Hay una escena que lo define todo. Fierro está tirado en el pajonal, la noche cubre la pampa y lo ampara en su huida. Es que Fierro es un desertor, un gaucho matrero que carga la muerte de dos cristianos. La ley lo busca para que sirva en una guerra que no le pertenece. Y en la oscuridad espera atento al grito del chajá que le anuncia la llegada de la partida. Rodeado, Fierro enfrenta a la policía casi como un sacrificio. La herida de un sable es quizá la señal de que pronto llegaría el fin, entonces el sargento de la partida grita: “¡Cruz no consiente/ que se cometa el delito/ de matar a un valiente!”, y espalda con espalda terminan con la partida para juntos, después, escapar tierra adentro a refugiarse en las tolderías.
Hay en ese gesto de Cruz, que Hernández elige como punto clave del clímax de la primera parte de El gaucho Martín Fierro, un signo de rebeldía política que atraviesa toda la literatura. ¿Por qué Cruz pone el cuerpo y cruza la línea de la ley para defender a Fierro? Lo hace porque en esa experiencia, en el acto de ver a ese que es como él, con el que se identifica claramente, se asume como clase, se define como sujeto social y rompe la alienación que lo mantiene sojuzgado defendiendo a un Estado que se apropió de su cuerpo (y de su alma) para defender valores que no lo representan. Hay en el gesto de Cruz, entonces, una toma de conciencia que lo libera y convierte en un sujeto social activo. Pero también, en esta escena, se constituye la épica heroica del gaucho, fiel a los códigos –una forma de justicia ante la injusticia manifiesta del poder– aunque eso lo lleve a estar por fuera de la ley.
La primera parte del Martín Fierro fue publicada en 1872 por entregas en el diario La República. José Hernández, proscripto en la presidencia de Sarmiento, escribe el poema narrativo tomando como eje al sujeto social que el propio Sarmiento, en el Facundo, había condenado a la barbarie. En esta primera parte asistimos a la parábola de un héroe que se ve obligado a delinquir por el Estado. Un hombre perseguido por una ley que solo lo puede ver como sujeto social a partir de que el Estado se apropia de su cuerpo para que sirva en la guerra. Entonces, el Fierro es un texto ante todo político, que viene a poner en debate la dicotomía civilización/barbarie propuesta por Sarmiento.
Sin embargo, siete años después, con La vuelta, Hernández se aleja de esa postura y nos entrega a un gaucho que decide volver a la civilización para ser parte. En palabras de Josefina Ludmer: “En 1879 el héroe popular es un padre que vuelve del exilio, se dirige a sus hijos y les canta, en versos gauchescos tradicionales, el olvido de la justicia oral de la confrontación: el olvido de la violencia popular. Usa el libro de los proverbios del anciano para recomendar la pacificación y la integración a la ley por el trabajo, y con ese tono y ese pacto cierra el género gauchesco. La voz del gaucho es casi la voz del Estado liberal triunfante, la voz oficial”.
Entonces en el mismo texto (hoy las dos partes se leen como un mismo libro) encontramos dos apropiaciones diferentes de la figura del gaucho, dicotomía que se extenderá en la literatura argentina como marca política.
En 1916, en su libro El payador, Leopoldo Lugones propone al Martín Fierro como “el libro nacional de los argentinos”. Borges cuestiona esto en su prólogo al Facundo: “No diré que el Facundo es el primer libro argentino –dice–; las afirmaciones categóricas no son caminos de convicción sino de polémica. Diré que si lo hubiéramos canonizado como nuestro libro ejemplar, otra sería nuestra historia y mejor”.
APROPIACIÓN Y SUJETO POLÍTICO
Para Borges, ese hombre que vivió por fuera de la ley, escapándole a la guerra de expansión territorial del Estado naciente, no merece esa categoría de héroe. El lugar del gaucho es el que le asigna la mirada liberal de Sarmiento: abonar con su sangre la tierra. Por eso, en su cuento “El fin”, Borges decide terminar con la vida del “héroe nacional” como le corresponde a un bárbaro: el Fierro no puede morir de viejo, asimilado por el sistema, debe morir como lo que fue, un bandido, y es el filo del facón que ayer empuñó él para causar la muerte el que hoy le quitará la vida.
Pero no es solo Borges el que decide retomar al Fierro para repensar la política. Oscar Fariña hace una apropiación del poema para poner en discusión al sujeto social marginado por el Estado en la actualidad: el pibe chorro. En El guacho Martín Fierro (2011), Fariña mantiene la estructura narrativa que propone Hernández, incluso los versos octosilábicos y la rima abbccb, pero sustituye a ese sujeto social perseguido y marginado por el Estado liberal del siglo XIX por el guachín producto de la marginalidad propia de las desigualdades del capitalismo. Es la cárcel el territorio donde este sujeto toma voz para narrar en esa cadencia de la payada que también podría ser la de una riña de raperos.
Martín Kohan, en su cuento “El amor” (2011), también decide intervenir en la época con el “héroe” de la literatura argentina. Kohan se queda con el Fierro del final de la primera parte, ese que junto a Cruz decide el destierro antes que la sumisión al Estado liberal. Juntos cabalgan por la pampa rumbo a las tolderías, pero entre ellos existe una tensión que también involucra sus cuerpos, aunque ahora en la esfera íntima, pero no por eso menos política. Kohan decide narrar una relación de amor entre estos dos hombres en el exilio. Amor y no sexual. No es una relación propia de la necesidad biológica, es una relación elegida por deseo y cariño entre hombres. El héroe nacional ya no es solo ese que facón en mano lucha por la libertad, sino que también ama, y ama a un hombre.
Por el mismo camino va Gabriela Cabezón Cámara en Las aventuras de la China Iron (2017). Esta vez, en clave de utopía queer. Primero, pone en el centro a la China, esa niña/ mujer apropiada por Fierro e invisibilidad por Hernández, y con ella recorre la pampa en una aventura de aprendizaje sobre el mundo pero también sobre el goce. Junto a la inglesa, la China emprende la búsqueda de sus hombres, pero encuentran, juntas, el placer que va de la mano de la libertad de los cuerpos. Definitivamente, Cabezón Cámara irrumpe con este texto para cuestionar el carácter machista y heteronormativo de la tradición literaria invirtiendo los signos del texto fundante de la épica de esta tradición.
Estas no son las únicas intertextualidades que existen con el Martín Fierro. Tampoco serán las últimas. Dialogar con el poema de Hernández, a 150 años de su publicación, sigue siendo un gesto político vital y necesario.