Después de varios años en la orquesta de Troilo, Piazzolla decidió irse en 1944. Nadie se iba de la orquesta del Gordo. Nadie. Salvo Piazzolla. El mismo año, Francisco Fiorentino, cantor de Troilo durante seis años, también se fue. No quería irse, quería seguir cantando con el Gordo. Pero no, Troilo le dijo que ya estaba, que tenía que partir, a Fiore, justo a él, que era el dueño de la elegancia sonora. Entonces lo llamó a Piazzolla, que se hizo cargo de la orquesta de Francisco Fiorentino en 1945. Era el corazón del tango canción, el de la época de oro; sobre ese suelo de temas y de voces, Fiorentino siguió siendo Fiorentino y Piazzolla ya era otro, con arreglos más complejos y con una vanguardia que comenzaba a rebelarse. En el costado de los cantores se sumaron Aldo Campoamor, Fontán Luna y Héctor Insúa, todos antes de 1949.
Fue entonces cuando Astor empezó a hurgar por otros lados: la orquesta se imponía por encima de los cantantes y lo que se escuchaba era la música y no las palabras. Así lo dijo Piazzolla en octubre de 1955, cuando puso en marcha el Octeto Buenos Aires, difícil, revolucionario, con un decálogo como presentación, en el que entre otras cosas decía: “6) Para aprovechar en todas sus posibilidades los recursos musicales del tango, no se ejecutarán obras cantadas, salvo contadas excepciones. 7) Considerando que el conjunto debe ser únicamente escuchado por el público, no se actuará en bailes”.
Desde entonces, las voces fueron ocasionales: Jorge Sobral, en 1957, puso su voz gruesa tan discutida por entonces y tan relativa en esos años del tango como “Siempre París”. También el mismo sonido grueso y de bolero en la voz de Daniel Riolobos, en 1961, con los tangos “Garúa” y “Uno”. Y lo mismo los grabados por Roberto Yanés en 1962, con oficio de bolero y también con una voz profunda diciendo “Cafetín de Buenos Aires”, “Margarita Gauthier”, “Fuimos” y “Griseta”. Mientras, en todos estos casos, los arreglos de Piazzolla eran eso, un Piazzolla con sonidos disidentes. Fue una época con sonidos disidentes: el rock, las letras de los discos en inglés, el hippismo, Bill Haley y sus Cometas. Los años 60 fueron otros, entre ellos, la revolución Piazzolla.
LA MUERTE DEL CLÁSICO
Sobre esa revolución, Astor anunciaba que el tango clásico se moría y que había otro, más abstracto, más complejo. Requería estudios, conocimiento de música, una formación sólida, todo sobre el suelo de la música. Lo cierto es que el tango clásico empezó a perder su fuerza y, salvo algunos intérpretes sólidos, esa fuerza era cada vez más débil. Efectivamente, se moría. ¿Cómo reverdecer el tango canción? ¿Quiénes eran los cantantes que pondrían su voz en el nuevo tango?
A lo largo de los 60 surgieron varios eventos contundentes dirigidos al mundo de la canción: por un lado, la llegada del cantor Héctor De Rosas al quinteto de Piazzolla. Decía el bandoneonista: “Fue De Rosas un cantante pulcro y cuidadoso (…) Nunca le molestó la música que yo escribía. De Rosas era otra cosa, un instrumento más, una flauta, ponía la voz justo donde debía ir”.
También, bajo el ala de Piazzolla, surgen otras voces: Egle Martin, tan bella, con un presunto affaire con el músico marplatense, grabó dos temas en un EP: “Graciela oscura”, de Ulyses Petit de Murat, y “Las rosas golondrinas”, de Homero Expósito, los dos con música de Astor.
Edmundo Rivero fue la voz del disco El tango, con letras de Borges y música de Piazzolla; más que un disco, fue la necesidad de inyectarle al género una fuerza que ya no tenía.
LA CONSAGRACIÓN
Amelita Baltar fue la primera voz en María de Buenos Aires, en 1968; más que una obra de teatro o una “operita”, tal como la llamaron, fue un manifiesto visual y sonoro que definía un nuevo lugar, una sensibilidad diferencial para el “nuevo” tango. Un año después de la presentación de María de Buenos Aires, el bandoneonista compuso, con letra de Horacio Ferrer, “Balada para un loco”, un “tango” que le daría, por primera vez, una masividad hasta entonces retaceada. Piazzolla tuvo que inventarse su público y lo hizo: con “Balada para un loco” y después con “Chiquilín de Bachín”, recibió su legitimación definitiva en el tango.
Con la consagración, los años 70 se abrieron con la italiana Mina, con la versión de “Balada para mi muerte” en Roma, en 1972. En ese mismo año, Edmonda Aldini grabó en Milán el disco Rabbia e tango, con ocho temas con letras de Ferrer. Y en 1975, José Ángel Trelles fue convocado por Piazzolla para integrar su grupo Octeto Electrónico: la potencia de la voz de Trelles y la multiplicidad sonora del octeto se despliega en el LP Balada para un loco. Unos años después, Jairo, exiliado en París en 1981, grabó con el músico marplatense dos temas compuestos por Ferrer: “Milonga del trovador” y “Hay una niña en el alba”, en español y en francés.
Pero sin duda el evento más potente de esta relación entre los cantantes y Piazzolla fue el encuentro con el Polaco Goyeneche, en mayo de 1982, en el teatro Regina. Fue la tensión entre el escenario y la guerra de Malvinas; fue la tensión entre el tango clásico del Polaco y la ansiedad del tango de Piazzolla. Fue la tensión de lo que había sido y lo que era ahora; la tensión entre la libertad definitiva y la siniestra dictadura militar. Todo eso fue esa noche.
Goyeneche venía de atrás, de la música y los versos de atrás. Piazzolla era el presente puro, lo actual, la búsqueda permanente. Esa noche dijo que era el sueño del pibe porque estaba el Polaco con él. El Polaco es el Polaco, se abraza a sí mismo, golpea con las manos y tiembla con las manos. Los dos, Piazzolla y el Polaco, se enteraron esa noche de que el tango es uno solo, que es discontinuo, y que por ser discontinuo se mantiene en pie.