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Caras y Caretas

           

Los mártires de Chicago

En el marco de la lucha por la jornada laboral de ocho horas y tras haber sido condenados en un juicio que fue una farsa, cuatro militantes anarquistas fueron ahorcados en la ciudad más importante del estado de Illinois. En su honor, el 1º de mayo fue declarado Día Internacional de los Trabajadores.

El 11 de noviembre de 1887 al mediodía, cuatro hombres –George Engel, August Spies, Albert Parsons y Adolph Fischer– fueron ahorcados en la ciudad de Chicago, en el estado de Illinois. El juicio y la drástica condena conmovieron no solo a trabajadores de todo el mundo sino a amplios sectores democráticos y de la cultura que, en vano, abrumaron durante meses las oficinas del gobernador Richard Oglesby y del juez con cartas que pedían clemencia.

Todos los condenados habían nacido en Alemania menos Parsons, que era estadounidense. Todos tenían la rigurosa formación intelectual de los militantes obreros de la época, eran oradores brillantes, dirigían periódicos sindicales y políticos, y marcharon al patíbulo con gesto altivo, el puño en alto y cantando la “Marsellesa Anarquista”.

Un quinto condenado, Louis Lingg, el más joven, le birló al Estado la potestad de matarlo y se suicidó horas antes en su celda. De los otros tres acusados –Samuel Felden, Oscar Neebe y Michael Schwab–, dos fueron condenados a cadena perpetua y uno a quince años de prisión.

“Ya vienen por el pasadizo de las celdas, a cuyo remate se levanta la horca; delante va el alcalde; al lado de cada reo marcha un corchete; Spies va a paso grave, desgarrados los ojos azules, hacia atrás el cabello bien peinado, magnífica la frente; Fischer le sigue, robusto y poderoso, enseñándose por el cuello la sangre pujante, realzados por el sudario los fornidos miembros. Engel anda detrás, a la manera de quien va a una casa amiga; sacudiéndose el sayo incómodo con los talones. Parsons, como si no tuviese miedo a morir, fiero, determinado, cierra la procesión a paso vivo. Acaba el corredor y ponen el pie en la trampa; las cuerdas colgantes, las cabezas erizadas, las cuatro mortajas… Una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos se caen a la vez en el aire, dando vueltas y chocando.”

La crónica más famosa sobre el ahorcamiento –”Un drama terrible”– es del poeta cubano José Martí. Fue publicada por el diario La Nación el 13 de noviembre de 1886. Martí, que era corresponsal del diario de los Mitre y vivía en Estados Unidos, mientras narra las vicisitudes del juicio para los argentinos establece un contrapunto demoledor entre los principios democráticos que habían fundado a los Estados Unidos y el avasallamiento de todos esos principios ante el temor que generaban las demandas de los trabajadores –muchos inmigrantes– y la posibilidad de que se repitieran sucesos como la Comuna de París, que había acontecido solo quince años antes.

Quiénes eran los condenados

Los Mártires de Chicago, como los conoce la historia, militaban activamente entre los obreros industriales de la entonces segunda ciudad de Estados Unidos, caracterizada por la ferocidad de las condiciones de trabajo y la represión de las protestas obreras.

Por eso esta historia comienza, en verdad, en 1884, cuando una convención de la Federación de Oficios Organizados y Sindicatos de Estados Unidos y Canadá llamó a los trabajadores a imponer una jornada máxima de ocho horas. La reducción de las jornadas de 10, 12 y 16 horas se reclamaba desde la década de 1860.

La convención le puso fecha al desafío: votó que a partir del 1º de mayo de 1886 se trabajaría solo ocho horas. En los meses previos, miles de trabajadores, organizados e independientes, se prepararon para imponer la resolución. También lo hicieron los gobiernos y las empresas, que reequiparon concienzudamente a las fuerzas represivas. Los patrones estadounidenses solían ayudarse con rompehuelgas y “los hombres de Pinkerton”, policía privada que cargaba en Illinois con varios muertos obreros, incluido un niño.

En abril de 1886, Chicago se convirtió en el epicentro de un aluvión de huelgas obreras y piquetes que enervaron las ciudades industriales estadounidenses. El 1º de mayo, más de 300.000 obreros sindicalizados, hombres, mujeres, sus familias, desfilaron pacíficamente por el centro de la ciudad. La policía reprimió con un saldo de dos muertos y varios heridos. Los días siguientes se sucedieron protestas y mítines en las barriadas fabriles.

El 4 de mayo, hubo un acto contra la represión en Haymarket Square, frente a una fábrica de maquinaria agrícola que estaba en huelga; la empresa había contratado esquiroles para continuar la producción. Cuando concluía la concentración se abrieron los portones y los rompehuelgas atacaron a los obreros. So capa de frenar la refriega, la policía se sumó y reprimió.

