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Caras y Caretas

           

El largo camino de las empleadas de casas particulares

Huelga del servicio doméstico en 1888

De la huelga contra la libreta de conchabo, en 1888, hasta la ley que las reconoce como trabajadoras, de 2013, las empleadas de casas particulares fueron precarizadas sistemáticamente. Hoy conforman el gremio de mujeres más grande del país, y el nivel de informalidad que padecen es de los más elevados.

Lavan la ropa, hacen las compras, cuidan a los chicos, limpian, cocinan e incluso dejan la cena lista “en casa ajena”. Las manos ásperas, la espalda cansada, la inmensa mayoría después vuelve a su hogar, muchas veces ubicado en algún lugar del conurbano. ¿Hora y cuarto? ¿Hora y media? ¿Dos horas? Depende de qué haya pasado con el Premetro, de cómo funcione el tren, de cuándo llegue el colectivo.
Como la mitad de las trabajadoras de casas particulares son jefas de hogar, probablemente, cuando lleguen a su casa, las esperen las mismas tareas: lavar la ropa, hacer las compras, cuidar a los chicos, limpiar la casa, cocinar y dejar el almuerzo listo. Adscriban al oficio que adscriban, las mujeres no tienen tarjeta ni de entrada ni de salida. Calentarán la pava para el desayuno y serán las últimas en apagar la luz.

“La principal ocupación de las mujeres en la Argentina es el servicio doméstico.” La información, rotunda, surge del informe “Políticas públicas y perspectiva de género” del Ministerio de Economía. En el mundo del empleo femenino, casi dos de cada diez mujeres trabajan en una “casa particular”. De hecho, es el gremio de mujeres más grande del país, que ocupa por lo menos 1,4 millón de personas (el 99,3 por ciento del total, de sexo femenino).

El relevamiento “Condiciones de empleo, trabajo y salud de trabajadoras domésticas”, del Ministerio de Trabajo, sin embargo, abre un interrogante sobre sus propios datos y advierte que seguramente estén atravesados por el subregistro. El 76,8 de las empleadas domésticas son difíciles de detectar para las estadísticas porque trabajan en la más vergonzosa informalidad, una deslealtad laboral que ni las exhortaciones ni las exenciones impositivas ni los aportes a los patrones, como el que establece el programa Registradas, han desalojado.

Las trabajadoras de casas particulares se rigen por la Ley 26.844, aprobada en 2013, después de muchas resistencias, durante la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner. Aunque no hayan sido incluidas en la Ley de Contrato de Trabajo, la nueva norma reconoció a las trabajadoras derechos laborales fundamentales: ART, licencia anual por vacaciones, retención de una cuota sindical a través de la AFIP, pago por cuenta sueldo, la prohibición de que trabajen menores de 16 años y la obligación de que si se emplea a jóvenes tienen que estudiar, la indemnización por despido sin causa, una jornada máxima de 48 horas semanales, licencia por maternidad, entre otras.

Estos avances, sin embargo, distan mucho de haberse hecho realidad. La radiografía ocupacional elaborada por el Ministerio muestra un panorama muy diferente: solo una de cada diez mujeres tiene obra social y solo dos de cada diez (18,8) cobra aguinaldo. Algo parecido pasa con las licencias por vacaciones pagas (13,9 %), y las licencias por enfermedad (16,4) y por maternidad (5,2).

Distintos factores colaboran a esta situación, entre otros el desconocimiento de sus derechos por parte de las mujeres –muchas veces migrantes–, lo que permite abusos de todo tipo. Pero, además, la ley derogó una normativa que duró medio siglo, vigente desde la autodenominada Revolución Libertadora. El decreto-ley 326/1956, firmado por Pedro Aramburu e Isaac Rojas, reconocía ciertos derechos a un sector muy reducido: las empleadas que trabajaran más de cuatro días semanales por más de cuatro horas en un mismo lugar.

Allí se establecía la obligación de “guardar lealtad y respeto al empleador, su familia y convivientes” y “guardar la inviolabilidad del secreto familiar en materia política, moral y religiosa”. Casi una rémora del régimen de servidumbre. Se fijaba una jornada de hasta 12 horas y un día de descanso semanal. Existía una indemnización por despido, pero la empleada podía salir eyectada sin un centavo si los patrones consideraban que había ingresado en una “vida deshonesta”. Para los valores de la época, por ejemplo, si quedaba embarazada sin estar casada.

Un poco de historia

Que la principal ocupación de las mujeres sea el servicio doméstico no es nuevo: los primeros censos dicen que a finales del siglo XIX las mucamas, amas de leche, lavanderas, niñeras, planchadoras, representaban por lo menos el 10 por ciento de la mano de obra porteña. Es cierto que tres de cada diez “auxiliares del hogar” eran hombres, cocineros, ayudantes de cocina, mayordomos, porteros que “servían” en las casas de familias acomodadas pero también en hoteles y restaurantes.

