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Caras y Caretas

           

¿Cómo llegamos a 1983?

Este año se cumplen cuatro décadas desde que regresó la democracia. Esta nota, que analiza el contexto en que la Argentina logró desembarazarse de la dictadura, es la primera de una serie que dará cuenta de la centralidad de ese año bisagra en la historia del país.

“Al pueblo que bien se lo ve llenando la Plaza otra vez.” El título de la principal nota política de la revista Caras y Caretas de enero de 1983 desborda de entusiasmo. La Marcha del Pueblo por la Democracia y la Reconstrucción Nacional, convocada por la Multipartidaria –que agrupaba a peronistas, radicales, intransigentes, desarrollistas y democratacristianos–, había superado las expectativas de los organizadores. La dictadura cívico-militar impidió que la alegría fuera completa: las fuerzas represivas asesinaron ese 16 de diciembre al obrero Dalmiro Flores frente al Cabildo. Gremios, organismos de derechos humanos, otros partidos políticos, entidades de todo tipo y miles de ciudadanos independientes se sumaron para colmar la Plaza de Mayo.

La reflexión que antecede al artículo firmado por Roberto Mero apela a una publicidad de moda en esos días. “Hitachi, qué bien se TV” promocionaba la marca de televisores con glúteos y pechos femeninos en una playa soleada. Era parte del “destape”, un fenómeno similar al que había vivido España tras la muerte del dictador Francisco Franco (si bien el foco estaba puesto en la explicitación de lo sexual, ese movimiento fue más amplio y complejo, producto de más de siete años de oscurantismo y censura).

Esa tapa de Caras y Caretas, que pertenece a la tercera etapa de la revista –la primera entre 1898 y 1939 y la segunda entre 1951 y 1955–, anticipa el análisis: “Con el pueblo en la Plaza el gobierno se desplaza”. Sin embargo, la ilustración elegida advierte que ese optimismo debe aplacarse: una alegoría de la República logra mantener su cabeza por encima de aguas servidas que pretenden cubrirla; su rostro, asustado, pugna por salir a flote entre la inmundicia. “No hagan olas” es el título de la portada. Porque el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional no paró de hacer olas hasta bien entrado 1983, con amenazas veladas o concretas, para poner en duda la promesa de retorno a la democracia anunciada por el último dictador, el general Reynaldo Bignone, al asumir el gobierno tras la derrota en la guerra de Malvinas.

La efervescencia política crecía y a la dictadura le costaba encontrar descendencia que la representara en el nuevo paisaje electoral. Nadie quería ser “la cría del Proceso”. Los paros y las manifestaciones opositoras se sucedían. Un ejemplo de ese malestar se tradujo en “vecinazos” en varias localidades del conurbano bonaerense, durante los meses finales de 1982, en contra de la suba de impuestos municipales.

Hasta mediados de 1983 las tensiones entre los distintos sectores militares fueron frecuentes. Los medios de comunicación especulaban con “golpes” o “autogolpes” para abortar la salida a unas elecciones que al promediar el verano de ese año aún no tenían fecha definida.

Tiempo de incertidumbre

1983 integra el grupo selecto de años emblemáticos de nuestro pasado reciente, no porque otros fueran menos importantes, sino porque su carga simbólica es tal que encierra una potencia arrolladora. Decir, leer o escuchar 1976, 1989, 2001, 2003, 2010, por ejemplo, es una invitación a ejercitar la memoria colectiva.

Trasladarse al verano de 1983 activa mecanismos en los que se entrecruzan los hechos históricos y sus interpretaciones, los recuerdos personales y sociales, las versiones aprendidas, las lecturas y análisis posteriores, los tamices coyunturales.

A poco más de seis meses de la derrota de Malvinas, la dictadura proclamaba su retirada a regañadientes, en medio de una creciente inestabilidad económica y social, con aumentos constantes en las tarifas de los servicios públicos y en el dólar –oficial y “paralelo”, antecesor del “blue”–, atravesada por negociaciones interminables con el FMI para el otorgamiento de un crédito stand-by. Es decir, más deuda externa, que ya se ubicaba en 38.736 millones de dólares.

Ese caos se reflejaba en la cifra de la inflación de 1982: 209,7 por ciento. En diciembre, había sido del 10,6 y en enero del 16. Según el gobierno de facto, había alrededor de un millón de desocupados y subocupados. En ese contexto, el equipo económico, encabezado por el ministro Jorge Wehbe, repetía cada vez que tenía oportunidad que no habría devaluación, una mentira que se contrastaba día a día con la suba de precios.

Una muestra de esa debacle se evidenció con la creación de un nuevo signo monetario: el peso argentino, que empezaría a regir a mediados de 1983 con la eliminación de cuatro ceros al peso ley 18.188.

A los males en común, miles de habitantes de la cuenca del río Paraná debieron sumar ese verano unas inundaciones descontroladas, que se extendieron durante gran parte del año.

El renacimiento de la vida partidaria

Bignone esperó al último día de febrero –sin apartarse de un estado de sitio que se prolongaba desde fines de 1974– para anunciar el cronograma electoral por cadena nacional: comicios el 30 de octubre y entrega del poder tres meses más tarde, el 30 de enero.

A pesar de las dudas y las tiranteces, al menos había una certeza. Los partidos políticos multiplicaron sus actividades, que ya habían comenzado con campañas de afiliaciones y danzas de precandidatos, que desembocarían en elecciones internas para definir las listas.

