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Caras y Caretas

           

Las “novelas duras” de Georges Simenon

Autor prolífico y padre de la célebre saga del detective Maigret, el belga Georges Simenon tiene también una obra dedicada a la disección de la psiquis humana en lo que tiene de monstruoso y a la auscultación del vínculo amoroso. La muerte de Belle y Tres habitaciones en Manhattan son buenos ejemplos.

Así como no hay mejor manera de ocultar un árbol que colocarlo en medio de un bosque, a la obra de Georges Simenon la aqueja el raro don de la fecundidad. Sus mejores novelas parecen estar eclipsadas por la vasta sombra que proyectan otras tantas escritas a un ritmo de producción febril. Si hemos de rubricar sus declaraciones, finiquitaba una novela por semana. Se cuenta que en cierta oportunidad Alfred Hitchcock llamó a casa de Simenon y cuando le dijeron que este estaba ocupado escribiendo una novela, respondió que aguardaba a que la terminara. La panoplia de chismes corre paralela a la obra, incluso la alimenta. Y el primero que se encargó de propalar un anecdotario más o menos verídico fue el propio Simenon. “En cuanto Simenon deja de escribir novelas”, dijo Simón Leys, “es como si dejara de existir; no tiene nada más que decir, o, si abre la boca, dice perogrulladas”. Sin embargo, nada hay en este belga devoto tenaz del hábito de ejercicio gratuito o mero oportunismo mercantil: “Definitivamente no puedo vivir sin novelas. Me desequilibra. Incluso físicamente. Y, sobre todo, me da una impresión desalentadora de vacío e inutilidad. ¡Y la gente que imagina que escribo para ganarme la vida! Cada vez que trataba de descansar, rayaba en la neurastenia”. Basta esta clase de declaraciones para calibrar en su justa medida el lugar que la escritura ocupaba en la vida de Simenon. El problema surge cuando se considera la ingente cantidad de novelas publicadas.

Aunque las novelas del inspector Maigret tienen un lugar destacado en la predilección de los lectores, Simenon escogía por sobre ellas sus “novelas duras”, aquellas escritas sin el amparo del sabueso fumador de pipa. A diferencia de las primeras, donde el carácter benigno del ubicuo protagonista imprimía una pátina de misericordia en la faena de malandras y asesinos, en las novelas duras no hay lugar para las mediatintas. La principal diferencia es que aquí no se busca verdad ni justicia algunas, sino la disección de la psiquis de quien comete un crimen o está a punto de cometerlo. Porque lo cierto es que si algo se reitera en los personajes de Simenon es que cualquiera, dadas ciertas circunstancias, puede cometer el mayor delito. Instalados en la más cotidiana realidad, asentados en la rutina y siendo referentes impolutos de su comunidad, de pronto un revés de las circunstancias coloca su vida de cabeza. Tal es el caso de La muerte de Belle, novela publicada originariamente en 1952, en donde Spencer Ashby, profesor modelo, se ve envuelto en la investigación del asesinato de una estudiante que paraba en su casa. Así como Maigret inquiere acerca de la posible culpabilidad a partir de un despojado y nada metódico interrogatorio, aquí las preguntas arquean el lomo sobre el propio protagonista, que termina por cuestionar la faz de los hechos y la solvencia de su propio discurso. Trepidante y algo recursiva, La muerte de Belle es el típico ejemplo de esas novelas que a Simenon le provocaban vómitos al escribirlas, porque buscaba asumir el ropaje mental de sus protagonistas.

Los reveses del vínculo amoroso

Dentro de las “novelas duras”, hay un flanco acaso más etéreo, más flotante y que no dirime su sino en las rencillas del policial ni en los dobleces de la personalidad, sino, antes bien, en la auscultación del vínculo amoroso y, aún más, de la soledad y sus distintas variantes. A esta estela pertenece la destacada Tres habitaciones en Manhattan, de 1946, que bien parece el guion de una película de Godard. Un actor otrora célebre y una buscavidas se encuentran en un bar cuando ningún sortilegio aventura un porvenir. Sus nombres responden a los de Françoise y Kathleen, pero bien podrían ser los de cualquier pareja anónima de la gran ciudad, aunque hay quien sugiere que detrás de ellos se aliña una suculenta roman à clef. De madrugada, sin nada que perder, sus soledades se topan para ahondarlas de una manera, sino nueva, al menos inesperada. Vagan por la Quinta Avenida, recorren bares, y al ritmo sincopado de la deriva etílica, la complicidad en el secreto los vuelve casi conocidos. Pasan el tiempo juntos, y no muestran al otro más de lo que se confiesan a sí mismos. Uno quisiera que la novela siga dicho rumbo mientras sobrevuela estas vidas con una gravedad sin peso, sin embargo, promediando la historia, Simenon cambia de idea y comienza a mostrar las cartas: los celos de él, las evasiones de ella, la cotidianeidad ramplona del amor; todo ello abona la ruptura del hechizo de la aventura amorosa porque, precisamente, cosechaba su simiente en la gratuidad de la entrega.

Esa entrega, paradójicamente, también es la de Simenon, quien se valió de los medios más ordinarios para crear efectos inolvidables. Rara vez en su obra una frase destaca por sobre el resto. Fue la lección aprendida de Colette: “Si queda una frase bonita, quítala”. Su lenguaje no deja de ser despojado, seco, y sin embargo, es el mejor trampolín para zambullirse en lo más hondo del tejido humano.

Escrito por
Juan F. Comperatore
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