Un error que solemos cometer al acercarnos a la monumental figura de Atahualpa Yupanqui aparece cuando cerramos los ojos y lo imaginamos un abuelo.
Es lo mismo cuando imaginamos a Belgrano, a San Martín, a Rosas o a Sarmiento. Manuel Belgrano, por ejemplo, no pasó la vida cruzado de piernas con las calzas blancas como lo vimos mil veces en las figuritas de la Billiken.
Y Atahualpa Yupanqui no siempre fue el señor mayor que imaginamos como el abuelo de todos. Alguna vez fue joven, alguna vez fue niño.
Siendo joven, y de acuerdo a sus propios relatos, Yupanqui fue un intuitivo etnógrafo porque sintió que el camino podía ser una buena escuela. La mejor, tal vez.
Estuvo entre 16 y 18 años recorriendo el país, comentó alguna vez. No dejó precisiones, pero cabe suponer que eso puede haber sido entre sus 17 o 18 y sus treinta y pico de años, aproximadamente. Es decir, de fines de los años 20 y hasta mediados de los 30, que es cuando se asentó en Raco, Tucumán. Ya por entonces tenía tres hijos y un divorcio, y allí, luego de haber pasado unos años en Buenos Aires, detuvo por un tiempo su marcha porque tenía un amor y otra hija. A comienzos de los 40 fue cuando conoció a la pianista franco-canadiense Antoinette Paule Pepin Fitzpatrick, Nenette, que sería su compañera hasta morir.
Su itinerario es difícil de precisar, como sería imposible que se determine cuánto tiempo estuvieron en la ruta Woody Guthrie, Pete Seeger y otros legendarios folksingers estadounidenses que cruzaron varias veces su país aprendiendo y cantando lo que iban aprendiendo.
Esa es la clave: en el camino, Yupanqui aprendió. Después lo tradujo maravillosamente, y mejor que todos, en obras poéticas y musicales. Ya se sabe.
En sus Memorias se refiere a que pasó mucho tiempo en el lomo de su caballo, oteando soledades, conociendo gente, maravillándose con paisajes infinitos, “en mi tierra que es la Pampa, en Tucumán, en el Norte argentino y en parte de Bolivia”. En ese relato desliza un pensamiento que es formidable, cuando dice que el camino se compone de infinitas llegadas.
A CABALLO
En el lomo de su caballo vio el país y su gente, supo de los olores y de los paisajes, de los amaneceres y de los crepúsculos, de la noche y del día. Se formó políticamente –de ese tiempo provienen sus primeras convicciones y sus letras más encendidas– y supo de verdades intensas: “Un viaje a caballo a Bolivia se compone de infinitas llegadas, y cuando uno toma un autobús o un avión, es otro asunto: va y llega. Desde el avión ve solamente un mar de nubes y nada más. Así es muy rápido el andar, muy cómodo también, pero nada madura en el camino. En dos horas nada madura como no sean las ganas de llegar. En cambio a caballo uno llega a una flor, a un amigo, a una piedra, a un árbol, a un arenal”.
Se puede leer con detenimiento: cuánto hay por descifrar en ese comentario suyo. Y cuánto más dice el hombre que piensa eso que termina diciendo, lo de que el camino se compone de infinitas llegadas. Porque está claro que la vida puede que sea un camino, y en esa vida hay quien pueda sentir que ¡ha llegado!… pero adónde, si el camino tiene infinitas llegadas. Hoy se habrá llegado, en todo caso, a algún lado, pero si el camino (la vida) sigue, mañana mismo ya habrá otro destino al cual se pueda o se quiera llegar.
Yupanqui no llevó un diario personal que pudiera echar luz sobre ese rodar –otra figura: la del rolling stone, que aquí, en Sudamérica, donde se habla castellano, sería “piedra rodante”– ni fue ordenado: vivió con intensidad. Hasta que fue famoso y los medios periodísticos dejaron constancia de su actividad, su ruta pareció un enmadejado zigzag, incluso con idas y vueltas. Que en los 50 viajó por primera vez a Europa, luego de haber conocido el mundo detrás de la cortina de hierro, es algo que quedó publicado. Incluso ya en ese tiempo estaba en pareja con Nenette, y sus cartas, con lugar de procedencia y fechas ciertas, ayudaron a asentar esos datos que siempre parecían estar flotando.
DISCOS DE PASTA
Hay registros discográficos que también pueden precisar fechas. Hoy se puede saber que el 20 de julio de 1936, Yupanqui debutó en los estudios grabando seis canciones para un destino comercial y pequeño: esos temas fueron a tres discos de pasta auspiciados por una marca de yerba que se entregaban en los almacenes de campo como regalo a los compradores habituales del producto. Uno fue “Camino del indio”, escrito mucho antes, en 1927, y que con el tiempo sería un clásico antológico. Después, ya como artista contratado por la EMI Odeon, volvió a grabar cuatro temas el 5 de marzo de 1941. Uno de ellos fue “Viene clareando”, que también sería un clásico, solo que, como después ocurriría algunas veces más, no siempre se especifica que este tema fue en coautoría: es de Yupanqui con el tucumano Segundo Aredes, aunque suele decirse, con liviandad, que es solo de Yupanqui
También hay que tener en cuenta que, a la hora de hablar de su camino (su vida), Yupanqui jugaba mucho a la fantasía. Y así, con un decir sereno y pausado, siempre muy serio, desconcertaba a sus oyentes. Por ejemplo, solía contar que una vez, en un boliche del campo, quién sabe cuándo, había escuchado a un paisano anónimo que definió al paisaje que lo acompañaba toda su vida de una hermosa forma. “La pampa es el cielo al revés”, decía Yupanqui que había escuchado, y bien se puede dudar de la veracidad de ese relato, porque es difícil creer que una frase tan hermosa y precisa pueda haber provenido de un hombre, peón rural seguramente, que no se ocupaba de escribir ni de cantar profesionalmente. Pero qué importa: la figura es bella. “La pampa es el cielo al revés.” Ni que lo hubiera escrito Yupanqui.