Tal vez ya desde entonces procede el subregistro. Es muy probable que el jefe de familia, cuando informara solemnemente al censista quiénes vivían bajo su ilustre techo, olvidara incluir, y mucho menos describir como trabajadoras, a las adolescentes que dormían en los cuartitos minúsculos del segundo patio, traídas del interior para que “ayudaran en las tareas”, muchas veces simplemente a cambio de la casa y la comida.

Hasta entonces, el personal de servicio estaba integrado usualmente por criollas y criollos, originarios, descendientes de esclavos. Recién en el segundo tercio del siglo XIX, la ciudad de Buenos Aires perdió sus rasgos de gran aldea y empezó a configurarse como una gran metrópoli. El crecimiento económico y la llegada masiva de inmigrantes –un tercio de mujeres– revolucionaron la economía urbana y el universo laboral con un desarrollo meteórico de la construcción, el comercio, los servicios, las manufacturas, los transportes y las comunicaciones. La población ocupada en la ciudad pasó de unas 90 mil a más de un millón entre 1869 y 1914.

Pocas mujeres se incorporaron a las ocupaciones modernas, como la telefonía y otras empresas de servicios. La mayoría quedó confinada a las misma tareas poco calificadas de siempre. Las trabajadoras domésticas ocupaban el 25 por ciento del universo del trabajo femenino, seguidas por las costureras, modistas, sombrereras, encimadoras, que en general trabajaban jornadas interminables en su casa. Más precisamente, en la pieza del conventillo. Los guarismos cambiaron poco: las empleadas domésticas son casi el 18 por ciento de las mujeres trabajadoras y ocho de cada cien trabajadores del país.

La investigadora Cecilia Allemandi cuenta que “el universo de los anuncios era inagotable”. Todos los días del año podían leerse ofrecimientos y requerimientos de empleo: “A las sirvientas buenas, se precisan dos, una para mucama y otra para niñera” (La Prensa, 5 de noviembre de 1870); “Se ofrece una cocinera vasca española, sin cama, dando buenas recomendaciones de su conducta” (La Prensa, 17 de febrero de 1880); “Sirvienta, se necesita una que sea mujer sola y con cama” (La Prensa, 1 de febrero de 1890); “Mucama de preferencia francesa o alemana se necesita para casa en Belgrano” (La Prensa, 4 de enero de 1910). Las extranjeras comenzaron a desplazar rápidamente a las y los criollos, indígenas, mestizos, negros y mulatos. Los prejuicios racistas de la oligarquía consideraban mucho más distinguido que su mesa fuera servida por una francesa blanquísima que por una criolla amarronada.

Esa situación tampoco ha variado mucho: gran parte de las trabajadoras de casas particulares provienen de las provincias o de países limítrofes. Paraguayas, bolivianas, peruanas, venezolanas sin recursos es lo primero que encuentran al alcance de la mano.

En general, el empleo llega de la mano de un familiar, las amigas o vecinas del barrio. En otros casos, por recomendación de una patrona a otra. Solo una de cada diez trabajadoras llega por una agencia o por un aviso.

Un argumento bastante difundido para justificar la precarización es que las empleadas no quieren que las regularicen porque temen perder beneficios sociales. Efectivamente, según informan desde el Ministerio de Mujeres y Géneros, los programas para los sectores más vulnerables cesan en el mismo momento en que se registra un empleo en relación de dependencia. La contraparte, sin embargo, tampoco parece muy interesada en contraer las obligaciones que implica una relación laboral.

En septiembre de 2021 se lanzó el Programa Registradas, para trabajadoras de casas particulares que trabajan 12 horas semanales o más en el mismo hogar. Prevé que el Estado nacional pague una parte del sueldo hasta 15 mil pesos durante seis meses.

La huelga por la libreta de conchabo

Con la fragmentación y de una en una, ahora resulta inimaginable un paro de empleadas domésticas. Pero en la Buenos Aires que todavía conservaba costumbres de la Gran Aldea, cada casa señorial tenía numeroso personal de servicio, y en muchos edificios de propiedad horizontal –una novedad de la época– solía reservarse en el último piso, junto al lavadero común y la terraza, los cuartos de las mucamas. Cada noche, se compartían allí las cuitas y las alegrías.

Esa cercanía facilitó que el viernes 20 de enero de 1888 se declarara una huelga de mucamas, planchadoras, niñeras, lavanderas, porteros y cocheros, a la que se sumaron las y los trabajadores de hoteles, confiterías y restaurantes; todos integraban el mismo gremio. Semejante insolencia primero dejó atónita y después escandalizó y partió en dos a la sociedad porteña.

