Resulta un desafío revisitar a guras literarias clave del siglo XX desde los parámetros culturales dominantes del presente. Un tiempo veloz que requiere escritura y presencia, una trama que exige a los artistas ser activos gestores de su propia obra.
Estas condiciones los obligan a perseguir de manera incansable habitar en las esferas sociales, movimientos que articulan lo que podría entenderse como un tipo de profesionalización literaria, lo que, desde mi perspectiva, oprime el oficio liberador de la escritura. No se trata desde luego de renegar de este tiempo, ya sabemos que cada época construye sus parámetros y sus signos dominantes, sino de leerlo. La centralidad de los sistemas sociopolíticos hoy radica en el imperio del mercado (y de la deuda) promovido por el neoliberalismo. Hay que considerar que los sistemas son formas que se replican en todas sus áreas y desde luego la literatura no está fuera de sus normativas. La agencia funciona como un imperativo para generar zonas de inscripción cultural. Ese esfuerzo descansa en los autores y sus aptitudes, en sus conexiones, difiriendo la escritura misma como centro o como tensión.
Pensar hoy a Alejandra Pizarnik implica desplazarse hacia un resquicio perdido del siglo XX, viajar a un territorio otro, singular. Habría que pensarla desde el “aura” tal como la define Walter Benjamin cuando afirma: “La aparición de una lejanía por cercana que pueda hallarse”. Esa esfera de lo inasible fue el espacio en el que transcurrió la poeta.
Ella buscó su letra hasta encontrarla. Desde la poesía como sede primordial, transitó diversos géneros literarios que abarcaron la dramaturgia o la novela. Entendió la escritura como un territorio que requería de la búsqueda de una letra, siempre estética, que proliferara imágenes.
Fue el poder desplegado en su escritura lo que generó y expandió el mito en torno a su figura. Una mitología que rodea a una serie de figuras que produjeron signos literarios provistos de una exactitud depositada en la extensión de una escritura fundada en la capacidad simbólica y material, a la vez, de construir sentido. La densidad y la ligereza. La certidumbre.
La excelencia de esa escritura fue la que convirtió su vida en un relato que hoy forma parte de su producción literaria. A la poeta la habitó una forma de fragilidad que ingresó al espacio público cultural como un texto literario más. De esa manera se organizó parcialmente una relación obra-vida, que podría ser considerada desde un punto de vista, en parte, reduccionista. No se trata de discutir los tejidos narrativos míticos que rodean la vida de autoras y autores porque sus biografías o las leyendas biográficas incrementan el campo. Más aún, hasta parte importante del siglo XX, la figura del artista o de la artista requería de aristas singulares que contribuían a ensalzar su prestigio.
“Los malditos” se erigió como una categoría adjudicada a la creación y, en algunos casos, una forma de requisito que bordeaba lo sublime. La irreverencia frente a los mandatos o la franca trasgresión operó de un modo complejo, dual, en el sentido de que esas subversiones eran exaltadas por las leyendas pero, a su vez, funcionaban como pedagogías para alertar sobre formas de vidas dramáticas que conducían a abismos vitales.
Más allá del halo romántico, pienso que la unión lineal obra-vida puede debilitar la obra en la medida que la cerca y la define por circunstancias, en cierto modo, incompatibles. Mientras la vida es flujo, pasado, la escritura es una forma paradójica de petrificación que porta la permanencia del presente, activada por el ojo que lee en cada una de las épocas.
Alejandra Pizarnik abordó de manera recurrente imágenes ligadas a la desesperanza, a la soledad, a la inevitable muerte. “explicar con palabras de este mundo/ que partió de mí un barco llevándome”. Este poema extraordinario contiene su muerte, mi muerte y la de todos nosotros.