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Caras y Caretas

           

“Mi padre construía sus letras escuchando a la gente de los pueblos más perdidos”

Ilustración: Jung!
Ilustración: Jung!

Leopoldo “Teuco” Castilla recuerda la relación de su progenitor Manuel con el Cuchi Leguizamón y su particular forma de trabajar la poesía.

Si hay un creador que no tiene una relación vicaria o acomplejada con su padre –padre y artista solar– ese es Leopoldo Castilla, hijo del poeta Manuel Castilla. El Teuco, como se lo conoce, es también poeta y arrastra un sustrato norteño que se le nota en la voz y en la escritura, aunque con adecuada distancia del seguidismo de formas y temas de esa poesía que heredó. Aunque cargue con la centralidad de la imagen visual, recurso típico del corpus poético que lo precede, se diferencia en las elecciones conceptuales y en un pliegue exterior/interior que lo ubica en otra cuerda, potente, propia y ya ampliamente reconocida. El Teuco vivió el clima de ebullición creativa cuando música, pintura, poesía y cancionística se abrazaban en Salta. Así lo recuerda.

–¿Cuál era el clima de tu casa?

–Era una casa frecuentada por pintores, poetas y músicos. Una casa con mucha alegría. Mi hermano Gabriel y yo crecimos rodeados de libros. En la biblioteca de mi padre, si bien primaban obras de la literatura nacional y latinoamericana, podías leer prosa y poesía alemanas, inglesas, rusas, francesas, griegas. Nuestros padres eran lectores ávidos, persistentes. Y es que diariamente llegaban allí libros de otras partes del país, que sumados a los que ya existían, alcanzan los cinco mil volúmenes que tiene esa biblioteca en la actualidad. En ocasiones se reunían bajo ese techo los artistas y era realmente una fiesta. Por ahí también pasaron celebridades de la cultura tanto argentina como del extranjero.

–¿Así nació la relación de tu padre con la poesía?

–Mi padre comenzó a escribir en su adolescencia. Como todos los poetas de su generación, tenía un gran respeto y admiración por quienes lo habían precedido. De hecho, eran infaltables sus poemas cuando en un simposio de alegres memoriosos decían de memoria los versos no solo de los poetas salteños de las generaciones anteriores, sino también de los del Siglo de Oro. Con la acertada convicción de que quien trabaja con el castellano debe, dado que esa lengua es su fundamental instrumento, leer lo que en ella se ha escrito para observar y aprender de todos sus recursos expresivos. A esos encuentros se sumaban los que se hacían a través del correo. Incluso llegaron a mandar los sobres de las cartas con la dirección en verso. Recuerdo uno que le envió mi padre desde Bolivia a Guillermo “Pajarito” Velarde Mors, un caballero bohemio amigo de los artistas. Decía así: “En Salta, de la Argentina/ cartero como sabéis,/ vive un pájaro que trina/ en Pueyrredón ciento seis./ Si ese pájaro no estuviera/ dale esta carta de amor/ a un muchacho calavera/ Guillermo Velarde Mors”.

–¿Cómo surgió el movimiento poético del norte?

–El norte argentino venía dando grandes escritores, como Juana Manuela Gorriti, Juan Carlos Dávalos, Daniel Ovejero, Joaquín Castellanos; ensayistas, como Bernardo Canal Feijóo o Luis Franco, o compiladores, como Juan Alfonso Carrizo, quien recogió en una obra magna todo el cancionero popular del norte, solo para nombrar algunos anteriores a la Generación del 40, que, como sabemos, fue la que produjo, en calidad y número, un conjunto de obras fundamentales en la poesía argentina. A esa generación pertenecía el grupo La Carpa, que, convocado por el poeta jujeño Raúl Galán, reunió a poetas y artistas del norte para reafirmar la potencia creativa de esa región hasta entonces relegada por la metrópolis, aunque muchos de ellos publicaran de tanto en tanto sus trabajos en suplementos culturales como los de La Prensa o La Nación. Este grupo nació cuando llegaron a Tucumán –por ese entonces el centro cultural más importante del noroeste, por la irradiación de su universidad y de importantes intelectuales– Alberto Burnichon y el artista brasileño Ben Ami Voloj, con su teatro de títeres, que era una carpa en la que también leían sus poemas y exponían sus obras los artistas plásticos. De allí proviene el nombre de ese grupo, que luego creció legando importantes obras dentro de la cultura nacional y latinoamericana. Gente maravillosa y solidaria. Burnichon fue la primera víctima de la perversidad del golpe militar de 1976.

–¿Cuál era la importancia de la canción y de los cancioneros del norte?

–Mi padre tenía un absoluto respeto por la poesía y era de una temible severidad cuando detectaba algún impostor que le daba un uso avieso o falso. Sabía que ella exigía una entrega total y una responsabilidad sin menguas. No obstante, a la vez, también respetaba el trabajo de quienes sin tener pulimiento en ese oficio escribían poniendo toda su sensibilidad. En sus libros prima el tema de su tierra, a la que amaba y conocía a fondo. Iba por los pueblos más perdidos, hablando con su gente, oyendo cómo ellos y la naturaleza que los rodeaba eran una sola ánima, que trascendía más allá de esas soledades donde vivían, en las altas montañas o en los montes turbulentos. En esos andares, con esas observaciones, construyó la cosmogonía de su escritura. De ella, también, extrajo el lenguaje y el alma de sus canciones, consciente de que la letra de la canción, si bien tiene una arquitectura similar, es un oficio distinto al de la poesía.

–¿Cómo fue su relación con el Cuchi? ¿Tenían un método de trabajo?

–Él escribió muchas canciones con grandes músicos, como Rolando Valladares, Eduardo Falú, el Pato Gentilini o Gustavo Leguizamón, para nombrar algunos. Fue con el Cuchi con quien más trabajó. Eran grandes amigos desde muy jóvenes y compartían el mismo fervor creativo y el mismo rigor a la hora de trabajar en sus composiciones. Mi padre es autor de dos o tres libros de coplas populares que fue recopilando en sus travesías por los distintos paisajes de Salta. De ese lenguaje, de esas tonadas, nace la voz de sus canciones. Todo en el marco de un movimiento que había comenzado con obras de Jaime Dávalos y Eduardo Falú y que creó el llamado “boom del folklore” del que participaron creadores como José Ríos, José Juan Botelli, Miguel Ángel Pérez, el Payo Solá, Marcos Thames y Cayetano Saluzzi –padre de Dino, ese gran bandoneonista–, entre tantos otros, cuyas obras fundaron un hito en el folklore argentino.

–¿Qué tesoros quedan para rescatar de la música y la poesía del norte?

–Ese movimiento impulsó a nuevos compositores y letristas de auténtica valía y otros cuya trascendencia la dirá el tiempo, siempre y cuando su legitimidad no sea malversada por las imposturas del comercio fácil o el oportunismo. Creo, no obstante, que el canto es una médula esencial del pueblo salteño, cuya fuerza sabrá imponerse a los intentos de cualquier avieso facilismo. Con respecto a la poesía, después de esa generación surgieron grandes poetas, como Walter Adet, Holver Martínez Borelli, Jacobo Regen, Carlos Hugo Aparicio, Miguel Ángel Pérez, Santiago Sylvester y otros, algunos de ellos confinados en la desmemoria que lamentablemente caracteriza a los medios actuales de la cultura de nuestro país. Pero ahora son los jóvenes, los que vienen creando a toda vela y en todo el norte, quienes reivindican ese venero que los ha precedido.

Escrito por
Vicente Muleiro
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