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Caras y Caretas

           

MANZI Y LOS GRANOS DE ARENA

Cantante, autor y compositor

Mis más tímidas preocupaciones se relacionan con aquello que el tiempo destila: ¿cuándo pasará el colectivo? ¿Cuántos minutos va a adicionar el réferi? ¿Hasta qué momento empujará la noche su silente fiesta de películas y canciones? Por suerte, a cada duda le llega su consuelo y eso me permite alejar la atención del cronómetro de mis aflicciones. Por desgracia, y en consecuencia, generó en ellas nuevos conflictos que nacen apretándose en otra hilera de cuestionamientos: ¿cuánto más va a tardar el chofer en llegar a destino? ¿Será pronto el próximo partido? ¿A qué hora saldrá la luna nuevamente?

Sin embargo, ante cada encuentro con la obra de Homero Manzi surge una pregunta incontestable. Una que me obsesiona tanto como aquella donde tarde y temprano son dos opciones inciertas ante la llegada de lo irremediable: ¿cómo puede un hombre dar tanto en tan poco tiempo? Husmeando en una fallida objeción, se cuela un acento en mi falta de certezas que se pronuncia con cada intento en vano de proponerle su átona llanura. ¿Será imposible de calcular por la distancia entre su época y la nuestra? Es que si bien Manzi se ha destacado del resto por su intachable multiplicidad, no fue la excepción a la regla: algunos poetas de su generación también fueron dramaturgos, directores de cine, periodistas, boxeadores y una larga lista de etcéteras. Y ahí es por donde va mi andar dubitativo sobre las tres agujas: ¿los segundos con el paso del tiempo se van devaluando? ¿Nuestro grano de arena será más pesado que aquel que caía hace ochenta años? ¿O será cuestión de asumir que el papel siempre se ajusta al contexto y a la vida que llevamos?

Pero hoy me han pedido que escriba sobre Manzi, sobre mi relación con su obra, y yo sólo tengo preguntas con las que tropiezo y comparaciones que evito con el fin de no exponer mis constantes caídas. Para dejarlo en claro: desde la comodidad de mi computadora obtengo cualquier información a sólo un clic, mientras que Manzi –o cualquiera de los suyos– quizás pasaba horas con tal de hallar su tesoro en una página oculta, bajo una infinidad de encuadernaciones, índices y prólogos. ¿Será tiempo o vida, entonces, lo que reste o sobre? La trampa está en creer que el ritmo a los saltos, la información al instante y el impacto contundente y acotado nos convierten en excelsos velocistas y que serlo es señal de un presente prometedor y un futuro provechoso.

Con respecto a eso, y más allá de mis reiterados signos de interrogación, quiero aprovechar la circunstancia y compartir una de las pocas certezas que guardo bajo el nombre de “la quietud en bicicleta”. Y justamente es en Manzi que me permito exponerla porque es quien evidencia a un andante observador retórico en reposo, a la fotográfica distancia circular y al espejo inmóvil inherente a la atemporalidad que abraza al barrio, a la mulata o a Malena. Voy al grano y sin eufemismos: nadie escribe “De barro” o “Romance de barrio” sin caminar diez pasos y detener por completo sus diez pasos siguientes, como tampoco existe forma alguna de guionar más de veinte películas sin encadenarse a un escritorio itinerante. “Un farol balanceando en la barrera/ y el misterio de adiós que siembra el tren”: si alguien consigue dar con otros dos versos que nivelen la quietud y el movimiento de una manera tan acertada, seguramente es porque estará escribiendo de parado en medio de una autopista en hora pico y sin peaje mediante.

Por esa razón es que no se lo puede repetir: copiar su ritmo, su rima interna, sus aliteraciones, sería no disfrutar de lo que hacemos ni aceptar aquello que nos toca. Porque los tiempos son otros, y otros los granos de arena, aunque las bicicletas en movimiento y las pausas que no responden a ninguna pregunta –pero que nos acercan a las que vienen– seguirán siendo aliadas inconfundibles para pasearnos por todos los caminos que a Manzi nos llevan.

Escrito por
Juan Seren
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