también volver al peligro.” Alejados del barrio, deben amoldarse al vértigo caótico de la ciudad. El cemento, por lo bajo, le impide a Cometierra el contacto con la tierra; los carteles, las publicidades, las alturas de los edificios, por arriba, le obstaculizan el cielo. Mientras ella lidia con la decisión de no volver a tragar tierra, Miseria, embarazada del Walter, trabaja en negro en un comercio chino. Las penurias económicas incitan a Miseria a azuzarla: “Cometierra, acá desaparece gente todo el tiempo, acá tu don es oro”, reza su voz, que abre la novela.
Si la primera ficción era, en cierto sentido, un gran monólogo, esta otra se estructura como una suerte de diálogo entre las dos voces femeninas, la de Miseria y la de Cometierra, que se dejan oír en capítulos separados. Como una suerte de contrapunto que se configura desde la lengua y desde las identidades mismas. La propia autora, en una entrevista reciente con Leila Torres, afirma: “Tienen una edad muy cercana, vienen del mismo barrio, están muy próximas y sin embargo son tan diferentes. De alguna forma, se acompañan y se complementan. Sobre todo Cometierra, que es tan parca y que no tiene este don de los amigos. La otra enseguida va por el mundo y va arrastrando amigos, conociendo gente. Pero Cometierra es todo lo contrario, le cuesta salir, es más reflexiva”.
Probablemente uno de los mayores logros de Reyes sea el trabajo con la lengua popular. Encontrar la voz de un personaje –mucho menos de dos– no es cosa de todos los días. Encontrar la voz, como quien encuentra pistas esenciales hacia un cuerpo o un sentido desconocido pero anhelado. Los cruces entre ficción y realidad, entre literatura y sociedad, sabemos, son vastos, enmarañados. De todos modos, un primer pensamiento, una primera intuición, aflora casi inevitable. Allí donde el Estado falla, donde la violencia patriarcal marca los cuerpos femeninos y disidentes, la literatura puede decir lo suyo; puede sembrar, con el aliento de la justicia poética, una tierra algo más sana, más fértil.