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Caras y Caretas

           

La aritmética de la esperanza

Si es verdad que las matemáticas están en el alma humana porque, como demostró Platón hace más de dos milenios, en cada uno de nosotros existe una lógica que nos permite percibir y cuantificar y numerar la vida; y que esa verdad matemática, por su invariabilidad a través de todos los tiempos, define nuestro conocimiento de los otros, nuestra ubicación en el mundo y en la cadena de las generaciones, se puede comprender cabalmente qué significa no solo defender el número 30.000 cuando se levanta como escudo y certeza del Nunca Más esa cifra de desaparecidos para cuantificar el crimen de la dictadura, sino también el
número 132 para saber cuántos nietos –hijos de esos desaparecidos y desaparecidas– se pudieron recuperar de la ciénaga oscura del terrorismo de Estado. Cuando Abuelas de Plaza de Mayo anuncia una nueva restitución de la identidad robada –que se estiman en 300 bebés– nos marca un número, pero también su antecedente y sucesión de cero, los comienzos, al infinito o, en este caso, a las denuncias de los bebés robados a sus madres bajo tortura y luego entregados a sus apropiadores, y que es la constancia de esa existencia vital y de la confirmación definitiva de lo que puede ser llamada “la aritmética de la esperanza”.
Esta tapa de Caras y Caretas reivindica la profundidad humanitaria de la aritmética como la posibilidad de contar primero y nombrar después a nuestros niños desaparecidos. Y, en todo caso, de nominar el mundo de los acontecimientos que ocurrieron en nuestra patria y seguirán ocurriendo, porque la esperanza, como una serie aritmética, es siempre infinita. Y al mismo tiempo individual y universal. Tal vez por eso recordé a mi amiga del alma Nora Luisa Maurer, a la que llamábamos “Picha”. En abril de 1977, los guevaristas habíamos coincidido en una reunión secreta porque arreciaba la represión, y la certeza de la derrota se imponía sobre un largo tiempo de rebeliones. La muerte se empoderaba con la sinuosidad de las tragedias: se imponía la necesidad de protegerse y sobrevivir. Ya no recuerdo en qué lugar del conurbano fue la reunión. Solo recuerdo que Nora había dejado atrás, con un nuevo amor con Alberto Manuel Pastor, al que llamaban “Tucho”, el asesinato de su primera pareja, Carlos Stanley, ocurrido en el copamiento del cuartel de Monte Chingolo en diciembre de 1975. Nora había nacido en Santa Fe y estudiado Psicología en la Universidad de Rosario. Tenía apenas 22 años. Sí recuerdo que al final de esa reunión, con la certeza de que ya no sería posible vernos de nuevo, en medio de la despedida Nora me confesó emocionada que estaba embarazada de dos meses: era un secreto aún y por tanto solo yo era depositaria de esa certeza. El 12 de mayo de 1977 fue secuestrada junto con Tucho en San Justo, según consta en las fichas de la Conadep. Por testimonios de vecinos y de algunos sobrevivientes del terrorismo de Estado, pudieron saberse algunas condiciones de ese secuestro. Y existieron sospechas, nunca confirmadas, de que habrían sido llevados prisioneros al terrible e insondable centro clandestino de Campo de Mayo, lugar de exterminio sobre todo para los militantes guevaristas del PRT-ERP. Nunca quise, a partir de esa posibilidad, pensar ni un minuto en el destino de Nora en manos de violadores y torturadores. A partir de entonces, mi exilio se impuso sobre su búsqueda, que quedó en manos de su hermana Virginia durante esos largos años de soledad y terror. Lo cierto es que siempre sentí que era depositaria de un secreto que, como todo secreto, buscaba ser revelado, como una deuda de honor y, sobre todo, de amor.
Pasaron muchos años –hasta entrados los 90– cuando el querido Maco Somigliana me convocó a las oficinas del Equipo de Antropología Forense (EAAF) donde intentaba revelar el destino de las víctimas y ayudar a identificar el nombre y destino de sus hijos apropiados. Con Maco había compartido las agitadas y febriles jornadas del Juicio a las Juntas Militares cuando yo trabajaba para la revista El Periodista de Buenos Aires, en el invierno de 1985. Maco era parte del equipo de jóvenes indispensables para esa tarea. Había acompañado a su padre, Carlos Somigliana, el gran dramaturgo y empleado judicial que tuvo en sus manos redactar el alegato final, el Nunca Más, del fiscal Julio Strassera en el Juicio a las Juntas Militares. Cuando llegué a las oficinas de Maco, la primera y definitiva pregunta fue si Nora estaba embarazada. Sí, dije, “sí, de dos meses”, repetí. Sí, repetí una y otra vez y no paré de contar todos y cada uno de los detalles que pudieran, una vez más, integrar la luminosa aritmética de la esperanza.

Escrito por
Maria Seoane
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