En el tumulto alguien arrojó una bomba y murió un uniformado, Mathias Degan. La respuesta fue implacable: por lo menos ochenta muertos y doscientos heridos en el bando de los trabajadores.

Algunos sectores empresariales buscaron aplacar el enfrentamiento, y a fines de mayo de 1886 otorgaron la jornada de ocho horas a varios centenares de miles de obreros. El gobierno republicano, en cambio, declaró el estado de sitio, allanó casas particulares y locales e imprentas obreras, y detuvo a centenares de personas. El Chicago Tribune, directo, recomendaba a las patronales una “dieta del rifle” contra los huelguistas.

Las trampas de la Justicia

Finalmente, ocho trabajadores fueron acusados del asesinato. Tres habían tomado la palabra en el mitin pero dos ni siquiera habían estado presentes.Todo el juicio, que comenzó el 21 de junio, fue una farsa descarada.

El juez dispuso su carácter colectivo, lo que le permitió mezclar las pruebas y adjudicarlas colectivamente también. Los miembros del jurado eran designados por un auxiliar del juez solo cuando se pronunciaban contra los obreros que estaban siendo juzgados. Uno confesó que era pariente de alguien herido por la bomba. El juez orientó los interrogatorios y las actas para convencer al jurado de la culpabilidad de los encausados.

La Justicia nunca logró identificar a quien tiró la bomba ni demostrar que no había sido un acto de provocación. Tampoco estableció los vínculos entre el atentado y los imputados. El fiscal Grinnel lo reconoció sin vergüenza en su arenga final: “Estos hombres han sido seleccionados porque fueron líderes. No fueron más culpables que los millares de sus adeptos. Señores del jurado: ¡declarad culpables a estos hombres, haced escarmiento con ellos, ahorcadles y salvaréis a nuestras instituciones, a nuestra sociedad!”.

El juez no se quedó atrás: “Los acusados no fueron condenados por haber tenido alguna participación en el acto específico que causó la muerte de Degan; fueron condenados porque en sus discursos y en sus impresos habían aconsejado a grandes cantidades de personas, no a individuos particulares, sino a grandes cantidades, cometer asesinato, y habían dejado la concreción de tal crimen –la hora, el lugar y el momento– a voluntad y capricho de la persona que escuchaba tal consejo (…) Ahora, si esto no es un principio del derecho, entonces, por supuesto, los acusados tienen derecho a un nuevo juicio”.

Hablan los que van a morir

El 7, 8 y 9 de octubre los reos tuvieron derecho a dar sus alegatos finales. La suerte ya estaba echada. Uno tras otro, cada uno subió al estrado para reivindicar sus ideas y su militancia, y convirtió la defensa de su inocencia en un enjuiciamiento del régimen social y del proceso judicial al que estaba sometido. El futuro de la humanidad, coincidían optimistas los que iban a morir, iba a ser luminoso.

Solo Felden y Schwab solicitaron el perdón al entonces gobernador Oglesby, quien accedió a conmutarles la pena por prisión perpetua. Los otros cinco exigieron la libertad o la muerte.

August Pies tenía 32 años y dirigía un periódico socialista en lengua alemana junto a su compañero Michael Schwab. De cuidada formación, era un orador magistral. Comenzó sin florituras: “Al dirigirme a este tribunal lo hago como representante de una clase enfrente de los de otra clase enemiga, y empezaré con las mismas palabras que un personaje veneciano pronunció hace cinco siglos ante el Consejo de los Diez en ocasión semejante: ‘Mi defensa es vuestra acusación; mis pretendidos crímenes son vuestra historia’ (…) Si la pena de muerte es el precio por decir la verdad, entonces estoy dispuesto a pagarlo desafiante y orgullosamente. ¡Llamen al verdugo!”.

Albert Parsons era el único estadounidense. Hermano de un general de la Confederación, tenía 38 años, era el máximo dirigente de los Caballeros del Trabajo de Chicago, una organización “moderada” donde confluían obreros blancos y negros. Parsons había colaborado en la redacción del programa de la I Internacional. Se lo consideraba uno de los grandes intelectuales del movimiento obrero norteamericano y un agitador temible. Su alegato duró ocho horas, pero por la debilidad en la que se encontraba debió enunciarlo en dos días. En la sala no volaba una mosca. “Nosotros somos aquí los representantes de esa clase próxima a emanciparse, y no porque nos ahorquéis dejará de verificarse el inevitable progreso de la humanidad”, advirtió. Parson no había sido acusado por la Justicia pero se entregó porque, dijo, “juzgándome inocente y sintiendo asimismo que mi deber era estar al lado de mis compañeros y subir con ellos, si era preciso, al cadalso (…) Solo tengo que añadir: aun en este momento no tengo por qué arrepentirme”.

