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Caras y Caretas

           

La religión es el poema

Foto: Julieta Bugacoff

El poeta Javier Galarza (1968-2022) no llegó a presentar su último libro. Aquí una reseña de La religión Hölderlin, en el contexto más amplio de su obra lírica y ensayística.

“Toda religión será poética” (Friedrich Hölderlin)

No consigo dar con las palabras adecuadas. ¿Lo dice Hölderlin o lo digo yo? Continúo con la relectura de su novela epistolar Hiperión y me salva (¿o me somete?): “A uno le gustaría hablar y charlar como los pájaros, cuando el mundo te acaricia el cuerpo, como el aire de mayo, pero entre el mediodía y el atardecer todo puede cambiar y ¿qué se ha perdido al fin y al cabo?”.

¿Debo responder? Entre un mediodía y un atardecer –podríamos metaforizarlo así– se nos perdió un poeta. No cualquier poeta. Sino un religioso romántico. No fue cualquier extravío, sino el más profundo, aquel que desampara porque no ofrece regreso. Como si se nos hubiera hundido en el camino que conduce a la locura. ¿O acaso la muerte y la locura no se hermanan en el altillo de una misma rebeldía?

El poeta al que me refiero era un conocedor sin igual del espíritu de Hölderlin. Un radiólogo de Rilke, de Artaud, de Pizarnik, de Miguel Ángel Bustos. Un ambicioso del mito y del relámpago. Un apasionado de las ruinas urbanas. Y de las heridas de los ángeles. Un redentor del lenguaje y un mesías olvidado entre los rieles y las sombras. Se ubicaba en ese lugar tan fiel a sus herejías: la poesía mística, la poesía sucia, la poesía de los necesitados, la de los olvidados, la de los locos y los enfermos. Un huracán zen a contramano del silencio. Un dios de hojalata y luz, de manos ajadas y voz de cielo y barítono alto. Un ser arrítmico con el mundo y tan cáustico y tan lúcido y tan dulcemente agradecido. Escuchémoslo leer: “Una palabra no porta la textura de un puente. Habrá que palpar los hierros, el empedrado o la vibración. El lenguaje no alcanza para transmitir un sonido: es necesario escuchar. Entendemos de qué trata ese puente cuando nos paramos allí. Sin mapas ni descripciones posibles”.

El poeta. El poeta que perdimos y ahora leemos es Javier Galarza. Y el fragmento pertenece a La religión Hölderlin. El libro que acaba de editar Llantén y que Javier no llegó a presentar. Porque se nos perdió. Entre un mediodía y una tarde del mundo. Nos dejó con esa incomodidad que pregonaba y la lírica de un dolor que se asienta en la extrañeza de la pérdida.

Testamentos

La religión Hölderlin es un testamento. Un testamento literario. Una forma de la clausura que implosiona y expande sonoridades e ideas bajo las condiciones que clama el silencio con su mudez de lluvia. Así comienza: “Alia, te escribo desde este país de lluvia, esta tarde de lluvia, esta carta de lluvia. Nuestros bares están vacíos y la niebla cubre los parques. Los ríos se secan y nuestros bosques están en llamas. Los cuerpos cambian a cada momento. El poder extiende la metáfora del virus y la guerra estalla en todas partes”.

Esta apertura atestigua “los días de la peste” y empuja un derrotero de prosas como estampas (el libro está dividido en tres partes: “Libro de Estampas I”, “La religión Hölderlin”, “Libro de Estampas II”) que, intervenidas por cierto malestar de época, lecturas filosóficas y el retorno desesperado de Hölderlin como un dios al que agradecer la persistencia de la poesía en el mundo, componen una lírica urbana del desasosiego. Una lírica que incentiva, bajo la luz de la filosofía oriental, “integrar eso que rechazamos”.

“Cuando en la noche atacan sombras, bajo del altillo y me siento a mirar por la ventana. Comienza a amanecer en cuanto me digo ‘el miedo y yo somos uno’.”

