Aunque incómodo para el canon literario de su tiempo, Manuel Puig era ya un novelista famoso cuando se animó a la dramaturgia. Y volvió a incomodar. Porque el teatro fue también, en él, un acto de disidencia y el género en el que radicalizó su mirada crítica.
La intelectualidad de los 60 y 70 no le perdonó la condición supuestamente bastarda del chisme, el habla popular, el radioteatro o el cine comercial, que usó como materia prima de su literatura. “Me apasiona el mal gusto”, llegó a decir, y escandalizó a las conciencias hegemónicas.
Aunque su aparente indefinición partidaria molestaba a la progresía, fue censurado por peronista durante la dictadura de Onganía. Y por antiperonista en el gobierno de Héctor J. Cámpora. Tal vez irritaba por apuntar al mismo blanco que el peronismo. Y, acaso por eso, todavía un sector de la crítica opina que su teatro no califica como su narrativa.
EL TEATRO COMO MARCA
Se objetó que su ingreso a la dramaturgia fue tardío y no alcanzó la madurez. Sin embargo, hay teatralidad ya en sus primeras novelas. Sus personajes no son hablados por un narrador omnisciente; dicen lo suyo en la primera persona de diálogos o cartas. Y definen identidades, clase social y conflicto, eximiendo al autor de redundar con literario paternalismo. Por eso Boquitas pintadas, Pubis angelical o El beso de la mujer araña pasaron al escenario o al cine sin forzamiento.
Casi todo su teatro fue escrito en el exilio, distancia geográfica que lo alejó del realismo para seguir pintando su aldea con alegorías delirantes. La primera obra escrita para la escena fue Bajo un manto de estrellas, estrenada en Río de Janeiro en 1982. En la Argentina se editó recién en 2009, cuando Entropía publicó Teatro reunido, libro que incluye, además, El beso…, Misterio del ramo de rosas, Triste golondrina macho y Un espía en mi corazón.
Pero ya en 1981, en España, subió a escena la adaptación de El beso de la mujer araña, la historia sobre la obligada convivencia entre un homosexual apolítico y cinéfilo (Molina) y un activista de izquierda (Valentín), tan heteronormado como lo concebía la militancia de los 70. En una celda de Devoto, durante la dictadura, la prueba de resistencia para los personajes va revelando que las diferencias entre uno y otro no son tantas. Anticipaba sin saberlo (ni ellos ni el autor) que cuatro décadas después se empezarían a borrar las categorías binarias varón/mujer en los documentos de identidad de las personas reales.
La versión escénica también superó la prueba del calabozo. Si bien todavía hay quienes ven poca teatralidad en la estrechez de la celda, creemos que, al contrario, limitar las acciones físicas a su mínima espacialidad hace que cada palabra, silencio o mirada tense los extremos de folletín y tragedia hasta alcanzar una síntesis de lirismo tumbero.
En 1983 se estrenó en Buenos Aires y México. Aquí la dirigió Mario Morgan, y allá, Arturo Ripstein. En 1985, Héctor Babenco la llevó al cine con actuaciones de Sônia Braga, Raúl Juliá y William Hurt, que ganó el Oscar por su rol de Molina. En Broadway se convirtió en musical en 1993 y obtuvo un Tony. Y en 1995 se estrenó en Buenos Aires con dirección de Alberto Favero. Tanto la obra de teatro como el musical son hoy títulos del repertorio internacional.
UN CORPUS EXTENSO Y POCO EXPLORADO
Escrita en su exilio brasileño, Bajo un manto… pone la lupa en la amanerada elegancia de la alta burguesía rural, que esconde perversiones, locura, simulación y crímenes impunes. La acción ocurre en una lujosa casa de campo, en 1948. La datación temporal no es inocente en Puig. Ese año, el primer peronismo presentó el cuadro oficial de Perón y Evita vestidos de gala. La imagen, icónica y mediática, confrontaba con el sector social aludido en la ficción.
Misterio del ramo de rosas (Londres, 1987) reafirma la consagración internacional de Puig. Como en El beso…, el núcleo melodramático es la relación de dos criaturas antagónicas en situación de encierro: en una clínica de lujo, una anciana agonizante y su joven enfermera tejen un vínculo cambiante hasta el extravío. Frustraciones, resentimientos, manipulación emocional, lucha por el poder o por el afecto, llevan a una y otra de la simulación al estallido. La premiere británica tuvo a Brenda Bruce y Gemma Jones como intérpretes. En Los Ángeles se estrenó en 1989 con Anne Bancroft y Jane Alexander. En 2002 se conoció en Buenos Aires, con Ana Padilla y Roxana Randón, y en 2006 volvió a representarse con Cristina Banegas y Dominique Sanda.
Considerada la pieza más original y difícil de clasificar, Triste golondrina macho se publicó en 1989 en Italia y se representó en 2011 y en 2013 en Buenos Aires. Es una historia que se distancia del realismo para mostrar, en clave simbólica y farsesca a la vez, lo indescifrable de la existencia humana. En los conflictos de tres personajes vivos y dos muertos asoma, sin develarse, el misterio de lo femenino, del deseo, de los fantasmas, del bien y del mal.
La comedia musical Un espía en mi corazón, expresionista y paródica, es tal vez la más reconociblemente argentina. En la trama conviven sueños hollywoodenses con arquetipos tangueros, como la costurerita que envejece en la soltería o el varón engañado. En clave de liviano disparate, se cuelan señas de identidad nacional como el machismo, el ocultamiento de cadáveres o el disciplinamiento social por la vía militar, que encarnan el carcelero y el jerarca nazi.
Y hay más. Un corpus de textos poco conocidos, cuya forma dialogada es afín al escenario y a la pantalla, incluye piezas como La tajada (1960), La cara del villano o El otro (1978), Guion para boxeador (1979), Río Story (1984), Musical con guerrilla (1987) o Vivaldi (1989), entre otras. Constituyen la llamada “obra invisible” de Puig. Un autor que hizo de la ficción teatral el artefacto con que perderles el respeto a las estafas ocultas detrás de lo visible.