Ese mediodía del 22 de junio de 1889, un transeúnte de barba blanca camina por la calle Esmeralda del centro porteño, ensimismado en sus pensamientos. A la altura de la intersección con Tucumán, saluda a un veterano de guerra que transita por la vereda opuesta, y casi en simultáneo recibe la amenaza de un hombre joven que lo intercepta y le reclama una vieja deuda de sangre.
En esa encrucijada entre la vida y la muerte, el futuro reposado al que aspira y el pasado de luchas que lo envuelve, se decide la suerte del general Ricardo López Jordán, a poco llegado del exilio en Montevideo, que cae herido de dos disparos de pistola. A pesar de ser trasladado de urgencia a una farmacia vecina, donde lo atiende un médico policial, mientras su agresor es detenido a las pocas cuadras, fallece pocas horas después en su domicilio.
Si en su declaración posterior el asesino Aurelio Casas asume toda la responsabilidad de haber actuado sin instigaciones y en venganza por el fusilamiento de su padre, achacado a López Jordán, una suculenta recompensa otorgada por la familia de Justo José de Urquiza, radicada en la ciudad, mueve a fundadas sospechas.
Lugarteniente fiel en tantos lances de armas, López Jordán también fue su verdugo intelectual cuando el jefe máximo de la Confederación traicionó la confianza de sus seguidores, aliándose en negocios con tradicionales enemigos.
No fue uno, sino tres, los levantamientos liderados por la víctima de la venganza y el victimario de Urquiza, que intentaron disputarle a Buenos Aires la hegemonía de su poder. Si la última intentona (1878) se pareció bastante a un postrer manotazo de ahogado, para sofocar las dos primeras, acaecidas entre 1870 y 1873, hizo falta el despliegue de miles de efectivos de las tropas nacionales que regresaban de la guerra del Paraguay y el envío las armas más modernas de entonces: cañones Krupp alemanes y fusiles Remington a repetición, empleados por primera vez en el país.
Esta es la historia de las últimas montoneras federales.
A su protagonista, Ricardo López Jordán, el liderazgo le venía de cuna pero supo encarnarlo por mérito propio. Era hijo de un gobernador homónimo, que se encontraba asilado en Paysandú (Uruguay) a su nacimiento en 1822, y sobrino del supremo entrerriano, Francisco Ramírez, por rama materna.
En medio de los avatares políticos y familiares, se educó en el prestigioso Colegio San Ignacio de Buenos Aires y de regreso a su provincia, se incorporó a las filas del gobernador Justo José de Urquiza en las guerras civiles que se extendían a la otra orilla del Río de la Plata, combatiendo a las órdenes del general uruguayo Manuel Oribe. Una relación férrea lo unirá a Urquiza desde temprano. Cuando aquel seductor insaciable embaraza a una López Jordán, el imberbe Ricardito jura matarlo…
Su familia toma en solfa esa profecía que se cumplirá inexorablemente.
Después de haber desfilado victorioso tras la batalla de Caseros, que derrocó a Rosas, en pos de la sanción de una Constitución para la Nación, según proclamaban las banderas del Ejército Grande, y destacarse en Cepeda, además de otras acciones militares, su figura se encumbra a la sombra protectora de Urquiza.
En tanto, la inexplicable retirada en Pavón cuando las tropas federales iban en ventaja sobre las legiones porteñas comandadas por Mitre, el desinterés del caudillo por la suerte de sus pares Chacho Peñaloza y Felipe Varela, masacrado uno y desterrado el otro, y el llamado a combatir contra el Paraguay en una guerra fomentada por intereses ajenos, desengañan a todos sus partidarios. López Jordán será el último en desilusionarse, pero su lealtad se quiebra definitivamente, quizá con la visita de Sarmiento, quien viaja a saludar al viejo adversario y necesario aliado de su cuestionada presidencia.
Cuando todas las fuerzas concordantes en desplazar a don Justo por las buenas o por las malas coinciden en el liderazgo del sucesor, los acontecimientos se precipitan.
La partida enviada al Palacio San José para apresar a su propietario y sacarlo de circulación con una renuncia explícita o un viaje al exterior se encuentra con la solitaria resistencia armada de Urquiza. Un integrante replica con una descarga que lo hiere en el rostro, hasta que el jefe a cargo se ocupa de ultimarlo a puñaladas.
Pocos días más tarde, la misma legislatura provincial que decretó honras fúnebres al despuesto inviste a López Jordán con todos los atributos de nuevo gobernador.