Musas míticas

En las Estampas, una interlocutora llamada Alia recibe la voz del poeta. El amor siempre es una buena excusa para denunciar los desengaños del mundo. ¿O al revés? Alia no participa, sencillamente acopia comentarios a modo de epístolas. Nunca la veremos. Pero está ahí, como una vasija de ternura y añoranza. “Alia, la vida levantó una pared y quedamos del otro lado. Yo muero de nada, me asusta tenerte cerca, si te sostengo fuerte, te morís arriba mío. Aquí, monitoreados, medidos por algoritmos. Me escribís que te levantaste y te pusiste una malla de dos piezas, porque fue lo primero que encontraste. Dos prendas elegidas al azar en la oscuridad. Me seduce lo que no se puede contornear, lo que no tiene borde, la caída, una piel tan blanca que avergüence a la nieve. Dame refugio en cosas santas. Estoy cayendo sin tus manos. No sé si podré cruzar esa calle. Si no beso tus tatuajes el mundo me va a huir. Alia, acaso la piel no termina. O se retorna de ciertas caricias. ¿Te acordás del lugar de las promesas? Hicimos dibujos rituales, creamos formas nuevas para nuestras fiestas pobres.
Dejame matarte mañana.
Protegeme de lo que quiero.
La verdadera guerra comienza en secreto.”

Imaginamos, sentimos a Alia. Receptiva, resbaladiza, fugitiva. Lo mismo que Alina, otra de las musas-personajes que nos dejó el poeta. Mujeres carnales devenidas mito. Como La Maga de Cortázar, que se perdía bajo los puentes en París. O más precisamente la Diotima de Hiperión: “Oh, bella muchacha, todo se ha vuelto oscuro a mi alrededor”.

En su libro Für Alina, invención poética inspirada en la composición musical homónima del estonio Arvo Part, Javier Galarza escenifica templos urbanos que son la intemperie misma: “Querida Alina, haremos nuestra casa/ en la memoria de los perros, podremos escapar/ al paso de cada tren,/ aliados a las sombras de los pájaros,/ efímeros como las inscripciones/ de los enamorados en las ventanas empañadas,/ en el espacio entre los puentes,/ sobre estaciones y rieles, junto a las canciones/ que se escuchan en los bosques”.

Y hace del antro el lugar para el reposo. Y celebra la derrota como el camino hacia la libertad. “Entre las calles empedradas por la niebla/ llegamos al puerto de la ciudad,/ a ese barco muerto arrasado por óxido,/ estructuras de metal retorcidas en el navío/ a medio hundir, como un milagro allí,/ en la periferia,/ un navío templado de distancias,/ encallado donde la corriente lo arrastró./ ‘Quisiera viajar lejos, muy lejos./ Inventarme una vida/ en algún lugar/ y luego volver a partir/ para nunca dejar de ser una extraña’, dice Alina./ Aquella tarde entramos al barco, nos buscamos/ entre restos de camarotes mientras las escaleras/ crujían bajo nuestros pies/ y nuestra vida era ese hoy/ donde el presente quedaba lejos./ Ya no había lugares ciertos,/ soltábamos todas las amarras.”

Für Alina (Primer Premio Municipal de poesía, bienio 2018-2019) vibra en la misma cuerda que La religión Hölderlin. Ambos libros se arriesgan sobre un andamio que tiembla: el amor que se asume y se danza en el quebranto; lo urbano como la desnudez y el sueño, envolvente y severo; el óxido como la estética de la dulzura; lo imposible como un don, como un bien inalcanzable. “Donde comienzan los caminos” finaliza la pérdida. “Sería mucho pedir que te quedes/ una eternidad más?/ ¿Cuánto?/ Lo que dure el silencio.”

Un poeta de las cumbres

En su exquisito ensayo La noche sagrada –un antecesor de La religión Hölderlin aunque menos intenso y más acicalado–, Galarza traza eje en el poeta alemán que pasó sus últimos treinta años loco, encerrado en una torre de Tubinga, pero reúne a otros autores y a otras autoras que lo obsesionan y van trabajando su visión: Marina Tsvietáieva y Ósip Mandelstam, Paul Celan y Edmond Jabès, Kafka y Rilke, Sigmund Freud, Martin Heidegger, Ingeborg Bachmann, Nelly Sachs, ineludibles autores de la Europa de las guerras mundiales. Podríamos decir que La religión Hölderlin, desangrado en una subjetividad inquieta, fusiona la melancolía de Für Alina y la luminosidad tajante de La noche sagrada. Los tres articulan de manera mágica –y trágica– como partes de un mismo cuerpo. De una misma redención. Pero también Chanson Babel y Lo atenuado, dos poemarios de orfebrería, anteceden una estética que irá profundizándose. Al revés de La religión Hölderlin, son los poemas los que juegan al ensayo filosófico. Galarza ejercita un diálogo permanente (otra herencia del autor de Hiperión) con sus autores encumbrados y crea su propio mapa poético filosófico que no busca más que tejer una red donde reposar después de la caída. “Qué ruido hace un hombre al romperse./ Cuánto tarda en caer.”

Escrito por
María Malusardi
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