En julio de 1991, a un año de la muerte de Manuel Puig, la escritora y periodista Tununa Mercado rescataba en el poético texto “No me digas adiós” su mirada amorosa sobre este gran amigo que aún vibraba en el aire: “Todos los días él iba a nadar a lo de Ulalume González de León, hija de los poetas uruguayos Sara y Roberto Ibáñez […]. Yo me sentaba a unos metros y contemplaba las amplias brazadas de Manuel, un crawl impecable, con inmersiones hacia el fondo y reapariciones en la superficie; sus pies eran entonces perfectos y se correspondían con sus manos, esa hermandad de miembros que no siempre logran los físicos humanos. Su barba de apenas unas horas le confería al rostro una sombra azulada”.
Esta amistad fascinada entre ambos, que había nacido por azar en el diario La Opinión, echando raíces en el exilio compartido en México, se volvió durante casi dos décadas un refugio feliz para hablar de las pequeñas ceremonias de la literatura y el cine, de la política convulsionada, el feminismo, la sexualidad, el erotismo, el amor. Hoy Tununa, a sus 81 años, desde su casa de Balvanera y siempre activa –acaba de publicar El vuelo de la pluma (editorial Miluno), que reúne textos suyos literarios y periodísticos–, tira una vez más de la piola de las sensaciones para que conozcamos al auténtico Puig.
“Éramos muy amigos, charlábamos de todo, yo lo aceptaba en su totalidad. Una vez fuimos a visitarlo unos días a Cuernavaca con mi hija porque yo quería entrevistarlo. A Manuel le encantaba hacer caras, imitar personajes. En aquella visita nuestra se la pasó imitando el nado de la actriz Esther Williams en la película Bathing Beauty (1944). ¡Cómo nos divertimos! Era un tipo entrañable que valoré al infinito como escritor y persona. Fue muy traumatizante su partida.”
–¿Cómo se conocieron con Puig?
–A comienzos de los 70, Manuel era muy amigo de Felisa Pinto, que era jefa de la sección “La mujer” de La Opinión, donde yo trabajaba. Cada tanto caía de visita porque había sacado algún libro o porque tenía ganas, y a partir de esos encuentros se fue dando entre nosotros una relación muy intensa que duró hasta su muerte, en 1990, que fue tremenda para su madre, para todos. Con Noé [Jitrik, marido de Tununa] estábamos en el DF cuando nos avisaron y viajamos enseguida a Cuernavaca. Había una gran soledad. Me queda la imagen nítida de unos libros arriba de su féretro. Éramos poquitos: su madre, un puñado de amigos de allá, su amigo argentino Santiago Funes, que también vivía en Cuernavaca, y nosotros dos.
–¿Le contó alguna vez sobre su encuentro con Rita Hayworth?
–(Se ríe, duda) La verdad es que nunca me quedó claro si había existido realmente ese encuentro o era parte de su maravillosa invención.
–En una entrevista que da en 1980 a la revista Lampião da Esquina, destinada al público gay brasileño, Manuel reconoce que sus libros causaban sensación en el extranjero, mientras que acá se los tildaba de sentimentales. ¿Por qué cree que en aquella Argentina hiperpolitizada de los setenta/ochenta costaba tanto registrar la dimensión política de Puig?
–Probablemente, por limitaciones de época. Por supuesto que tendrían que haber considerado esa dimensión, pero supongo que también en aquellos años, dado el contexto, era difícil pensarlo así porque Manuel no presentaba sus libros en esos términos, no los encasillaba ni tomaba partido públicamente por cuestiones políticas. Lo político en Puig, en realidad, se desgaja cuando se hace una lectura más profunda, más inteligente; y entonces sí resulta evidente que un tipo que irrumpe en la literatura de una manera tan propia y fuera de lo convencional, claramente tiene una voluntad de ruptura y de enfrentamiento y una actitud de compromiso.
–Además, lo corrían por derecha y por izquierda. Leí que cuando lo nominan al Nobel por El beso de la mujer araña, acá los medios prácticamente ocultan la noticia e incluso Bernardo Neustadt la desmiente. Y tampoco salen a defenderlo desde los sectores populares, porque Manuel no era militante. ¿Quedaba en evidencia también cierto desprecio de la izquierda revolucionaria por los homosexuales?
–¡Tanto ocultaron lo del Nobel que ni me enteré! Sí, sí, había muchas contradicciones. Yo creo que lo dejaron más aparte que otra cosa, más que despreciarlo. Un fenómeno de prejuicio y rechazo porque él no estaba en el rango de la militancia ni de la derecha. Y es cierto que la crítica de izquierda no supo ver el fenómeno Puig; yo creo que no tenían ninguna voluntad de hacer una lectura política de una obra que no tuviera una determinación militante evidente. Pero quienes lo conocíamos y leíamos sus libros veíamos que era un escritor que por su posición estética claramente era un crítico, un iconoclasta, un rupturista.
–¿Las amenazas de la Triple A y la prohibición de The Buenos Aires Affair en 1973 terminaron de expulsarlo de la Argentina? ¿Le pesaba a Puig el exilio?
–No sé, pero te diría que al margen de esas amenazas, que de por sí eran algo tremendo, no creo que Manuel se sintiera un exiliado, como tal vez sí nos pasaba a otros argentinos que estábamos allá. Él lo transitaba de manera más natural porque era un tipo mundano que ya había vivido en México y también en Brasil, Estados Unidos, España y había establecido lazos estrechos con esos espacios, sus culturas y sus gentes. Y de hecho te diría que estar exiliados en México era algo que vivíamos con agradecimiento, era una gran suerte, porque teníamos muchos amigos interesantes, escritores, artistas y periodistas con los que nos conteníamos y salíamos adelante.
–¿Qué le diría a alguien que va a leer por primera vez a Puig?
–Ante Manuel hay que dejarse estar, dejarse gozar. El suyo es un meollo profundamente literario e interesante. Él tenía un vínculo especial con el cine y las divas de los años 30, de fascinación pero también de burla frente a sus lugares comunes. Hay que leerlo a cualquier edad, pero se lo recomendaría especialmente a la juventud y no sólo por el abordaje de lo homosexual. La literatura de Puig es inmensa. Las temáticas, la lengua popular y los registros que manejaba, su manera de borrarse del texto para que hablen los personajes. Apelaba a la gracia para crear estereotipos femeninos al igual que se metía con el machismo. Manuel jugaba a lo Rita Hayworth, jugaba a lo femenino, jugaba. Era un tipo absolutamente genial.