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Caras y Caretas

           

Para que reine la educación y la igualdad

Los doscientos años de la UBA expresan los logros y dificultades de un modelo universitario inclusivo que desafía las imposiciones del mercado. Su influencia en nuestro país y Latinoamérica.

La Facultad de Filosofía y Letras en 1926. Actual sede del rectorado sobre la calle Viamonte. Foto: AGN.

No por ser un lugar común, deja de tener visos de verdad la afirmación de que su historia parece confundirse con la historia del país. Y no se trata de una enunciación con resabios unitarios o “porteñistas”. Tras varios intentos fallidos de creación desde 1771, la Universidad de Buenos Aires nace en 1821 casi con la idea de patria al ser primera universidad fundada luego de la independencia en el actual territorio argentino.    

Sin embargo, sus orígenes no dejan de reflejar las tensiones políticas del momento. La casa de estudios fue producto de una decisión provincial del gobernador Martín Rodríguez y de su secretario de gobierno Bernardino Rivadavia en las excepcionales circunstancias de una Buenos Aires escindida de lo que luego será Argentina. Esa marca fundante arrastra como consecuencia que, aún al día de hoy, es la única universidad pública que no lleva en su nombre el adjetivo de nacional. Cuando en 1881 se nacionaliza la UBA, no se cambia su nombre por el de Universidad Nacional de Buenos Aires como si ocurriera con la de Córdoba en 1856.    

La UBA tiene dos fechas de fundación que dan cuenta de los largos enfrentamientos por el monopolio de la educación por parte del Estado y la Iglesia. El edicto de creación firmado por Martín Rodríguez con un fuerte discurso iluminista lleva la fecha de 9 de agosto de 1821. Sin embargo, la inauguración de la UBA se celebró en la Iglesia de San Ignacio de Loyola, tres días después, el 12 de agosto, conmemoración religiosa de Santa Clara, segunda patrona de Buenos Aires. Asimilables al día del nacimiento y el día del bautismo, en el doble origen de la universidad pública por antonomasia coexisten la legitimidad estatal laica y la religiosa. Legitimidad por la que liberales y clericales lucharan durante el siglo siguiente hasta que el triunfo de los primeros paradojalmente intentará borrar toda huella de ese pecado original religioso.      

El edicto fundacional de Martín Rodríguez que, con poderosa prosa inaugura una universidad tiene ecos de un intento de organización nacional global: “Las calamidades del año veinte lo paralizaron todo, estando a punto ya de realizarse. Pero habiéndose restablecido el sosiego y la tranquilidad de la provincia, es uno de los primeros deberes del gobierno entrar de nuevo a ocuparse en la educación pública y promoverla por un sistema general”.  Así, la educación deviene en parte insoslayable del proyecto del país de construir la “nueva y gloriosa nación” y también para la formación de la élite política destinada a gobernar. Sin embargo, le siguieron años turbulentos concomitantes con un escenario nacional de guerras civiles entre unitarios y federales.    

El primer gran intento de reorganización fue el emprendido por Juan Manuel Gutiérrez, intelectual romántico de la Generación del ’37, que como rector entre 1861 y 1873, impulsó el desarrollo de la actividad científica y filosófica libre del influjo teológico y en 1865 elaboró un reglamento que establecía que el gobierno de la UBA era presidido por un rector y un Consejo de Catedráticos. Su proyecto de ley de 1872 constituye una de las bases doctrinarias fundamentales de la autonomía universitaria.    

Sin embargo, durante la hegemonía agroexportadora, en los tiempos duros de dominación oligárquica y de exclusión económica, política y social como rasgos distintivos,  en espejo, el gobierno de la Universidad deviene en un grupo no menos cerrado de profesores, muchos de los cuales son designados por el Poder Ejecutivo.    

A su vez, cuando los planteos a la “generación del ochenta” comienzan a hacerse sistemáticos y el poder oligárquico se torna insostenible, las huelgas de un movimiento estudiantil más radicalizado entre 1905 y 1906 -sobre todo en medicina y en derecho-, comienzan a sentar las bases del gobierno democrático tripartita de docentes, graduados y estudiantes y de un acceso más igualitario a las cátedras y los concursos de profesores. Son los tiempos también del desarrollo perdurable del tridente docencia, investigación y extensión universitaria.    

Ese proceso emancipador que se verá cristalizado durante las gestas épicas hijas de la Reforma del 18 coinciden con el arribo a la universidad de los hijos de inmigrantes que escalan socialmente en forma paralela al ascenso político radical inaugurado por Hipólito Yrigoyen. El siguiente gran hito en el camino a la democratización es durante el peronismo cuando el decreto presidencial 29.337 de 1949 legisla la gratuidad universitaria.   

Paradójicamente, tanto el golpe de Estado de 1930 como el de 1955 fueron apoyados por la mayoría de la comunidad universitaria de forma especular a esa “clase media” que frecuentemente le da la espalda a los proyectos nacionales y populares después de que se ve beneficiada con ellos.    

La UBA en la ficción    

La literatura -y como expresión máxima el realismo mágico- y el cine han sido en América Latina una forma de contar la Historia, de poner el horror en palabras y en imágenes y de contar una realidad que por momentos parece surrealista o novelesca. Por ello, más allá de la clásica Historia de la Universidad de Buenos Aires de Tulio Halperin Donghi que llega hasta 1962, el resto de la historia de la UBA puede contarse a partir de las ficciones que la tienen como protagonista. Puede narrarse a través de la referencia anacrónica que hace Borges a la Facultad de Filosofía y Letras en Juan López y John Ward, esa historia de amor entre varones truncada por la guerra de Malvinas. O en películas como El estudiante (Santiago Mitre, 2011)o novelas paródicas como Las teorías salvajes de Pola Oloixarac.    

