Alguien dijo que entre los surcos de su rostro aindiado es posible adivinar los valles, montes y ríos de la República Argentina. La metáfora es certera: como nadie, Atahualpa Yupanqui consagró su vida a la observación profunda del hombre y su paisaje. Su obra proviene de esa mirada.
Escudriñó al “argentino de a pie”, como le gustaba decir, con una agudeza que desarmó el artificio telúrico, esas maneras de enaltecer cuestiones epidérmicas como un traje gaucho y en el mismo gesto soslayar las penurias del peón. Yupanqui supo entender la problemática del hombre y sus circunstancias de una manera integral. Vida y obra se funden. La condición de peregrino –“aquí canta un caminante, que muy mucho ha caminado”, se autodefinió en una de sus chacareras más célebres– es una ideología en sí misma que se expresa como una trama de más de mil canciones, poemas, novelas y ensayos.
Esa trama constituye la piedra basal del folklore argentino. No hay que confundir indagación de la raíz con cerrazón de pago chico, tradición con tradicionalismo: Yupanqui fue un hombre cultísimo, que en su juventud se nutrió de compositores clásicos (Bach, Schubert) y de la poesía (de los vates del Siglo de Oro español a Jorge Luis Borges). Su mujer más famosa, Paule Pepin Fitzpatrick, conocida como Nenette, fue una pianista consumada, alumna de Carlos López Buchardo. El perfil bajo de Nenette y hasta cierta invisibilidad agazapada bajo el seudónimo de Pablo del Cerro no fueron obstáculo para que muchas de las piezas que escribió junto a su marido ostentaran la sofisticación y complejidad que el aspecto torvo de Atahualpa disimulaba.
PERFECCIONISMO ENCOMIABLE
Las formas ascéticas de Yupanqui escondían un perfeccionismo encomiable. La sencillez con que escribía puede llevar a engaño. Ese perfeccionismo se advierte en el rigor prosaico de “El canto del viento” y en recreos ficcionales como la nouvelle Cerro Bayo. Y, por supuesto, en su monumento autobiográfico El payador perseguido. En lo musical, trazó un arco que fue desde la canción testimonial hasta un acercamiento a las culturas orientales, y en ese trayecto fue en dosis parejas mundano y místico. Los últimos años de su vida estudió la historia del Japón, país que también caminó. A su manera incorporó la filosofía zen. No le costó integrar su mirada a las maneras orientales. Muchos tópicos zen –el silencio, la contemplación– ya habitaban su obra. La fascinación por la cultura nipona se advierte en libros como Del algarrobo al cerezo y en temas como “El cielo está dentro de mí” (“En lo alto de la sierra me detuve a descansar/ Pero sentí que me iba, sin moverme del lugar/ Los ojos se me perdieron en aquella inmensidad/ Y me olvidé de mí mismo tanto mirar y mirar”). Peculiar vida la de Héctor Roberto Chavero: desde la pampa hasta París, de gaucho o de traje, en Cerro Colorado o en Tokio, nunca dejó de ser él. Obstinada, tercamente, Yupanqui construyó una obra de decenas de aristas abroqueladas en la soledad, la reflexión, la metafísica. El planteo es universalista y apunta a preguntas existenciales: ¿Cuál es la razón de ser? ¿Para qué vivimos?
Cuando durante la segunda presidencia de Perón fue torturado por la policía, le quedó el índice de la mano derecha quebrado. “Buscaban deshacerme la mano pero no se percataron de un detalle: me dañaron la mano derecha, y yo, para tocar la guitarra, soy zurdo. Hay tonos como el si menor que me cuesta hacerlos. Los puedo ejecutar porque uso el oficio, la maña; pero realmente me cuestan”, dijo. Los especialistas señalan que el hecho ralentizó su estilo guitarrístico. El crítico musical Federico Monjeau opinó: “Yupanqui fue un guitarrista exquisito; sin la proyección casi orquestal de la guitarra de Eduardo Falú, pero no menos sutil. Transitaba por una zona más acotada del registro (medio-agudo), en paralelo con una voz no demasiado resonante. Tenía una manera única de acelerar un poco la frase, y no hubo un vibrato (ese pequeño ‘temblor’ que se obtiene por medio de una oscilación de la yema sobre la cuerda y el traste de la guitarra) tan expresivo y justo como el suyo”.
CANCIONERO POPULAR
Su cancionero es impecable. “Camino del indio”, “Viene clareando”, “Criollita santiagueña”, “El arriero”, “Guitarra, dímelo tú”, “La andariega”, “La hermanita perdida”, “La olvidada”, “La pobrecita”, “Luna tucumana”, “Le tengo rabia al silencio”, “Los hermanos”, “Milonga del peón de campo”, “Piedra y camino”, “Recuerdos del Portezuelo”, “Sin caballo y en Montiel”, “Tú que puedes, vuélvete”, “Zamba del grillo” son piezas folklóricas ejemplares y marcaron a varias generaciones de artistas populares, desde Alfredo Zitarrosa y Joan Manuel Serrat hasta Silvio Rodríguez y Devendra Banhart. Zitarrosa lo veneró tempranamente, al punto de que en los 60 le hizo una entrevista a fondo. Fue un intento de conocer los secretos del oficio del cantor popular. En un momento, Alfredo le preguntó:
–¿Qué cosa es el folklore, don Atahualpa?
–Cantar folklore consiste en ahondar el paisaje –respondió Yupanqui. Y siguió–. Hay un aire de Italia, un aire ruso, un aire argentino, venezolano, yanqui. Algunos dicen “oui”, otros “da”, otros “ya”; nosotros decimos “ajá”. Hay que profundizar nuestro “ajá”.
A los rockeros les gusta compararlo con Bob Dylan. En Europa fue encorsetado dentro de la rancia condición de cantor de protesta. Si bien escribió temas en esa dirección (“Minero soy”, “Trabajo, quiero trabajo” y muchos otros), supo desmarcarse de la coyuntura. Aún en la denuncia, Yupanqui iba más allá. Es El canto del viento el libro que postula que una obra alcanza su cenit cuando queda borroneado el nombre de quien la creó, cuando pertenece a todos y a nadie.
Hace unas décadas, a fin de milenio, solía subir a los trenes de subte de la Línea D un muchacho con un charango y un sikus. Finalizaba su breve performance rodante, irremediablemente, con “El arriero”. Antes lo presentaba: “Voy a tocar un tema de Divididos”. En ese equívoco se cumple el anhelo de Yupanqui. Una canción que no pertenece a nadie es el sumun del arte popular. “El arriero” quedó disuelto en el chirrido metálico de un subte, en el ahínco de un pibe que hace música por monedas. No hay tiempo ni lugar. La imagen desplaza una problemática rural al corazón de la urbe. No hay tensiones en exponer la explotación a un resero en el ámbito de alienación del subte. Un chico canta una canción, interrumpe la realidad, y ese canto se vincula, directamente, con la idea de eternidad. Es algo profundo y abstracto, no hay vanidad, no hay propiedad. Esa música y esa letra son un aire. Nuestro “ajá”.