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Caras y Caretas

           

EL PODER DE LAS PALABRAS

Aunque también cultivó el género por fuera del 2×4, Homero Manzi fue un poeta del tango. Por eso es difícil recitar sus versos sin pensar en el todo que, con la música, forman las canciones. Sin embargo, allí en sus textos se revelan un lenguaje y unas imágenes que lo hermanan con los bardos de su generación.

Difícil recitar “Sur”, “Malena”, “Fuimos”, “El último organito”, “Romance de barrio” o “Fruta amarga” separados de su melodía original. Cualquiera de los textos de Homero Manzi alza su personalidad y potencia en sintonía con la música, siempre excelente, que acompaña. ¿Cómo, entonces, apartar la poética del texto de una totalidad compositiva que también enarbola una poética? Es difícil, cierto. Pero si se hace a un lado el bandoneón, que inocula más velozmente que la letra, y dejamos que emerja el ritmo y la tonalidad interna del texto, podrá vencerse el contratiempo. Toda escritura poética encierra una musicalidad que está dada por el lenguaje, las palabras en su trama. Y allí corresponde concentrarse para detectar si en una letra de canción hay o no poesía. No siempre las letras de canciones tocan ese misterio que sólo la palabra detenta. Un poema es tal cuando existe en él lo inhabitual, acierta Vicente Huidobro. Lo inesperado y la síntesis. La contundencia y la eficacia sonora. Debe imponerse el significante, que resbala siempre de la razón y cae en la impotencia del sentido: no se piensa, se captura, se amarra.

Y sí, hay revelación en muchas de las letras de Manzi porque, al decir de Gaston Bachelard, “la poesía es un asombro que se produce exactamente en el nivel del lenguaje, en la palabra y por la palabra”. Sucede con algunos de sus mejores versos: “A yuyo del suburbio su voz perfuma”. O “Con cuerdas de cien guitarras/ me trencé remordimientos”. O “Y tu ausencia que se alarga/ tiene gusto a fruta amarga,/ a castigo y soledad”. O “Yunta oscura trotando en la noche./ Latigazo de alarde burlón./ Compadreando de gris sobre el coche/ por las piedras de Constitución”. O “Un farol balanceando en la barrera/ y el misterio de adiós que siembra el tren”. O “Tu piel, magnolia que mojó la luna”.

LAS INFLUENCIAS

Sin duda, Manzi tenía clara conciencia del poder de las palabras. No era sólo ímpetu, mucho menos la sobrevalorada inspiración, que suele ser un empujoncito apenas para amortiguar la pluma. Manzi había estudiado Lengua y Literatura, ejerció la docencia y escribía, escribía sin detenerse. Y aunque Rubén Darío era un faro esencial para todos los autores de la época, lo que más abiertamente penetró en Manzi fue el García Lorca del Romancero gitano. Lo explica muy bien el poeta Jorge Boccanera, en una entrevista realizada por Matías Mauricio en 2016 y publicada en Tinta Roja: “Manzi incorpora una simbología lorquiana de lunas, sombras y puñales, que desembocan en un sino trágico; además del lirismo de los violines sangrando, todo en un clima espectral. Como si del territorio fantasmagórico de Lorca partiera rumbo al barrio de Manzi esa ‘yunta oscura trotando en la noche’. La Malena era además una de las voces del cante jondo que Lorca solía mencionar en sus charlas sobre el tema, esas cantantes andaluzas, esas gitanas poseídas por ese duende –un término que Manzi incorpora al tango– que sube desde la planta de los pies y luego de tomarse un vaso de aguardiente canta ‘sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrasada… su voz era un charco de sangre’, dice Lorca. ¿Acaso la Malena de Manzi no se entrega toda en cada verso? ¿No tiene tonos de callejón oscuro en su voz? ¿No se pone triste con el alcohol y canta con voz de pena, quebrada entre fantasmas y ladridos? Más aún, esta Malena espectral, de ojos oscuros y labios apretados ‘canta el tango con voz de sombra’. Al igual que Lorca describe a su cantaora ‘con su voz de sombra, con su voz de estaño fundido, con su voz cubierta de musgo’”.

FERVOR POR BUENOS AIRES

Las letras de tango, decía Borges, forman una inconexa y vasta comedia humana de la vida de Buenos Aires. Hay ironía y cierto desdén en las palabras del autor de Luna de enfrente, sin embargo no se equivoca. Los versos urbanos de Evaristo Carriego, a quien Borges le dedica un libro entero, entrarán con prepotencia de arrabal sinfónico en las letras de toda esa camada de autores de tango que alcanzaron la categoría de poetas: Cátulo Castillo, Enrique Santos Discépolo, Homero Expósito, Enrique Cadícamo y el mismísimo Homero Manzi. Muchos de los famosos tangos de estos autores traman un mosaico intenso y desaforado junto a las aguafuertes porteñas que Roberto Arlt publicó en El Mundo y más tarde en Crítica, y junto a los versos de Nicolás Olivari, José Portogalo y Raúl González Tuñón, por nombrar algunos de los más destacados de la época. Y, obviamente, Borges, que derrama Buenos Aires desde el título de su primer libro.

Pero Manzi, que ponía el cuerpo en la militancia y abogaba por lo popular, amasó su lirismo urbano amparado en una melancolía calma y soñadora. “Barrio de tango, luna y misterio,/ calles lejanas, ¡cómo estarán!/ Viejos amigos que hoy ni recuerdo,/ ¡qué se habrán hecho, dónde estarán!/ Barrio de tango, qué fue de aquella,/ Juana, la rubia, que tanto amé./ ¡Sabrá que sufro, pensando en ella,/ desde la tarde que la dejé!” Nostalgia de las cosas que han pasado, dice en “Sur”, uno de sus tangos emblemáticos. Y es así: el diapasón de la amargura marcando el ritmo de lo que “la vida se llevó”.

EL ÚLTIMO ORGANITO

Nadie mejor que los poetas para describir el son del organillero, una figura ambulante y excéntrica que había llegado desde Europa a fines del siglo XXI. Instalado en la vereda, montaba su espectáculo modesto y persistente, tristón y desolado. Con una manivela y a veces un monito, dejó esta postal inolvidable en la memoria de algunas esquinas de barrio. “Has vuelto, organillo –escribe Carriego–. En la acera/ hay risas. Has vuelto llorón y cansado/ como antes./ El ciego te espera/ las más de las noches sentado/ a la puerta. Calla y escucha. Borrosas/ memorias de cosas lejanas/ evoca en silencio, de cosas/ de cuando sus ojos tenían mañanas,/ de cuando era joven… la novia… ¡quién sabe!/ Alegrías, penas,/ vividas en horas distantes. ¡Qué suave/ se le pone el rostro cada vez que suenas/ algún aire antiguo! ¡Recuerda y suspira!”

Más de tres décadas después, Homero Manzi, a modo de diálogo y homenaje, respondía al autor que les dio voz a los suburbios, con uno de sus más hermosos tangos: “El último organito irá de puerta en puerta/ hasta encontrar la casa de la vecina muerta,/ de la vecina aquella que se cansó de amar;/ y allí molerá tangos para que llore el ciego,/ el ciego inconsolable del verso de Carriego,/ que fuma, fuma y fuma sentado en el umbral”.

Leamos los versos sin su música –intentémoslo aunque sea difícil abstraerse– y notaremos la voluntad de la palabra por sobreponerse y merecerse poética.

Escrito por
María Malusardi
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