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Caras y Caretas

           

Un pasado de abusos

Ilustración: Juan Pablo Caro
Ilustración: Juan Pablo Caro

Doblemente silenciadas, porque no tienen parte en una historia que se empeña en olvidarlas y porque las obligaron a callar las atrocidades que vivieron, muchas de las mujeres que participaron de la guerra de Malvinas sufrieron maltratos físicos, psicológicos y verbales, y algunas fueron atacadas sexualmente. Años después, de a poco, se animaron a hablar.

En las cajas con recortes de diarios y revistas sobre la guerra de las Malvinas que archiva la hemeroteca de la Biblioteca Nacional casi no hay imágenes de mujeres. Están Margaret Thatcher, claro, una foto previsible, y algunas madres y hermanas de soldados. En el acervo subrayado, los titulares hacen un revoltijo con los recuerdos: “Cómo actúa la resistencia en las Georgias y con qué armas” (La Prensa, 29 de abril de 1982), “Quizás vuelva al almacén”, la historia de un conscripto chaqueño amputado en un barco-hospital inglés (Clarín, 2 de julio de 1982). La miscelánea es dolorosa, y la ausencia, una respuesta.

Debajo de un folio que guarda un número de la revista Todo es Historia (“Malvinas: sus enigmas. Revelaciones de Belaúnde Terry a Félix Luna”, abril de 1983) aparecen las fotos de dos mujeres. La primera es la esposa de Leopoldo Galtieri y está en Cerebro, el boliche de Bariloche, bailando con Galtieri o eso se supone que hacen (él la agarra de la axila), la foto es de 1980 y la nota dice que durante la guerra ella prepara café para los periodistas. La otra mujer es la secretaria de Nicanor Costa Méndez, está caminando con paso largo, firme, y la sigue de cerca un hombre que lleva varias carpetas encimadas; si fueran una caricatura, él sería un lacayo torpe y ella una gerenta en apuros.

Afuera de esas cajas, dispersas entre otras revistas de coleccionistas poco sistemáticos, una Radiolandia 2000, la del 30 de abril de 1982, tiene en su tapa a las enfermeras de la Fuerza Aérea. Con pie de página “¡Argentina no afloja!”, la revista publicó una foto de las enfermeras “en el frente” vestidas con uniforme militar y casco (aparecen conversando) debajo de un título que dice: “Como en 1806 y 1807 ¡Nuestras mujeres en pie de guerra!”. Las enfermeras comparten tapa con la hija de José Ignacio Rucci, que aparece en un recuadro tomando un helado. Después de esa “exposición mediática” (hubo otra nota en Para Ti: “Uniforme de combate y ojos pintados (…) llevan armas de guerra, pero no por eso descuidan su aspecto”), las obligaron a callar a los gritos (“éramos robots mudos”) y las sepultaron en el olvido que habían cavado para ellas. No hay mucho más, las mujeres no aparecen ni en las cajas ni en la historia. No aparecen, pero estuvieron.

PODER DECIR

La reconstrucción de esa verdad ausente empezó hace unos años, cuando algunas de ellas pudieron abrir sus propias cajas de recortes. “A mi marido le conté recién hace diez años. Lo bloqueé. No quería recordar. Los recuerdos los tenés pero no quería recordar”, dice Ana Masitto mirando a cámara en Nosotras también estuvimos (2021), el documental de Federico Strifezzo sobre las enfermeras de la guerra que acompaña a tres de ellas (Alicia Reynoso, Ana Masitto y Stella Morales) en el camino del recuerdo. Las enfermeras de la Fuerza Aérea pisan el suelo del pasado para que el presente las llame veteranas de guerra. “Somos las señoras, las enfermeras, las chicas (…) las putas que fueron a alegrar a la tropa (…) y no nos dicen veteranas porque suena feo. ¿Feo?”, escribió Alicia Reynoso en su libro Crónicas de un olvido.

