Media mañana en Buenos Aires. Un joven vestido de negro baja del tranvía 17 y camina, tranquilo, en dirección al cementerio de la Recoleta. Se acerca con sigilo y no llama la atención de la gente que circula por la zona. El coche del jefe de Policía, Ramón L. Falcón, sale del camposanto y pasa a su lado, mientras el policía conversa con su secretario, Juan Lartigau. De pronto un estruendo detiene el auto y frena el tiempo: una bomba arrojada dentro del coche hace volar por el aire a los policías, quienes caen sobre los adoquines. Están vivos, pero sus heridas son irreversibles. Unas horas más tarde de aquel 14 de noviembre de 1909, muere en el Hospital Fernández.
El anarquista ucraniano Simón Radowitzky corre, sin perder un segundo, por Avenida Callao. Lo persiguen algunos vigilantes y también hombres que estaban en la zona, hasta que consiguen encerrarlo. Preparado para lo peor, Simón grita «¡Viva la anarquía!» y se pega un tiro en el pecho, con el que quiere ponerle un dramático punto final a sus 18 años de vida. Pero la suerte no quiso acompañarlo en esa despedida y apenas le queda un rasguño. Lo esperará la oscuridad de la tortura más salvaje y, luego, una condena a prisión por tiempo indeterminado en el penal de Ushuaia.
Mano dura
En 1906, Ramón Falcón había sido nombrado como jefe de Policía de la Capital. En ese cargo, creó la escuela de policía (que llevó su nombre hasta 2006). Su debut en la fuerza llevó el signo de gestión de mano dura contra la protesta social. El 1.º de mayo de 1906, los sindicatos de la ciudad realizaron una manifestación popular en conmemoración del Día Internacional de los Trabajadores. Ramón Falcón ordenó la represión del acto, lanzando un cuerpo de 120 policías a caballo que dispararon sus armas de fuego contra los civiles desarmados, sembrando la avenida de muertos y heridos. En 1907 fue el encargado de ordenar el desalojo de las familias obreras, que se negaban a acatar el aumento unilateral de precios aplicado por su arrendadores; descontentos con la falta de intervención gubernamental en la regulación de la vivienda y de las condiciones de vida en los inquilinatos, en estado lamentable en su mayoría, mujeres y niños obreros tomaron las calles con escobas bajo el lema de «barrer la injusticia» en lo que se conoció como la huelga de inquilinos.

En julio de 1907 (en pleno invierno austral) ―con la ayuda del cuerpo de bomberos de la ciudad de Buenos Aires, que redujo los conatos de protesta arrojando a las familias agua helada con mangueras de alta presión― Falcón efectuó los desalojos masivos. Los inquilinos debieron alojarse en los campamentos organizados por los sindicatos anarquistas. Finalmente la Federación de Inquilinos lograría acuerdos para construir viviendas obreras y ajustar el valor de los alquileres, frente a la oposición de los anarquistas, que quedaron en minoría.
El atentado contra el jefe de Policía comenzó a planearse meses antes, cuando las Fuerzas de Seguridad volvieron a reprimir a los trabajadores anarquistas que conmemoraban a los mártires de Chicago, en el Día del Trabajador. Fue un acto con oradores, que reclamaron por la falta de empleo y los bajos salarios y recalcaron que el gobierno de José Figueroa Alcorta era indiferente ante los padecimientos sociales. Los espiaba Ramón Falcón desde su coche, y no tardó en ser descubierto por algunos de los manifestantes, quienes le arrojaron piedras. Entonces, el policía dio orden de que se reprimiera a los obreros y sus familias: los uniformados atacaron con armas de fuego y sables, mataron a once personas y dejaron con graves heridas a otras 80, entre las que había un gran número de niños.
Entonces comenzó la llamada Semana Roja. Ordenaron clausurar los locales anarquistas y detener a los militantes. Mientras, las familias que habían sido atacadas intentaron velar a sus muertos pero fueron nuevamente reprimidas en la puerta de la morgue. Unos 4000 manifestantes consiguieron llegar hasta el cementerio y ahí fueron una vez más atacados a tiros por la Policía. La Unión General de Trabajadores –socialista– y la Federación Obrera Regional Argentina –anarquista– llamaron a la huelga general, que duró una semana. Una de las actividades fue una nueva manifestación en la plaza donde todo había comenzado, el 1 de Mayo. A ese encuentro histórico concurrió Radowitzky, quien había llegado a la Argentina escapando de los zaristas. Este joven de 18 años decidió entonces que la masacre no podía quedar impune.
Tras 21 años de cárcel, en 1930 Radowitzky fue indultado por Hipólito Yrigoyen, volvió a Europa y luchó contra las fuerzas de Franco en la Guerra Civil Española. Luego escapó y consiguió llegar a México, donde fue cobijado por el poeta uruguayo Ángel Falco. El símbolo del anarquismo pasó sus últimos años editando una revista donde daba curso a sus ideas políticas, mientras se ganaba el pan como obrero en una fábrica de juguetes. Murió a los 65 años.