Se va la primera
En Buenos Aires, no se engañan con las garantías de la salida institucional. Temen, con razón o sin ella, que el movimiento reavive las cenizas del interior derrotado y los federales vuelvan a las andadas. Descargan sobre Entre Ríos un formidable aparato militar.
Pero López Jordán elude el enfrentamiento abierto, que no le conviene. Lanzas contra fusiles no es negocio, pensará seguramente, y además cuenta con la adhesión incondicional de sus paisanos y algún que otro adherente entusiasta como José Hernández, federal sin jefe después de la defección de Urquiza, que se le suma.
La táctica jordanista es la misma de Güemes en el norte, allá lejos y hace tiempo. Una guerra de guerrillas, que consiste en golpear y retirarse al cobijo de una geografía bien conocida. No hay batallas dignas de mención, solo enfrentamientos, escaramuzas.
El terrible Sarmiento está que trina en la Casa de Gobierno construida sobre las ruinas del antiguo fuerte de Buenos Aires y releva a un jefe militar tras otro, sin obtener resultados concretos. Aunque, desprovisto de aliados de peso, López Jordán comete un error táctico al pretender ocupar Corrientes, que tiene un gobierno liberal y está reforzada convenientemente con tropas nacionales, adonde se alista el futuro general y presidente Julio A. Roca.
La derrota es completa en el acantonamiento de Ñaembé, y López Jordán parte al exilio en Sant’Ana do Livramento, en Brasil.
El primero de tantos.
Revancha y bueno
Una serie de factores concadenantes lo impulsan a cruzar la frontera de regreso, un par de años después. Su prestigio no ha decrecido pese a la derrota y el gobierno local sostenido desde Buenos Aires es necesariamente impopular. De algún lado, surgen armas, y en cuestión de días, miles de gauchos entrerrianos vuelven a prenderse en la solapa la insignia federal.
La campaña es un calco de la anterior. Casi no hay combates. Las tropas nacionales enviadas por Sarmiento (que puso precio a la cabeza de los líderes del alzamiento porque “así se hace en Estados Unidos”) combaten a un enemigo invisible.
Fiel a su estilo, el impulsivo presidente se apersona en la provincia, tras hacer escala en Rosario (donde prueba la efectividad de las ametralladoras que transporta, frente a un edificio público por estrenarse), entrega el moderno equipamiento y un plan de operaciones “reservado”.
Con semejante superioridad bélica, el éxito de la represión estaba asegurado y era solo cuestión de tiempo. Cuando son sorprendidos cruzando un arroyo, la derrota de ese pequeño ejército loco es completa.
“¡Que baraje otro!”, le atribuye decir el revisionista José María Rosa en su monumental Historia argentina.
Todavía va a volver a intentarlo una vez más.
Desprovisto de todo, cruza el charco (estaba en Montevideo), pensando pescar en río revuelto por el descontento opositor con la candidatura presidencial de Avellaneda, pero no consigue el apoyo esperado. El último levantamiento convoca apenas a un puñado de hombres acorralados que huyen por su vida. El jefe salva el pellejo entregándose a la autoridad judicial y queda detenido en Paraná.
La era heroica de las montoneras del interior llegó a su fin.
El largo adiós
El proceso que se le sigue en el juzgado nacional de Rosario es lento y engorroso, pero sus abogados consiguen deslindarlo del asesinato de Urquiza, sucedido en el fragor de un enfrentamiento.
Recibe algunas propuestas políticas que rechaza y es visitado por su familia.
Una noche, recurriendo a un ingenioso ardid que será célebre un siglo después, se evade de la Aduana, donde permanecía detenido a la espera de la sentencia.
Cuando la guardia ingresa al calabozo, se encuentra con la esposa del prisionero, quien se retiró disfrazado de mujer…
El exilio en Fray Bentos (Uruguay) se prolonga entre pesares y estrecheces, hasta que la amplia amnistía dictada por el flamante presidente Juárez Celman le augura la ilusión de vivir sus últimos años en paz, abortada por los disparos del posible sicario en la céntrica esquina de una Buenos Aires en plena transformación.
Sepultado en el Cementario de la Recoleta, un acto de estricta justicia histórica reintegró sus restos a la tierra que defendió como símbolo de una causa perdida. Desde 1989, Ricardo López Jordán yace en Entre Ríos. Reposo eterno del último de los caudillos federales.