Una deliciosa obra de teatro que se ofrece a sala llena los sábados en El Tinglado, Babel Cocina, escrita y dirigida por Patricia Suárez y Rita Terranova, muestra la alegre fraternidad de los huelguistas, el miedo pero también la convicción con la que se arrojan a la lucha por sus derechos, la Babel de lenguas de una clase trabajadora conformada por criollos e inmigrantes.

El conflicto es nítido: al intendente Antonio Crespo se le ocurrió, a través de una ordenanza, imponer al personal de servicio de la ciudad la libreta de conchabo. Usada durante el siglo XIX en las zonas rurales para domesticar y disciplinar a los peones, la libreta era un registro individual de la disposición al trabajo y buena conducta. O de la insatisfacción del hacendado. Los gauchos que no la tenían –como Martín Fierro– eran catalogados de “vagos y malentretenidos” y partían derechito a un servicio militar en la línea de fortines, sin fecha de retorno.

Pues bien, Crespo no tuvo mejor idea que trasladar la libreta de conchabo a la ciudad de Buenos Aires. La ordenanza exigía que cada trabajador o trabajadora de casas particulares, hoteles y restaurantes tuviera una, y que los patrones detallaran allí constancia de virtudes y defectos de la empleada o el empleado. También prohibía contratar a quien no tuviera la malhadada libretita. Así las cosas, las y los trabajadores se convertían en rehenes de sus patrones, ya que difícilmente consiguieran otro empleo si la evaluación era adversa.

La investigadora socialista Carolina Muzzilli (1889-1917), pionera en los estudios de las condiciones de vida de las trabajadoras de su época, cuenta que la huelga estalló cuando una patrona echó por “insolente y deslenguada” –eso escribió en la libreta– a una mucama francesa de 15 años, que se negó a que le sumaran tareas y a pagar con su salario (12 pesos) el lavado del delantal y la cofia.

“Las empleadas dejaron súbitamente las casas señoriales, de buena familia, de alcurnia, las cocinas y los restaurantes elegantes. Y de pronto las familias distinguidas, que jamás se las habían arreglado solas, se quedaron sin servicio doméstico”, cuenta divertida Patricia Suárez, que celebra una huelga que terminó victoriosa sin que se registrara derramamientos de sangre, tan habituales en la época.

Las comisiones de huelguistas recorrieron los hoteles, cafés, restaurantes, etc., llamando a plegarse al paro. Al día siguiente, el centro estaba salpicado de animadas asambleas. La Sociedad de Artistas Culinarios informó que contaba con un fondo de huelga capaz de sostener la parada.

El intendente Crespo entendió que se trataba de un problema policial y mandó a la policía. Como prohibió las asambleas en el distrito, los huelguistas sesionaron de a centenares en Lanús. En Mar del Plata, aunque no había libreta de conchabo, las trabajadoras domésticas pararon en solidaridad.

Con lo que seguramente no contaba el gobierno era que en un par de días empezaron a llover quejas de ciudadanos indignados a los diarios La Nación, La Prensa y otros. Sin quien los ayudara a vestirse ni les sirviera el desayuno, los caballeros exigieron que el intendente “termine con esa locura de la libreta de conchabo”.

Una de las cartas explicaba el caos: “Están las casas sin limpiar, las señoras sin atender y ni siquiera se puede ir a tomar un café”, cuenta Patricia Suárez.

El diario La Prensa fijó su posición desde el principio, en contra de la huelga y en contra del intendente: “Encontramos al gremio de sirvientes motivos de sobra para resistir la ordenanza, agraviante de su libertad, de sus derechos y de su dignidad misma; pero desaprobamos su actitud. Han elegido el peor camino: no es la fórmula consagrada para la defensa del derecho propio (…) A nuestro juicio, antes que los sirvientes, son los patrones los que deben encabezar la resistencia a la malhadada ordenanza (…) Para esto no hay necesidad de reuniones, ni de meetings, ni de protestas públicas, ni de huelgas (…) Que se inicien cien, diez mil, cincuenta mil juicios por la Municipalidad”, exhortaba.

La huelga, como se dijo, terminó en victoria. Se suspendió la libreta de conchabo y, al poco tiempo, Crespo renunció.

Pero esa historia vieja no es tan vieja. Tuvieron que pasar más de 120 años para que una ley reconociera la condición de trabajadoras de las empleadas de casas particulares. Y eso no impide que sigan siendo “el sector más informal y con peores salarios de la economía argentina”, como resumió Mercedes D’Alessandro, ex directora Nacional de Economía, Igualdad y Género del Ministerio de Economía.

Escrito por
Olga Viglieca
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