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Caras y Caretas

           

Cómo leer a César Vallejo

El poeta peruano fue una de las grandes voces de la lírica latinoamericana del siglo XX. Un recorrido por su obra pone de manifiesto la urgencia de sus versos y su particular uso del lenguaje.

A mediados de la década de 1980, guiaban mis lecturas los libreros de la calle Corrientes. Así llegué a César Vallejo y a la Obra poética completa de Editorial Biblioteca Ayacucho, que conservo, desde mis 20 años, persistentemente ajada. La lectura, de entrada, fue colisión y revoltijo. Los poemas de Vallejo, sin excepción, cayeron sobre mí como un voluminoso animal del cielo. Aplastantes de tan vitales, imperfectos y agónicos. Asombrosos de tan enredados y métricos. Deslumbrantes de tan rebeldes y genuinos. No podía comprender cómo la obra de un poeta cabía tan acabadamente en mí, acompañándome en la herida, señalándome una vocación, determinándome en un camino que jamás iría a deshabitar, a pesar del absurdo de su empecinamiento.

¿Qué entendía cuando leía los poemas de Vallejo?

“Este piano viaja para adentro,
viaja a saltos alegres.
Luego medita en ferrado reposo,
clavado con diez horizontes.

Adelanta. Arrástrase bajo túneles,
más allá, bajo túneles de dolor,
bajo vértebras que fugan naturalmente.

Otras veces van sus trompas,
lentas asias amarillas de vivir,
van de eclipse,
y se espulgan pesadillas insectiles,
ya muertas para el trueno, heraldo de los génesis.

Piano oscuro ¿a quién atisbas
con tu sordera que me oye,
con tu mudez que me asorda?

Oh pulso misterioso.”

Es el poema XLIV de Trilce, su segundo libro, el más osado y convulso, publicado en 1922. Trilce (palabra inventada por Vallejo) desencaja. Se mete como una serpentina viva por debajo de la piel y acciona alguna sustancia que combina amargor y dulzura. Catapulta la claridad a su tumba. Vallejo no se entiende del modo que necesitamos o sabemos entender. Vallejo se entiende con lo que no entendemos de este mundo y el lenguaje nos abre y habilita. Los versos de Vallejo no rondan. No ronronean. Son un aguijón que no da tiempo. Se instalan, punzan, inoculan y se van. Pero no se van. Se entraman en nuestra sombra para siempre, como una enfermedad de la belleza.

“Hay golpes en la vida tan fuertes… Yo no sé!
Golpes como el odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… Yo no sé!

Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre… Pobre… pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!”

Cuántas veces lijamos el cuerpo con este poema. Para recuperarnos de lo irrecuperable. Para quitarnos las escamas de la vanidad vencida. Los heraldos negros. El poema que da título al libro y que abre e invita a sumergirnos en una obra de la que jamás se regresa. Estaba en Lima Vallejo cuando lo publicó. El primero. 1918 dicen las portadas en diferentes ediciones de sus obras completas. Sin embargo, el periodista y escritor peruano Daniel Titinger, en su magnífico El hombre más triste. Retrato del poeta César Vallejo, revela: “A mediados de julio de 1919, cuando tenía 27 años, publicó Los heraldos negros en una edición pagada por él”.

Entre el periodismo y la poesía

El hombre más triste se va armando coral y dialógico; diversas voces idóneas se cruzan y discuten, se ensamblan y se chocan. De este modo, Titinger esboza una secuencia de retratos de Vallejo que destruye toda posibilidad lineal y maniquea, destinándole espacio a lo sombrío y sus derivados. “Era un solitario con amigos, un hombre triste capaz de hacer reír. Era humilde con soberbia. Un pobre con elegancia.”