No son los únicos testimonios que le devuelven verdad a la verdad mutilada. En el imperio de las redes sociales solo hay que rastrear un poco para encontrar comentarios donde se las nombra: “Mi mamá, mi hermana, mi maestra de quinto grado…”. ¿Quiénes son esas mujeres que durante años la historia borró? Algunas eran instrumentadoras quirúrgicas, otras estudiantes de enfermería, todas eran muy jóvenes y definitivamente no estaban preparadas para la guerra.

El 14 de marzo de 2013, el Ministerio de Defensa condecoró a un grupo de mujeres como veteranas de guerra, las primeras después de Juana Azurduy. En 2014 se publicó Mujeres invisibles, de Alicia Panero, donde se cuenta que en el Irízar las aislaban a bordo porque las mujeres dan mala suerte. Poco tiempo después, Claudia Patricia Lorenzini, que había ingresado en los años 80 a la Marina como estudiante de enfermería y había atendido heridos en combate, denunció que había sido víctima de abuso sexual siendo menor de edad: “La persona que yo denuncié está en la Justicia en este momento. Me costó mucho, 29 años de silencio”, dijo poco antes de morir, en 2017. La historia de las mujeres en la guerra de Malvinas empezaba a ser una noticia y una epopeya ignorada (en 2015 Infobae publicó la historia de Lorenzini). Aquella revelación de abuso sexual, físico y psicológico en el buque hospital Bahía Paraíso, donde atendían a los heridos durante la guerra de Malvinas, desafiaba al silencio y se oponía a los relatos que todavía sostienen algunas mujeres que estuvieron en las islas: “Nadie me prohibió hablar de Malvinas (…) Si alguna vez no hablé fue porque no se dio la oportunidad” (María Liliana Colino).

SILENCIOS Y AMENAZAS

El desequilibrio de los diferentes relatos solo pone en evidencia lo tortuoso de la ausencia histórica. ¿Cómo se resignifica la experiencia de haber estado curando cuerpos en una guerra, escuchando los gritos de los soldados pidiendo por su mamá o viéndolos muertos adentro de una bolsa negra en el marco del reconocimiento de género? Cuando Lorenzini hizo su denuncia la acompañaron otras víctimas que no pudieron dar su nombre, el miedo no las dejó. ¿Cómo se cuenta la verdad después de haber firmado un documento (ocurrió en diferentes guarniciones y no solo lo firmaron mujeres) en el que se conminaba a mantener silencio? En su testimonio, Lorenzini contó que cuando la fuerza se enteró del abuso (ella misma lo contó creyendo que eso iba a protegerla) le dieron de baja, una baja deshonrosa (la mandaron a casa diciendo que extrañaba a su mamá) y la amenazaron: “Ojo con contarle esto a alguien, ni a su madre, o con contar lo que vio con respecto a los heridos o a los simulacros. Recuerde que sabemos dónde están sus familiares, qué hacen y dónde trabajan”. No fue la única a la que le dieron una baja deshonrosa, también se la dieron a Nancy Susana Stancato, víctima de maltrato físico y psicológico. A ella, después de una trompada en el pecho “que dejó marcado por varios días un rosario” que le habían regalado, la mandaron a casa por “robar yerba y azúcar”, la traición a la patria que los hacía pensar en fusilarla había sido preguntar por qué no mandaban a las islas la ropa, las golosinas y los cigarrillos donados.

El silencio que durante años las había borrado de la historia también se había apoderado de sus vidas privadas: “Son tantas las cosas que no recuerdo y las que recuerdo y no quiero”, dijo Nancy.

Cuarenta años después de la guerra de Malvinas, la historia de las mujeres que fueron olvidadas después de haberlas mandado a la guerra para cumplir con el modelo “mujer-madre que cura/mujer que satisface los deseos de los hombres” sigue siendo rueda del asombro. ¿Qué guerras propias continúan librando en la soledad que acuñó el abandono social después de haber sostenido durante años el deber patriótico de ese honor militar?

Ellas, sus relatos y sus hijas escuchándolas (la revolución la hacen las hijas) podrán visibilizar la violencia sostenida que las cajas que archivan la historia no guardan.

Escrito por
Marisa Avigliano
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