En la Edad Media, el gran teórico musical italiano Guido D’Arezzo dijo que cuando existe un maridaje perfecto entre música y texto, el oyente “sucumbe ante el hechizo de una doble melodía”. Esa frase escrita hace cientos de años parece dicha en referencia a algún tango del siglo XX con versos de Homero Manzi.
A la hora de tocar, en el oído interno de un músico se suceden muchos eventos sonoros que se perciben con diferente rango de importancia y se asumen desde la función de intérprete, dentro del rol que cabe en cada momento Así, si uno toca la melodía principal, intentará destacarla del resto; un contracanto lo propondrá en un segundo plano pero con un determinado peso expresivo como para otorgarle cierta relevancia, y si se lleva adelante la base rítmica, se emitirá un sonido preciso, en un rango que pueda ser oído por toda la orquesta. Todo eso se escucha en simultáneo, se analiza y se decide en tiempo real. De eso se trata, más o menos, tocar en un ensamble de tango o de cualquier música. Y cuando se acompaña a un cantor, se tocará “cuerpo a tierra”, como decía Troilo, para que se escuche en un primer plano de importancia. En ese “todo” que aparece durante la simultaneidad de la escucha, el texto a veces está en un rincón de penumbras. A menos que quien escriba se llame Homero Manzi.
Una sola palabra, Sur, nos transporta junto a un sonido largo como la cola de un cometa, a un arrabal arquetípico; un nombre, Malena, nos pinta a una persona con toda la vida encima, capaz de narrarla en canciones; el frío puede ser alucinante y tener la capacidad de cegarnos; una persona evocada puede ser un suave murmullo o un viento de loma y dejarnos a la intemperie en un paisaje campero y agreste. Cada una de estas palabras o expresiones agregan música a la música. Si la melodía no es la misma al contrastar con el color de los acordes, el texto puede a su vez realzar la melodía y volverla eterna. Digamos que el texto es la magia final, el destino último, y la melodía, el vehículo en el que viaja. Separados son ricos, juntos son un tesoro.
Manzi construyó junto a grandes músicos algunos de los tesoros más significativos de nuestro acervo cultural. A veces urdió expresiones complejas donde se entrecruzan los sentidos y se nos abre la puerta a otros universos. En el mundo de Manzi hay una “magnolia que mojó la luna” y un “murmullo que entibió el amor”. La música acompaña convenientemente: “Tu piel…”, y una espera que retiene el aliento antes de la metáfora sensorial. “Tu voz…”, y de nuevo la espera.
La poesía de Manzi es música, y eso lo convierte en un músico. Otra vez me imagino la orquesta en el palco, los músicos tocan, escuchan, el cantor dice y el texto es una melodía más.
Cuando nos cuenta: “Estoy mirando mi vida en el cristal de un charquito”, abrimos tantas lecturas que puede resultar abrumador. El mundo entero cabe en un pequeño charco, como un Aleph suburbano. Quien habla tiene una actitud contemplativa, medita profundamente. Lo vemos en esas reflexiones, cuando la palabra “charquito” nos despierta y descubrimos deslumbrados que lo profundo, la eternidad misma, pueden verse en un poquito de agua, quizás en la vereda del barrio.
El Manzi público, el amante, el amigo. El niño creciendo en Pompeya y volviendo a Añatuya, que junto a Sebastián Piana reinventó la milonga allá por los años treinta. El hombre comprometido con su lugar y su tiempo. Todos los Manzi posibles confluyen en una obra magnífica que nos atraviesa, nos transforma y proyecta. La música se agiganta con sus versos y toma dimensiones épicas, construye arquetipos y narra historias en escenarios de leyenda. En una ciudad legendaria, esas historias se visten de eternidad y, de alguna manera, también nos vuelven eternos.