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Caras y Caretas

           

Covidrock

13 de enero, testeo. Confirmado: ómicron asaltó el cuerpo. La saturación, dicen, aguanta, pero está baja por millones de cigarrillos consumidos en medio siglo. Igual, por ahora, la saturación aguanta, muestra la tomografía. El bicho intentó arañar los pulmones, pero no avanzó. Fiebre: no. “¿Tercera dosis?”, pregunta el médico en la sala de internación del Sanatorio Otamendi. “Sí, por suerte”, digo, y él repite “menos mal, menos mal”, como si descubriera la llave de la serenidad, mientras mide la presión. Sopor. Sopor. Escucho a lo lejos el ruido de pip-pip-pip del electro control vital. Sopor. ¿Dónde estábamos el 13 a la mañana? En el estacionamiento del Otamendi. El calor infernal. El hisopado violento (las enfermeras, divinas, pero ese hisopo es un arma). Luego, a esperar: un negativo al mediodía y un positivo a la noche. Bicho loco. Internación sí o sí. El recuerdo no tiene ningún orden. Un vapor devenido sólo olor sube de mis pliegues. Suena el teléfono. No hay partes a cada uno que llama. No. Estoy desnuda y sola. Quiero dormir. Necesito un libro. Una pastilla de menta o algo fuerte en mi boca. Un wasap: “No te olvides de la columna de Spinetta”. Cierto, Caras y Caretas le hace un homenaje a ese genio del rock nacional. Lo amé como amo a Charly. Se cumplen diez años de su muerte. ¿Cómo haré, si estoy sin aliento… y no fumo, y temo la violencia loca de la abstinencia que esta vez, lo sé, es definitiva? Alguien me recordó ante mi queja: “Tranquila, Norman Mailer dejó dos años de escribir luego de El fantasma de Harlot, para poder dejar de fumar”. Cuando me comparan con la locura de Mailer al no fumar siento ternura por mis amigos. No exageren. Apenas borroneamos la historia. Afuera comentan, detrás de la puerta entornada de la habitación 115 del shock room: “Hace 46 grados”. Estoy en un limbo. ¿Cómo sería escribir un texto que marque el ritmo de la memoria? No de la poesía del Flaco sino de aquel momento en que escuché, hace medio siglo, que yo era una muchacha con ojos de papel, que no debía correr, que debíamos aceptar el amor. Pero estábamos demasiado ocupadas en la revolución. Tanta ternura del rock nacional. Es ridículo. No podré entregar la nota, esta vez, por primera vez en quince años, no podré. Toda mi familia, lejos. Llaman del ingreso. Una amiga, un alma buena, lo logró: pastillas de menta y miel, el libro de Valeria Luiselli, Desierto sonoro, a medio leer y… ¿por qué me olvidé de pedirle que buscara La muerte de Virgilio, el mayor poeta de la Antigüedad, de Hermann Broch, en mi biblioteca y me lo trajera? Nadie logró como Broch contar los setenta días de la travesía de Virgilio, que vuelve a Roma a morir. Sólo comparable con el relato de Memorias de Adriano, de la Yourcenar. Ellos fundaron esas memorias. Tengo, perdón, un cruel ataque de risa: esta ómicron no llega a poesía. Pero puede matarte, me digo. Esta chanta puede matarte. ¿No hay poesía en tu muerte, acaso? Che, soy apenas una pobre periodista luchando por sobrevivir. Por recordar cuando escuché por primera vez “Ana no duerme”. Como ahora, que dormito semiconsciente como los delfines. Y escucho “Plegaria para un niño dormido” en mi celular. “Se ríe el niño dormido/ quizás se sienta gorrión esta vez/ jugueteando inquieto en los jardines / de un lugar que jamás despierto encontrará”. Se trata de niños. Siempre de niños: los protagonistas de Desierto sonoro son niños migrantes mexicanos, perseguidos, encarcelados, separados de sus padres. Este mundo está de la nuca. Los virus son sólo un anticipo amoral del capitalismo de cabotaje. Pienso en África. Sí. Porque no hay vacunas para todos, pinches imperialistas cabrones. Amo México, ¿lo dije? Miro mi habitación cuidada para cuidarme de no morir. En la tele veo cientos en colas ardientes bajo el rayo del sol, con sus barbijos colgando más con hastío que por protección. Más abajo, en los subtítulos: “El FMI no cree en lágrimas”. Chistosos. Ómicron es impune. Es parte del mundo de la naturaleza. Pero la impunidad de los ladris, la impunidad, cabrones –transpiro ahora, sí–, es una decisión. Asco. Asco insoportable. ¿Tiene razón el Flaco en su “Canción para los días de la vida”? “Tengo que aprender a volar/ entre tanta gente de pie…”. Perdón. Lo más urgente es que aprendas a respirar a pesar de la peste. Y, definitivamente, ¿podré escribir mi nota para Caras y Caretas?

Escrito por
Maria Seoane
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