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Caras y Caretas

           

Encuentro con el Cuchi

Ilustración: Ricardo Ajler
Ilustración: Ricardo Ajler

Un viaje para conocer al genial músico salteño funciona como una enorme oportunidad para asomarse a un legado cultural invencible.

En septiembre de 1997, una semana antes de que el Cuchi Leguizamón cumpliera ochenta años, viajé hasta Salta para visitarlo en su casa y charlar con sus amigos, los que lo habían acompañado en sus tantas aventuras musicales y en interminables asados. Decían que estaba muerto. Se hablaba poco de su música en los medios. Pero ahí estaba, en la misma casa colonial, humilde, de La Rioja al 300, donde había vivido buena parte de su vida. En la puerta, todavía pegada la chapa de abogado. El piano, con el que había compuesto obras memorables y que dominaba la pequeña sala de estar, en silencio.

Es la hora de la siesta, y el Cuchi, el artista que podía pasar días sin dormir junto al poeta Manuel J. Castilla, está sentado en su silla de ruedas, con sus piernas tapadas por una manta, un gorro de lana de oveja y la mirada perdida, como soñando despierto. Casi sin habla, con un estado de salud delicado, resiste. El Moro, uno de sus cuatro hijos, lo acompaña y oficia de anfitrión. Sentado al piano se pone a tocar “Zamba de la viuda”. El Cuchi tararea unos fragmentos y larga un quejido cuando su hijo le erra a una nota.

Cuando la canción termina, el Moro se le acerca al oído y le dice: “¿Tata, querés que siga tocando?”. El Cuchi lo mira, como esforzándose, y le responde: “Tocá, tocá más”. El clima es litúrgico. Gustavo Leguizamón se seca una lágrima con el poncho de vicuña que lleva puesto, ayudado por el joven enfermero que cuida de sus días.

La llama musical todavía seguía encendida, pero su enfermedad de años lo había sumergido en una suerte de olvido fuera de su provincia. En Salta se lo extrañaba rondando la plaza 9 de Julio, ubicada en el centro de la ciudad, donde pasaba las tardes o las noches, filosofando o comiendo “las mejores empanadas del mundo”, como solía decir. En ese lugar, donde ahora hay una estatua de bronce del Cuchi, de la que seguramente se habría burlado, un turista se saca una foto.

PROFESOR DE HISTORIA

Muchos salteños estudiaron con el Cuchi y hablan con orgullo de aquel profesor de Historia que se reía provocativamente. “En el fondo, el Cuchi siempre fue un changuito, y eso se ha metido muy mucho en su pueblo. Quizás su imagen se diluyó un poco, pero igual nunca faltan en cualquier repertorio dos o tres temas del Cuchi. Y es que no pueden faltar. Su obra ya no tiene que ver con Leguizamón sino con el arte de un país”, aseguraba el poeta Miguel Ángel Pérez, autor de los versos de la legendaria zamba “Si llega a ser tucumana”.

La obra del Cuchi se mantiene fresca en la memoria de su tierra. Alrededor de 800 composiciones, entre las que se encuentran “La pomeña”, “Zamba del carnaval” o “Zamba de Juan panadero”, forman parte del ADN de esta provincia. “El Cuchi refleja en sus creaciones todo lo que vivió durante la infancia, rodeado de todas esas viejitas sabihondas que le cocinaban, la chinita que barría la vereda y la gracia de los peones. Como paraba la oreja, aprendió toda esa esencia del pueblo y la complementó con su intuición musical. La pucha si es talentoso”, contaba José Ríos, otro de los poetas y amigos del músico.

Muchas de las zambas del Cuchi nacieron de personajes que fue conociendo a lo largo de su vida. “Maturana” se la dedicaron con el Barba Castilla a ese hachero chileno que lloraba cuando cantaba coplas con su guitarra. “Canción de cuna para el vino” salió un día de un asado en los Valles Calchaquíes donde faltaba el brebaje espirituoso. “El Cuchi y Castilla no encontraban ningún boliche abierto –contaba con parsimoniosa lentitud Juan José Botelli, otro de los músicos integrantes de su círculo habitual con los que charlé– hasta que ven un ranchito con una gorda que estaba rodeada de damajuanas y botellas de vino. Pero no les quería vender ninguna porque decía que era para consumo personal. Entonces el Cuchi le dice: “Pero, mamita, te vas a trancar con tanto vino y en vez de decir ‘a’ vas a decir ‘acordeón’”. La colla se empezó a reír y les terminó regalando dos botellas. Los dos iban con miedo de que se les cayeran. Y Leguizamón le comenta a Castilla: “Barbudo, mirá cómo llevamos los vinos, como si los estuviéramos acunando. ¿Qué te parece si le hacemos una canción de cuna al vino? Ya que el vino nos durmió tantas veces a nosotros, es bueno que una noche lo durmamos nosotros a él”.

OBRA TRASCENDENTE

De la misma manera nació “Balderrama”, una de las obras que más lo trascendieron, que describía esas amanecidas en el boliche a orillitas del canal donde, junto a los amigos de siempre, esperaban el brote del alba. El dueño del boliche, Juan Balderrama, me mostró el lugar donde se compuso la zamba, sirvió un vino, una empanada y me contó la historia de la canción más popular del Cuchi. “Les llevó más de un año de trabajo a Castilla y Leguizamón hacer la canción de Balderrama. A veces pasaban encerrados dos días sin dormir en una de las salitas, que ahora se convirtió en uno de los baños”, decía el dueño del local convertido en peña para turistas.

En Salta, que se presenta al visitante con sus veredas angostas, sus casas bajas y coloniales y sus cerros de postal turística, amigos y coprovincianos extrañaban al Cuchi, al personaje irónico, burlón y ocurrente. “Siempre era el primero en festejar sus propios chistes con una sonora carcajada”, recordaba Raúl Anzoátegui, otro de sus compañeros de madrugadas. “Nos hace falta ese inventor de fábulas maravillosas. Siempre fue un hombre que se constituyó en el alma de la fiesta. Eran farras largas y a veces las bromas podían ser muy pesadas, pero sabía cuándo parar. Nunca deslució a ninguna persona en una reunión”, agregaba emocionado el poeta.

Muchos de sus amigos, que ya están muertos, me recibieron en su casa sin conocerme y evocaron al vital hombre que supo retratar a Salta de una manera en que nadie más lo hizo. Al bohemio que se bebió las noches de un solo trago. Al fino pianista, admirador de Erik Satie, que reunió en sus composiciones el toque aristocrático de un pasado patricio, una erudita formación musical y el saber de la cultura popular que cosechó junto a Manuel J. Castilla, “el Barbudo”, con el que compuso sus temas más célebres.

Escrito por
Gabriel Plaza
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