George Engel tenía 50 años, era el mayor de todos. Militante de la I Internacional, murió vivando la anarquía. En una carta al gobernador dijo que desautorizaba expresamente cualquier tipo de indulto o perdón. Su defensa es una acusación lapidaria del capitalismo de notable actualidad: “¿En qué consiste mi crimen? En que he trabajado por establecer un sistema social donde sea imposible que mientras unos amontonan millones otros caigan en la degradación y la miseria. Así como el agua y el aire son libres para todos, así la tierra y las invenciones de los hombres de ciencia deben ser utilizadas en beneficio de todos. Vuestras leyes están en oposición con las de la naturaleza y mediante ellas robáis a las masas el derecho a la vida, la libertad, el bienestar”, acusó.

Adolf Fischer no había cumplido los 30. “Solamente tengo que protestar contra la pena de muerte que me imponen porque no he cometido crimen alguno, pero si he de ser ahorcado por profesar ideas anarquistas, por mi amor a la libertad, a la igualdad y la fraternidad, entonces no tengo inconveniente… Lo digo bien alto: dispongan de mi vida.”

Louis Lingg era más joven, un carpintero de 23 años.”Soy enemigo del orden actual y repito también que lo combatiré con todas mis fuerzas mientras respire (…) Os reís probablemente porque estáis pensando: ‘Ya no arrojará más bombas’. Pues permitidme que os asegure que muero feliz, porque estoy seguro de que los centenares de obreros a quienes he hablado recordarán mis palabras, y cuando hayamos sido ahorcados, ellos harán estallar la bomba. En esta esperanza os digo: soy anarquista. ¡Los desprecio; desprecio vuestro orden, vuestras leyes, vuestra fuerza, vuestra autoridad! ¡Ahorcadme!”

Michael Schwab, un tipógrafo de 33 años, fue condenado a cadena perpetua: “Hablaré poco, y seguramente no despegaría los labios si mi silencio no pudiera interpretarse como un cobarde asentimiento a la comedia que se acaba de desarrollar. Lo que aquí se ha puesto bajo proceso es la anarquía, y la anarquía es una doctrina opuesta a la fuerza bruta, al sistema de producción criminal y a la distribución injusta de la riqueza. Ustedes y solo ustedes son los agitadores y los conspiradores”.

Las palabras finales de los mártires de Chicago fueron reproducidas hasta el infinito y leídas con fervor en las más distantes y distintas barriadas obreras del planeta.

El decreto del gobernador decidió que la horca estuviera pronta para 11 de noviembre. La noche anterior, Engel recitó en alta voz desde la soledad de su celda y ante el silencio sepulcral de los otros presos y los guardiacárceles, “Los tejedores de Silesia”, el célebre poema donde Heinrich Heine maldice a Dios, al rey y al Estado.

El viernes negro

Dos días después del ahorcamiento, un imponente funeral de más de 200.000 trabajadores despidió a los caídos. En el relato de Martí, el ataúd de Spies estaba oculto bajo una lluvia de flores; el de Parsons era una caja negra flanqueada por catorce hombres que portaban coronas de flores; el de Fischer estaba cubierto de lirios y clavelinas; los de Engel y Lingg estaban simplemente envueltos en banderas rojas.

Detrás marchaban los carruajes con las viudas, las madres, los hijos, seguidos por una columna de trescientas obreras con crespones. Luego iban los sindicatos, los gremios, las asociaciones de miles y miles de obreros “que llevaban en el pecho una rosa encarnada”. En innumerables puertas y ventanas de Chicago, una cinta de seda roja daba el último adiós a los ahorcados.

Tres años después, en 1889, el Congreso Obrero Socialista de la Segunda Internacional, reunido en París, declaró que en lo sucesivo el 1º de mayo sería el Día Internacional de los Trabajadores como homenaje de los trabajadores a los mártires de Chicago.

En América latina, el primer 1º de mayo se conmemoró en tres países: la Argentina, Uruguay y Cuba. En Buenos Aires, el acto fue en la Plaza Lorea, en Avenida de Mayo y Luis Sáenz Peña. En Rosario, en la Plaza López. Presidió la columna una jovencísima Virginia Bolten. También hubo actos en Bahía Blanca y en Chivilcoy.

Un perdón tan absoluto como tardío

Siete años después del “viernes negro”, en 1893, un nuevo gobernador del estado de Illinois, John Peter Altgeld, recibió un petitorio de 60.000 firmas, apoyado entre otros por grandes figuras jurídicas y políticas estadounidenses, como Clarence Darrow, el capitán Black y Schilling. Le pedían que revisara el proceso judicial y corroborara las falacias en las que se había basado la condena.

Altgeld reconoció públicamente que los condenados eran inocentes, ordenó su perdón absoluto y los indultó. Algunos opinan que esa decisión abortó una carrera política que lo conducía vertiginosamente al Salón Oval.

Escrito por
Olga Viglieca
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