El peronismo, derrocado del poder en 1976, intentaba reconstruirse detrás de las figuras que apuntaban como aspirantes presidenciales: Ítalo Luder, Antonio Cafiero, Ángel Robledo –tres exministros de Isabel Perón– y Raúl Matera.

Ítalo Argentino Lúder encabezó la fórmula del justicialismo.

El movimiento obrero tampoco escapaba a esa fragmentación. La CGT estaba dividida en un sector dialoguista con el régimen –denominado “Azopardo”, por el nombre de la calle en la que está la sede de la central obrera–, encabezado por Jorge Triaca, y otro combativo –”Brasil” primero, “República Argentina” después–, liderado por Saúl Ubaldini.

En la vereda de enfrente, el radicalismo ya tenía resueltas sus fórmulas principales: Raúl Alfonsín-Víctor Martínez y Fernando de la Rúa-Carlos Perette. La figura del abogado de Chascomús había generado un protagonismo entusiasta dentro y fuera de la UCR. Algunos rivales internos rápidamente comenzaron a advertir ese fenómeno que había oxigenado al partido. Uno de ellos, Juan Carlos Pugliese –futuro presidente de la Cámara de Diputados y fugaz ministro de Economía– advertía: “Creo que con Fernando (De la Rúa) la derecha ha encontrado su candidato”.

Luego de encabezar en diciembre un acto masivo en el Luna Park, Alfonsín realizó una gira por América y Europa para tomar contacto directo con los principales líderes de la socialdemocracia.

La muerte del ex presidente Arturo Illia, ocurrida el 18 de enero, se convirtió en una manifestación antidictadura no solo de radicales, sino de gran parte del arco político, que destacó la figura del veterano dirigente para contrastarla con los funcionarios procesistas.

Reventar las urnas con votos

La Argentina abría un camino democrático en una región plagada de dictaduras que, en algunos casos, como en Chile y Paraguay, parecía que iban a ser eternas. El régimen comenzaba a despedirse y dejaba una lista interminable de temas sin resolver: el diferendo limítrofe con Chile por el canal de Beagle, las causas judiciales contra ex jerarcas, como el economista José Alfredo Martínez de Hoz y el represor Emilio Eduardo Massera.

Los crímenes del terrorismo de Estado eran uno de los temas centrales que debería enfrentar el próximo gobierno. Las Madres de Plaza de Mayo viajaron a Europa para que la comunidad internacional intensificara el respaldo en la búsqueda de los detenidos-desaparecidos. Hebe de Bonafini y María Adela Antokoletz se entrevistaron con Juan Pablo II, Felipe González y François Mitterrand. Las Abuelas, por su parte, acrecentaron los reclamos por sus nietos desaparecidos.

Madres de Plaza de Mayo reclaman por sus hijos desaparecidos. Foto: Daniel García (AGN)

De a poco, cientos de exiliados emprendían el regreso al país; otros aguardaban expectantes que se concretaran las elecciones. Mientras, algunos presos políticos lograban recuperar la libertad, pero muchos aún continuaban en las cárceles de la dictadura.

Una vez que el “Proceso” estableció el 30 de octubre como fecha para celebrar los comicios, los partidos políticos intentaron que la entrega del poder fuera antes del 30 de enero. Atrás quedó el planteo de los integrantes de la Multipartidaria de adelantar el traspaso de mando al 12 de octubre, una tradición inaugurada por Bartolomé Mitre que fue interrumpida tras los golpes de Estado que se sucedieron desde 1930 (fue después de la victoria de Alfonsín que Bignone accedió a que el gobierno democrático asumiera el 10 de diciembre, Día Internacional de los Derechos Humanos, por exigencia del presidente electo).

Lo importante era llegar al 30 de octubre. Y para cumplir con el ejercicio del voto –aborrecido por la inmensa mayoría de los militares y despreciado por minúsculos sectores civiles– hacían falta urnas. El Ministerio del Interior llamó a licitación para la construcción de 30 mil urnas de madera. La empresa Bortolín, dedicada a la fabricación de puertas, cajoneras y estantes, fue la seleccionada. Lejos había quedado una frase del dictador Leopoldo Galtieri que pasaría a la historia por su soberbia: “Las urnas están bien guardadas”. Eran tiempos en que el régimen ensayaba un tenue diálogo político y Galtieri no quería dejar dudas sobre el alcance limitado de esa apertura.

Urna electoral modelo 1983.

La fábrica Bortolín, ubicada en la localidad bonaerense de Villa Adelina, había sobrevivido a las políticas neoliberales de Martínez de Hoz. Sus setenta operarios se volcaron a la tarea de cumplir con el plan establecido: las primeras cinco mil urnas debían entregarse el 31 de marzo.

A un costo de 790 mil pesos cada una (unos 8,5 dólares de la época), la caja que debía estar en cada mesa electoral tenía 50 centímetros de alto, 30 de ancho y 17 de espesor.

Otro carpintero inmigrante, el italiano Tito Pedro José Bottai, había sido el encargado de diseñar el modelo de urnas de madera que se usaron por primera vez tras la sanción de la Ley Sáenz Peña, que estableció el sufragio universal, secreto y obligatorio.

Casi setenta años más tarde, el invento de Bottai renacía en una fábrica del conurbano para que alrededor de 18 millones de argentinos pudieran reventarlo de votos y cambiar la historia.

Escrito por
Germán Ferrari
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