Para seguir un orden cronológico, en Para hacer el amor en los parques (1970), Nicolás Casullo construye una estudiantina universitaria sesentista atravesada por la ruptura total con lo tradicional, los dilemas entre el intelectualismo y el combate armado, entre el peronismo y la izquierda y los ecos de la revolución cubana y los sueños de liberación social y sexual de mayo del ´68 parisinos. Son los mismos años que la experiencia de las llamadas Cátedras Nacionales y populares – que tan bien describió Alcira Argumedo en su ejemplar Los silencios y las voces de América Latina– dieron entrada institucional a la UBA a la militancia y a autores como Simón Rodríguez, Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, Rodolfo Walsh, entre otros.    

Los 80 años de la UBA, en Caras y Caretas, el 10 de agosto de 1901.

En la ficción de Casullo, la unión obrera y estudiantil cuyo fuego se extendió desde París pasando por Tlatelolco hasta Buenos Aires y Córdoba y se expresó en consignas tales como “Abran el cerebro tan a menudo como la bragueta”, “Abraza a tu amor sin dejar el fusil” o “Cuánto más ganas tengo de hacer el amor, más ganas tengo de hacer la revolución” encuentra su correlato en personajes novelescos. Así aparece Magdalena, la estudiante que, para rebelarse contra el mundo adulto y burgués, se acopla con un joven obrero metalúrgico y provinciano cuya desmesura sexual alejada de la escasa concupiscencia de los alfeñiques barbudos, le hace vivir a pleno las huelgas y las alegrías por los retroactivos salariares. Con él planea una familia superadora de grietas antinómicas plena de hijos robustos morochos y de ojos celestes para encarnar la revolución.    

 ¿Con qué lenguaje contar que el 29 de julio de 1966, el gobierno de un dictador ultramontano que dedicó su golpe de Estado a la Virgen de Lujan, hizo entrar la caballería a las facultades? Cuando la historiografía no alcanza, el mecanismo flexible de la ficción resulta eficaz. En la injustamente olvidada novela Los caminos a partir de la historia de una pareja de intelectuales exiliados por el onganiato, Jorgelina Loubet hace una crónica de la llamada “Noche de los bastones largos”: “las cachiporras y culatas de la policía” contra estudiantes y profesores en un momento en que “los generales alcanzaban el orgasmo de la persecución clandestina encogidos en la oscuridad, simples perros azuzones de la caza que favorecían”. No casualmente, una de las fantasías del protagonista masculino, Diego, es volver al país y hacer el amor con Laura en una plaza. Escrita en 1981, en Los caminos hay huellas de la primavera camporista con un Rodolfo Puiggrós a la cabeza de la UBA al que le siguen una lista de siniestros interventores cuyos discursos no distaban de las proclamas militares.    

Es el mismo Casullo quien -como una secuela de Para hacer el amor en los parques– en La cátedra (2000) retorna en la ficción al espacio universitario para dar cuenta de la UBA como uno de los últimos reductos de los años noventa para escapar a la implementación del modelo económico neoliberal. En su novela -mezcla de autoficción, alucinación y mixturas de géneros realista, fantástico y policial a lo Eco- aparecen claves para reflexionar sobre la desaparición de docentes y estudiantes durante el terrorismo de Estado y como crónica de las luchas universitarias para resistir a los intentos de arancelamiento de la UBA y a la privatización global del placer y del saber por parte del menemato.    

Finalmente, un recorrido histórico por la UBA sería injusto sin evocar a un personaje ya no ficticio sino un ser humano de la más tenaz de las encarnaduras pero que parece salido de un prodigio de la imaginación. Aquel profesor de ojos límpidos de la facultad de Ciencias Sociales que supo materializar en formas de enseñar y aprender -una clase en un colectivo, una salida nocturna por la calle Lavalle o un vía crucis laico por las plazas Lorea, Martín Fierro o Las Heras (otrora escenarios de masacres a trabajadores o militantes)- la resistencia al neoliberalismo, la memoria popular y los ideales de Mayo del 68: Horacio González.    

La deuda interna    

Más allá del orgullo de una universidad que legó al mundo Premios Nobel -Saavedra Lamas, Houssay, Leloir, Milstein-, rankeada entre las mejores del mundo e inédita en sus niveles de calidad educativa y masividad –acrecentada a través de la supresión de los exámenes de ingreso y su reemplazo por el democrático Ciclo Básico Común desde 1985 durante la primavera alfonsinista–, en la UBA como en Argentina hay una idea de sueño inconcluso o de una promesa incumplida. Los dos proyectos de corte popular del siglo XX -el radicalismo de Yrigoyen y el justicialismo de Perón- no pudieron saldar esa deuda pendiente de justicia social plena. De igual manera, si bien la UBA ha sido en ocasiones, topos de la redención social de sectores populares, no ha llegado en forma masiva a la clase trabajadora y menos aún a los sectores históricamente relegados. Sin dudas, entre los tantos desafíos de la UBA se encuentra el de asegurar el acceso concreto de la educación superior a esos actores postergados y hacer factible esa idea primigenia de acceso al conocimiento. Utopía que, durante el kirchnerismo, intentaron saldar las nacientes universidades del conurbano cuya proliferación tanto irritaban a Macri o a María Eugenia Vidal.    

Escrito por
Adrián Melo
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