Desde la primera página, el periodista manifiesta su obsesión por la causa de muerte de Vallejo: nunca se supo con exactitud qué enfermedad lo dejó varado en mitad del camino. “El viernes 15 de abril de 1938 París amaneció con una lluvia tenue, como casi todas las mañanas de abril de aquel año. Desde hacía veintidós días el poeta peruano César Vallejo estaba internado en la Maison de Santé Villa Arago, una clínica especializada en cirugía, al sur de la ciudad, que él y su esposa solo podían costear gracias a la ayuda de la Legación del Perú en Francia. Los Vallejo eran un matrimonio pobre y sin hijos que vivía en una habitación de un poco más de tres metros cuadrados, en un hotelito a veinte minutos de esa clínica. Él era un hombre joven, acababa de cumplir 46 años, aunque estaba postrado debido a una enfermedad extraña, que lo consumió de a poco durante los veintidós días que pasó en la clínica hasta llegar a esa mañana de abril, cuando entró en coma alrededor de las 4 de la madrugada. Tenía la cabeza inclinada hacia el pecho, inmóvil y reposada en dos almohadas blancas. En su rostro, que en los últimos tiempos solo reflejaba angustia e incertidumbre –un gesto normal en él, como si sintiera apatía por estar vivo–, la única mueca visible era la del dolor. Era viernes, pero no cualquier viernes, sino Viernes Santo, lluvioso y triste como él mismo, y César Vallejo, quien años antes había escrito en ‘Piedra negra sobre una piedra blanca’, uno de sus poemas tristísimos…”

“Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París –y no me corro–
talvez un jueves, como es hoy, de otoño.

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.

César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro

también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos…”

Georgette, esposa de Vallejo, descubrió carpetas que contenían escritos de los que ella no tenía conocimiento, como este soneto premonitorio: “Piedra negra sobre una piedra blanca”. De ese material surgió la obra póstuma. Poemas humanos, Poemas en prosa y Aparta de mí este cáliz, los tres bajo el título Poemas humanos salieron a la luz en 1939.

A pesar de que los ojos de la crítica fondean todavía los versos de Trilce, el golpe más intenso lo recibí cuando me asomé a Poemas humanos. Se siente un desprendimiento brusco, un chorro de luz y vísceras. Trilce hizo descalabros porque formalmente superó las propuestas estéticas de las vanguardias. Sin embargo, los Poemas humanos parecen más libres, más explosivos, más inquietos. Y vulnerables. Y tristes. Y directos. Se gestaron durante el tiempo en que Vallejo se asumía comunista y se comprometía con la Guerra Civil Española.

El poeta cubano Roberto Fernández Retamar dice que la poesía de Vallejo da aletazos contra el idioma: “Dispone libremente de su ortografía y de su puntuación, pero no aspira a jugar con ellas. Hay, detrás de esto, un rostro angustiado”.

¿Qué entendía cuando leía los poemas de Vallejo?

En 1987, cuando yo apenas sabía que Vallejo había nacido en Santiago de Chuco a mediados de marzo de 1892, que había estudiado Letras y enseñado en Trujillo y que finalmente, en 1923, partió hacia Francia donde vivió y murió en la pobreza, el Centro Cultural Ricardo Rojas en Buenos Aires, dirigido entonces por la poeta Tamara Kamenzsain, ofrecía cursos de alta jerarquía. Enrique Pezzoni, prestigioso profesor de Teoría Literaria en la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires, prometía cuatro encuentros que se anunciaban con el nombre de “Cómo leer a César Vallejo”. Me inscribí. El aula rebosaba. Había gente de pie y sentada en el piso. Pezzoni era un profesor histriónico, teatral y erudito. Pero yo, sinceramente, entendía poco de todo lo que decía. Era una lectora desesperada y joven, sin formación teórica, sin advertencias hermenéuticas. Leía a Vallejo anonadada. Me dejaba enfermar. Me conmovía sin escrúpulos. Sin embargo, intenté aprovechar ese otro canal para mí novedoso: anotaba en el libro, al costado de los poemas, algunas de las reflexiones que el genio de Pezzoni lanzaba con velocidad y contundencia. Aún están allí, con lápiz, notas algo borrosas. Leo con esfuerzo: “Proyectarse vs. hundirse”.

No aseguro la fidelidad de esta frase ni su procedencia. Pero no resulta ajena, puesto que en esta tensión de opuestos Vallejo vivió su obra. Y declamó su respiración. Y aguó su muerte.

“Hoy me gusta la vida mucho menos,
pero casi siempre me gusta vivir: ya lo decía.
Casi toqué la parte de mi todo y me contuve
con un tiro en la lengua detrás de mi palabra.

Hoy me palpo el mentón en retirada
y en estos momentáneos pantalones yo me digo:
¡Tánta vida y jamás!
¡Tántos años y siempre mis semanas!…
Mis padres enterrados con su piedra
y su triste estirón que no ha acabado;
de cuerpo entero hermanos, mis hermanos,
y, en fin, mi ser parado y en chaleco.

Me gusta la vida enormemente
pero, desde luego,
con mi muerte querida y mi café (…)”

Escrito por
María Malusardi
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