En la noche del 11 de noviembre de 1819, soldados del Ejército Auxiliar del Perú irrumpieron en el dormitorio de Manuel Belgrano y lo apresaron. Enfermo y consciente de que el final estaba cerca, lo sucedido lo irritaba e incomodaba sobremanera porque intuía lo que estos acontecimientos significarían para el proceso abierto en mayo de 1810. Lo que no sabía era que su final, algunos meses después, coincidiría con el de la revolución.
El piquete de tropas que permanecía en Tucumán se había sublevado. No sólo hizo prisionero a quien había sido su general en jefe hasta poco tiempo atrás, sino también a su comandante, el teniente coronel Arévalo, y al gobernador de Tucumán, Feliciano de la Mota Botello.
Instalado en Tucumán desde mediados de 1816, Belgrano vivió sus últimos años de manera intensa, porque a pesar de no ocupar el centro de la escena, siguió siendo una figura importante. Al regreso de su misión diplomática en Europa, este porteño de 46 años se trasladó a Tucumán dispuesto a intervenir en el Congreso allí reunido y a que su figura no pasara desapercibida. Ante la asamblea dio cuenta de la situación política en el Viejo Continente tras la derrota de Napoleón y la formación de la Santa Alianza y promovió dos de sus iniciativas más importantes del momento: la necesidad de declarar la Independencia y la establecía ese castigo para aquellos que se levantaran en armas contra las autoridades.
EL OCASO DE UN SUEÑO
Si en principio estas intervenciones lograron cierta estabilidad política en el interior, a medida que la revolución perdía impulso por su comportamiento ambiguo en la Banda Oriental ante la invasión portuguesa, las negociaciones en Europa y la sanción de una constitución fuertemente centralista, la situación se deterioró y las manifestaciones de disidencia volvieron a asomar. El encarcelamiento de Manuel Belgrano en 1819 es una muestra de esto, ya que el motín reinstaló a Bernabé Aráoz en el gobierno de Tucumán, del que había sido desplazado en 1817. Era el principio del fin de la revolución, pronto se producirían otros levantamientos. El 8 de enero de 1820, el Ejército Auxiliar del Perú se amotinó en la posta santafesina de Arequito y se resistió a seguir interviniendo en los conflictos internos, dejando desamparado al Directorio en la previa a la batalla de Cepeda.
En febrero de 1820, ya muy enfermo, Belgrano logró la autorización del gobernador Aráoz para dirigirse a su ciudad natal. Hijo de uno de los comerciantes más ricos de Buenos Aires, Belgrano se acercaba a su muerte sin muchas posesiones materiales con las que sustentarse. Su llegada pasó desapercibida. Envuelta la ciudad porteña en la incertidumbre tras la renuncia del director, la disolución del Congreso y la negociación con Ramírez y López para transformar a la capital en una provincia más, la recepción a uno de sus hombres más destacados no podía haber sido más fría. Los meses que siguieron no fueron mejores. Frustrados sus intentos por conseguir que le pagaran los sueldos atrasados, sus últimos días transcurrieron en la más absoluta precariedad y a merced del cariño y sostén de algunos amigos. Personaje central del proceso revolucionario, su muerte tuvo lugar el llamado “día de los tres gobernadores”, por lo que su deceso no fue sentido por sus contemporáneos, preocupados por saber quién era el nuevo mandatario de Buenos Aires. Casi como una metáfora de lo que había ocurrido con la revolución, que el 20 de junio de 1820 parecía algo que había que dejar atrás, nadie se preocupó por Manuel Belgrano, al menos hasta mucho tiempo después